Pol¨ªtica e imparcialidad de los jueces
Ciertas actuaciones judiciales recientes han sido recibidas con protestas p¨²blicas inmediatamente denunciadas como ataques a la independencia judicial, quiz¨¢ porque se supone que ¨¦sta correr¨ªa peligro si los jueces cayeran en la tentaci¨®n de someterse a los deseos de los protestatarios. Es curioso que no se haga la misma denuncia cuando, tras la comisi¨®n de un delito resonante, una turba pide venganza a las puertas del juzgado o cuando personas con capacidad para influir en la opini¨®n p¨²blica anuncian que nadie entender¨ªa una futura resoluci¨®n judicial distinta de la que esperan.
Sin embargo parece oportuno decir, para tranquilidad de todos, que el valor de la independencia judicial no s¨®lo est¨¢ proclamado en la Constituci¨®n y garantizado en la Ley, sino efectivamente vigente en los juzgados y tribunales. De esto son plenamente conscientes quienes ejercen la potestad jurisdiccional, sabedores de que para ser independiente aqu¨ª y ahora ¨²nicamente hace falta querer serlo.
La diferencia que existe, desde este punto de vista, entre un Estado democr¨¢tico y otro que no lo es consiste en que, en el primero, la independencia de los jueces es el normal resultado del funcionamiento del sistema, mientras en el segundo es fruto de un esfuerzo, en ocasiones heroico, del juez que aspira a la independencia. Por supuesto que incluso en un Estado democr¨¢tico el buen funcionamiento del sistema judicial requiere el esfuerzo moral de cuantos trabajan en ¨¦l pero, entre nosotros, creo que el esfuerzo de los jueces debe estar dirigido, m¨¢s que a la conquista o defensa de una independencia ya asegurada, a la utilizaci¨®n imparcial de la independencia. Por dos razones: porque la imparcialidad es la esencia de la justicia y porque alcanzarla en su plenitud es una tarea personal que nunca puede presumirse acabada.
En el camino hacia la imparcialidad se ha ido levantando ¨²ltimamente un obst¨¢culo hasta hace poco desconocido: el de la judicializaci¨®n de la pol¨ªtica. Tendemos generalmente a emplear esta expresi¨®n para referirnos a esa forma patol¨®gica de hacer pol¨ªtica que consiste en servirse de los tribunales para que sean resueltos jurisdiccionalmente conflictos para los que lo razonable ser¨ªa encontrar una soluci¨®n pol¨ªtica. Pero, en un sentido m¨¢s amplio, judicializaci¨®n de la pol¨ªtica existe siempre que, mediante el ejercicio de la jurisdicci¨®n, los jueces y tribunales inciden en un sector de la realidad social con anterioridad encomendado, exclusivamente, a los actores de la vida pol¨ªtica. ?ste es un fen¨®meno de origen multicausal, especialmente perceptible en el orden jurisdiccional penal y en el contencioso-administrativo, que se traduce en el crecimiento del poder de los jueces a que se refer¨ªa Loewenstein cuando afirmaba que "uno de los fen¨®menos m¨¢s caracter¨ªsticos de la evoluci¨®n del Estado democr¨¢tico constitucional es el ascenso del poder judicial a la categor¨ªa de aut¨¦ntico tercer detentador del poder".
Aunque un cierto grado de judicializaci¨®n de la pol¨ªtica puede ser definido como inexorable signo de los tiempos, no susceptible siempre de valoraci¨®n negativa, es preciso asumirlo con cautela y ser consciente de que el nuevo poder judicial -nuevo porque ya no es "invisible y en cierto modo nulo" como lo caracteriz¨® Montesquieu- plantea problemas in¨¦ditos y exige ser analizado con categor¨ªas algo distintas de las tradicionalmente empleadas. Dejando esto ¨²ltimo para la doctrina cient¨ªfica, me detendr¨¦ en tres aspectos problem¨¢ticos del fen¨®meno que me parece guardan relaci¨®n con los hechos de que arranca esta reflexi¨®n.
El primero es el riesgo de politizaci¨®n de la justicia. Este riesgo no deriva, como con frecuencia se dice, del origen parlamentario del Consejo General del Poder Judicial. El Consejo podr¨¢ gobernar mejor o peor a los jueces, podr¨¢ elegir con mayor o menor acierto los magistrados que han de desempe?ar determinados cargos, pero no est¨¢ en ¨¦l la causa de una posible politizaci¨®n de la justicia. Esta indeseable desviaci¨®n, que se produce cuando determinadas resoluciones judiciales no est¨¢n inspiradas tanto en los mandatos de la Ley como en los criterios o conveniencias de los grupos pol¨ªticos, tiene su origen en la confluencia de dos factores perfectamente visibles: de una parte, la existencia de conflictos y contiendas, a resolver jurisdiccionalmente, que rebasan el ¨¢mbito de lo privado y trascienden al de lo pol¨ªtico; de otra, el hecho de que estos conflictos deben ser resueltos por jueces que l¨®gicamente no carecen de ideolog¨ªa ni de posicionamiento pol¨ªticos por lo que pueden sentirse personalmente implicados en los asuntos que re-suelven. He aqu¨ª el nuevo obst¨¢culo que amenaza la imparcialidad del juez. Un obst¨¢culo tanto m¨¢s fuerte cuanto m¨¢s apasionado es el debate pol¨ªtico y mayor la fractura provocada en la sociedad, por lo que su vencimiento no siempre es f¨¢cil. Para vencerlo ser¨¢ necesario que el juez supere el mito de su apoliticidad, la creencia de que es s¨®lo un profesional imantado por la ley. El hombre no se libera de los condicionamientos ocultos de su conducta sino cuando los eleva al nivel de la conciencia y se enfrenta con ellos.
El segundo problema es la posibilidad de que, desde la situaci¨®n descrita, nos deslicemos hacia lo que se ha llamado "el gobierno de los jueces"; un gobierno parcial y fragmentario pero indudable. No s¨®lo se gobierna cuando se dirige la acci¨®n de esta naturaleza sino tambi¨¦n cuando se la entorpece y eventualmente se la paraliza. No es exacto que los jueces carezcan de legitimidad democr¨¢tica; la tienen puesto que la Constituci¨®n les otorga la potestad jurisdiccional. Pero la tienen para juzgar, no para gobernar. Y es ante el Parlamento, no ante los jueces, donde los gobernantes deben responder y rendir cuenta de su gesti¨®n. Recientemente, la Sala Segunda del Tribunal Supremo ha recordado estos elementales principios, pero en este momento ignoro si los mismos, convertidos en jurisprudencia, han impresionado suficientemente a los que deben seguirla.
Por ¨²ltimo, la judicializaci¨®n de la pol¨ªtica aconseja hacer alguna observaci¨®n sobre un tema del que no suele hablarse demasiado: el de la responsabilidad de los jueces. ?stos no son solamente independientes e inamovibles, son tambi¨¦n responsables Legalmente, su responsabilidad no es pol¨ªtica sino jur¨ªdica, tanto por las causas que la pueden generar, como por los ¨®rganos encargados de exigirla y el procedimiento a seguir para declararla. En principio, la exclusi¨®n de la responsabilidad pol¨ªtica no debe ser considerada privilegio de los titulares del tercer poder del Estado. Se trata de una consecuencia l¨®gica de la independencia judicial, del sometimiento ¨²nico de los jueces al imperio de la ley e incluso de su legitimidad de origen que est¨¢ s¨®lo en la Constituci¨®n. Estas razones conservan hoy todo su peso, pero no puede olvidarse que lo han perdido, en todo o en parte, otras que tambi¨¦n contribuyeron en el pasado a inadmitir la responsabilidad pol¨ªtica de los jueces. Me refiero, entre otras, a la conceptuaci¨®n de su papel como mera ejecuci¨®n de la ley, a la limitaci¨®n de los efectos de sus resoluciones a las personas implicadas en las causas que resuelven y a la que fue, hist¨®ricamente, inapreciable influencia de sus actuaciones en el acontecer pol¨ªtico. La difuminaci¨®n de estas circunstancias supone un cambio importante pero insuficiente para instaurar formalmente una clase de responsabilidad que no es compatible con el actual sistema judicial en su conjunto. No es ocioso, sin embargo, deducir del cambio apuntado la necesidad de que las v¨ªas legalmente establecidas para la exigencia de responsabilidad sean utilizadas con rigor y seriedad; especialmente la penal porque la prevaricaci¨®n judicial sigue estando en el C¨®digo Penal.
Pero hay algo m¨¢s. Junto a las formas expresamente previstas para exigir responsabilidad a los jueces, existe otra, cuya legitimidad no puede negarse, que le viene dada al pueblo en tanto que de ¨¦l emana todo poder y, en particular, el de administrar justicia seg¨²n la expresi¨®n con que comienza el art. 117 C.E. Esta otra v¨ªa, difusa pero constitucionalmente bien fundada, puede ser utilizada por los ciudadanos en virtud de dos derechos fundamentales: el de expresar libremente los pensamientos, ideas y opiniones, y el de manifestarse pac¨ªficamente, derecho que normalmente se ejercita para publicitar de forma colectiva los pensamientos, ideas y opiniones.
Por ello, cuando los ciudadanos manifiestan p¨²blicamente su discrepancia con una actuaci¨®n judicial que jur¨ªdicamente no tiene f¨¢cil explicaci¨®n, pero s¨ª parece tenerla en clave pol¨ªtica, no se colocan fuera de la ley ni de la Constituci¨®n. Esos ciudadanos est¨¢n haciendo valer su derecho al juez imparcial. Y esto, adem¨¢s de no lesionar la independencia judicial, puede ser una saludable contribuci¨®n al buen hacer de los jueces.
Jos¨¦ Jim¨¦nez Villarejo es ex presidente de las Salas 2? y 5? del Tribunal Supremo.
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