El mejor caso de la inspectora Mirren
Alg¨²n d¨ªa no muy lejano, en todas las escuelas de teatro y de polic¨ªa se estudiar¨¢ el trabajo de Helen Mirren en The Queen, esa pel¨ªcula que se plante¨® un reto casi flaubertiano: contar la historia de una mujer sin historia. Peter Morgan, su guionista, supo alzar el esquivo "arco del personaje": Isabel II ha de asumir un fen¨®meno entr¨®pico que la desborda, el duelo popular tras la muerte de Diana de Gales. Helen Mirren corri¨® a enfundarse la gabardina invisible de la inspectora Tennyson en Prime suspect: para atrapar a su presa ten¨ªa que comprender sus razones.
Ponerse "en su lugar" sin juzgarla; mirar como ella, sentir como ella. Las malas actrices, escribi¨® Mars¨¦, tienen mil caras y una sola expresi¨®n; las buenas, una sola cara y mil expresiones. Pero la inspectora se enfrentaba a un problema may¨²sculo: una sospechosa inexpresiva, inescrutable, educada para la soledad y la dureza mineral. Una esclava del deber y el protocolo, condenada a no revelar nunca sus sentimientos. Se trataba, pues, de bajar hasta el fondo del pozo y rastrear esas gotas de agua viva que siempre escapan de las calcificaciones del alma. Su segunda misi¨®n, todav¨ªa m¨¢s ardua, consist¨ªa en exponerla, narrarla, pero sin traicionar su esencia, sin apenas palabras ni efusiones sentimentales. Una extrema econom¨ªa de recursos, un asedio forzosamente lateral: frases banales que esconden sobrentendidos, silencios mudos que revelan silencios estruendosos, gestos furtivos que s¨®lo una investigadora muy avezada lograr¨ªa detectar. Sus armas: un rostro, unas manos, unos ojos.
'The Queen' es una de las contadas pel¨ªculas que se lo juegan todo en el primer plano
The Queen debe de ser una de las contadas pel¨ªculas que se lo juegan todo en el primer plano, cuando la soberana rompe el marco de su hier¨¢tico retrato para mirarnos. Si esa mirada inicial no transmite una autoridad extrema y el instant¨¢neo peso del poder absoluto, todo se viene abajo. Superada la prueba de fuego (un doble fuego reconcentrado y denso, que atraviesa la pantalla), la inspectora Mirren desvela los resultados de su investigaci¨®n. Todo aqu¨ª es dual. Una se?ora de clase media rural encerrada en un inmenso palacio escoc¨¦s y convencida de haber sido "elegida por Dios". La mezcla de simpat¨ªa y desd¨¦n hacia Blair: simpat¨ªa de una madre ante el hijo imprevisto que escapa del cepo protocolario; desd¨¦n por sus modales, por su condici¨®n de parvenu. La dama deja aflorar un humor helado, seco y fulminante como un dry martini: "Es usted mi und¨¦cimo ministro". Blair es un populista que va a lo suyo, pero, tambi¨¦n dual, quiere protegerla de s¨ª misma: si no abandona esa privacidad casi autista para vestir el disfraz de enlutada, la monarqu¨ªa corre serio peligro. ?sa ser¨¢ su lucha y su viaje, un viaje sembrado de dudas, certidumbres crecientes y c¨ªrculos cerrados. La reina y el duque de Edimburgo llevan a?os sin nada que decirse. ?Qu¨¦ sentido tendr¨ªa expresar algo? ?Qu¨¦ puede esperarse de un tipo al que lo ¨²nico que se le ocurre para consolar a sus nietos es llevarles de cacer¨ªa? La inspectora elige dos contrasilencios, dos evidencias magistrales: nos la muestra escribiendo cada noche su diario ¨ªntimo, como un deber riguroso y una v¨¢lvula de escape, volcando en el papel una torrentera de palabras mudas, y la atrapa luego ante el televisor que emite y reemite las sonrientes im¨¢genes de la princesa muerta y su humillante ruptura con el pr¨ªncipe.
Cada golpe de luz en su rostro provoca un eco callado pero elocuent¨ªsimo: en cuesti¨®n de segundos percibimos el disgusto, la resignaci¨®n, el dolor contenido, los labios apretados para mascar la furia. Sigue la dualidad al decirle a su hijo que tome un vuelo regular para traer el cuerpo. Desprecio g¨¦lido por el fiambre, anota la inspectora, y r¨¢cana sobriedad aprendida de Churchill. M¨¢s tarde, cuando todo empiece a resquebrajarse, brotar¨¢ un pret¨¦rito grito infantil: la reina sube corriendo las escaleras del palacio y llama a su madre en busca de un apoyo que no encuentra, porque Mummy tambi¨¦n quiere decir momia en ingl¨¦s, y las vendas que invisibilizan su rostro est¨¢n empapadas en ginebra con un trasluz de Pimm's.
El jefe Frears se juega otra vez la investigaci¨®n en la escena del ciervo, careo que est¨¢ a punto de naufragar en la obviedad metaf¨®rica (la soberana atrapada en mitad del r¨ªo, etc¨¦tera), el Bambismo mayest¨¢tico, el subtexto a gritos: "Huye, huye, oh, t¨² tan libre". La inspectora esquiva el peligro calzando como nadie las botas de r¨²stica cabreada y confundida, para que nadie en su juicio pueda pensar que derrama l¨¢grimas transferenciales por la princesita, a la que seguir¨¢ detestando hasta el final, como est¨¢ mandado. Hay otras l¨¢grimas, m¨¢s intensas, gestadas en el abrumador santuario popular de la valla de Buckingham ("Ellos no te merec¨ªan", "Tu sangre corre por sus manos") y que, cuando estallan, el jefe Frears retrata de espaldas: s¨®lo vemos la nuca hitchcockiana, levemente sacudida, como la punta del iceberg que comienza a hacer aguas. La reina descubre su propio secreto, su inimaginable grieta: no puede soportar que todos quieran m¨¢s a la Otra. Tras la revelaci¨®n, el pacto. A la ma?ana siguiente volver¨¢ a recomponerse los rizos plateados, adoptar¨¢ la m¨¢scara id¨®nea, y marcar¨¢, con el me?ique de nuevo alzado, el n¨²mero del primer ministro para hacer lo que convenga. Raz¨®n de Estado, y una ense?anza ¨²ltima y prof¨¦tica para Blair: "Un d¨ªa, de repente y sin avisar, tambi¨¦n caer¨¢ sobre usted la hostilidad p¨²blica". Resuelto el caso m¨¢s endiablado de su carrera, la inspectora Mirren dobla en su armario la gabardina y el manto real para arropar todos los premios del universo m¨¢s uno, el m¨¢s desnudito.
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