Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez, ochenta a?os de soledad
Me llam¨® por tel¨¦fono un d¨ªa de abril.
-Quiero que me presentes a Su¨¢rez. Felipe dice que es alguien digno de conocer.
A Adolfo le entusiasm¨® tanto la idea que cancel¨® una cita previa. Pocas horas m¨¢s tarde nos encontr¨¢bamos los tres en torno a una mesa de un restaurante nouvelle cuisine. Gabo llev¨® un ejemplar de Cien A?os de Soledad, y se lo dedic¨® al expresidente.
-Ah¨ª tienes -coment¨¦ yo-: el Quijote del siglo XX.
Garc¨ªa M¨¢rquez dobl¨® la servilleta, incorpor¨® el torso sobre el asiento y sonri¨® con
malicia mientras me correg¨ªa.
-Te equivocas, ¨¦se es el que va a salir ahora.
Se refer¨ªa a El amor en los tiempos del c¨®lera. Pero no. ?ste es, desde luego, un libro de una belleza turbadora, un cl¨¢sico de la literatura del g¨¦nero, digno de figurar junto a la obra de Virgilio o del Arcipreste. Cien A?os de Soledad resulta, en cambio, un texto implacable, una epopeya sofocante impregnada de un nihilismo atroz, por dif¨ªcil que sea descubrirlo en medio de su abismal relato. Su lectura constituye, as¨ª, un aut¨¦ntico viaje de la nada hacia la nada, del cero al infinito, en el que nuestras vidas, y las vidas de los otros, se confunden con las estirpes condenadas a los cien, a los mil, a los millones de a?os de soledad, condici¨®n a la vez proteica e inmutable de la existencia.
Llegamos a una Managua destruida por el terremoto y exaltada por el triunfo sandinista
Padece una curiosidad casi enfermiza por los protagonistas del poder, a los que se acerca sin reverencia
"Por un lado, mis amigos; por otro, el resto del mundo, con el que mantengo poco contacto"
Gabo ha superado sus dos m¨¢s dif¨ªciles pruebas: el Nobel a edad temprana y una enfermedad insidiosa
Aprendimos, gracias a los escritores de la otra orilla, lecciones morales que nos vetaba el franquismo
La sobremesa con Adolfo Su¨¢rez se prolong¨® durante horas. Hablamos mucho de pol¨ªtica y menos de literatura. El poder es un tema reiterativo y constante en las conversaciones con Gabo, "quiz¨¢ porque en el fondo lo detesto, aunque nadie me vaya a creer". Meses atr¨¢s hab¨ªamos estado juntos en Nicaragua, acompa?ando a Fidel Castro para asistir a la toma de posesi¨®n de Daniel Ortega como jefe del Estado. Hicimos el viaje en el avi¨®n del comandante, desde el que intercambiamos mensajes con el presidente Betancur de Colombia, y llegamos a una Managua destruida por el terremoto y exaltada por el triunfo de los sandinistas, cuyas milicias juveniles, armadas hasta las cejas, recorr¨ªan las calles de la capital en una abigarrada procesi¨®n de veh¨ªculos de campa?a. A la tarde del siguiente d¨ªa nos acercamos a la inauguraci¨®n de un ingenio azucarero construido con ayuda cubana, donde Fidel habr¨ªa de dar un discurso inaugural de seis u ocho horas, con descanso incluido para visitar los urinarios y tomar un tentempi¨¦. Nuestro conductor equivoc¨® el camino y hubimos de apearnos del coche por ver de encontrar alguna orientaci¨®n. Est¨¢bamos en medio de una llanura dorada y verde, bajo el azul pastoso del cielo del Caribe, y hac¨ªa un calor de injusticia, que soportamos con terquedad hasta que finalmente divisamos, a lo lejos, la ruidosa polvareda de la comitiva presidencial. El cine de Hollywood no podr¨ªa imaginar un mejor escenario. Decenas de pesados haigas negros se dirig¨ªan hacia nosotros a velocidad considerable, guiados por la terca convicci¨®n de quien conoce sin posibilidad de error el destino al que se dirige. Decidimos dejarles pasar para perseguir despu¨¦s su estela, y el cortejo nos rebas¨® en un suspiro, mezclando el aire poroso de la campi?a con la tierra que levantaban los neum¨¢ticos y la negra fumata de los tubos de escape. Quedamos casi extasiados. "He ah¨ª el poder", sentenci¨® Gabriel, para a?adir despu¨¦s: "?Te imaginas c¨®mo ser¨ªa durante el Imperio Romano?". Hablando de romanos, a su amigo Plinio Apuleyo, que cuando menos ten¨ªa nombre de proc¨®nsul, Gabo le hab¨ªa dicho a?os atr¨¢s que "el poder absoluto es la realizaci¨®n m¨¢s alta y m¨¢s completa del ser humano, y por eso resume a la vez toda su grandeza y toda su miseria" . No se puede comprender, por lo mismo, la relaci¨®n de Garc¨ªa M¨¢rquez con Fidel Castro si no se atiende a la singular y ambivalente consideraci¨®n que el poder pol¨ªtico le inspira. La conversaci¨®n con Su¨¢rez vers¨® precisamente sobre ello, si mal no me acuerdo, y sobre la capacidad de transformar la realidad que tienen los gobernantes, aunque sean muchas veces m¨¢s perdurables los efectos del cambio que promueven los escritores. Adolfo hab¨ªa sido descabalgado de la presidencia por un pu?ado de militares y la ruindad de sus propios seguidores, con lo que tuvo que emprender su particular traves¨ªa del desierto al frente de los restos de la UCD, reconstruida en el Centro Democr¨¢tico y Social. De modo que, a esas alturas, no era para nada comparable a los emperadores, pero s¨ª exhib¨ªa un instinto de poder que s¨®lo los pol¨ªticos de envergadura son capaces de mostrar. Lo hac¨ªa sin alharacas, con la arrogancia humilde de los vencidos y la experiencia de quien hab¨ªa gobernado nuestro pa¨ªs en las m¨¢s dif¨ªciles de las circunstancias.
El caso es que se cayeron bien y firmamos un pacto expreso de que, en adelante, en cuantas visitas hiciera Gabo a Madrid, nos reunir¨ªamos los tres para conspirar en cualquier restaurante de moda, con la sana intenci¨®n de que nos vieran. Cuanta m¨¢s gente, mejor. Cumplimos el acuerdo durante a?os, pr¨¢cticamente hasta la llegada a La Moncloa de Jos¨¦ Mar¨ªa Aznar. Poco antes de tan desdichada an¨¦cdota, y cuando ya se barruntaba el relevo en la presidencia del Gobierno espa?ol, le pregunt¨¦ a Garc¨ªa M¨¢rquez si quer¨ªa que le presentara al l¨ªder derechista. "No me interesa lo m¨¢s m¨ªnimo", me contest¨®, con lo que no insist¨ª ni ped¨ª m¨¢s explicaciones. Tiempo despu¨¦s, Gabo y Carlos Fuentes acudieron a cenar con Clinton, invitados por William Styron en su casa de Martha's Vineyard. Al despedirse, el presidente americano le pregunt¨® si conoc¨ªa a Aznar y qu¨¦ opini¨®n ten¨ªa de ¨¦l. "I don't like him", respondi¨®. No s¨¦ si pensaba que en aquel caso pesaba m¨¢s la cara oculta del poder, sus aspectos miserables, que el brillo de su ejercicio. Probablemente cometi¨® el mismo error que muchos al menospreciar al hombrecillo del bigote, art¨ªfice del regreso a la crispaci¨®n en la vida pol¨ªtica espa?ola. De todas maneras, el poder en Europa ha perdido mucha prestancia en las ¨²ltimas d¨¦cadas y apenas sirve ya para hacer literatura. Quiz¨¢ Sarkozy, cuando gane las elecciones, pueda volver a poner estas cosas en su sitio.
Habr¨¢ que a?adir que es, sobre todo, el poder pol¨ªtico el que interesa a Gabo, y no en cualquiera de sus formas. Padece una curiosidad casi enfermiza por el comportamiento de sus protagonistas, a los que se acerca sin la reverencia y con la ingenuidad de quien nada pide ni necesita, como no sea que se trate de mediar en favor de un tercero. Felipe Gonz¨¢lez, Betancur, Ricardo Lagos, Torrijos, Clinton, son algunos de los l¨ªderes a los que ha tratado con m¨¢s o menos regularidad. ?l fue quien me present¨® a Salinas de Gortari al rato de que ¨¦ste accediera a la Silla del ?guila, y quien me introdujo tambi¨¦n ante Fidel Castro. Con ambos he pasado horas a bordo de un avi¨®n y asistido a cenas interminables en las que el caf¨¦ de la sobremesa se serv¨ªa a la hora del desayuno, por lo que he sido testigo del trato a la vez desinhibido y respetuoso que se prodigan. Quienes critican a Gabo su relaci¨®n con el comandante desconocen el significado de la amistad en las tierras calientes y olvidan la pasi¨®n revolucionaria que enriqueci¨® la literatura latinoamericana en la d¨¦cada de los sesenta. Para los j¨®venes de entonces, la Revoluci¨®n Cubana era una de las pocas cosas en las que se pod¨ªa creer, y quien no haya vivido por s¨ª mismo esa experiencia dif¨ªcilmente podr¨¢ entender la huella emocional que el castrismo imprimi¨® entre los intelectuales y artistas de todo el mundo. Garc¨ªa M¨¢rquez me ha explicado en repetidas ocasiones, con n¨ªtida concreci¨®n, su identificaci¨®n con Fidel Castro: "Viene precisamente de la convicci¨®n que tengo de que lo que hay que buscar es un camino latinoamericano, que se puede encontrar. Fidel ha abierto una gran brecha en ese sentido. Adem¨¢s desarroll¨¦ una amistad personal con ¨¦l que sigui¨® otro rumbo, inclusive divergente del pol¨ªtico: donde empiezan los desacuerdos de ese g¨¦nero comienza otro tipo de afinidades humanas y de comprensi¨®n de la situaci¨®n cubana".
A mi regreso de aquel viaje a La Habana y Managua escrib¨ª en EL PA?S un par de art¨ªculos y publiqu¨¦ una conversaci¨®n con Fidel, quien se mostr¨® m¨¢s que molesto por los juicios que sobre ¨¦l emit¨ªa. Tad Shulz, un corresponsal de The New York Times autor de la mejor biograf¨ªa del dictador de cuantas se han publicado, me trajo a?os despu¨¦s un recado que expresaba todav¨ªa el malestar del dirigente cubano, y muchas veces Gabo me ha hecho parecidos comentarios. Pienso que el poder, en cualquier caso, puede llevar el nombre de Bol¨ªvar o P¨¦rez Jim¨¦nez, el de Per¨®n o Trujillo, el de Franco o Salazar. Todos ellos fueron arbitrarios y brutales, pero algunos m¨¢s avorazados y brillantes que otros, incapaces de esconder su mediocridad pese a que trataron de ocultarla tras el terror que desataron. Lo que, sin embargo, iguala a los poderosos es la soledad en la que se ven sepultados. "Un dictador est¨¢ rodeado de intereses y personas cuyo prop¨®sito ¨²ltimo es aislarlo de la realidad", dijo Garc¨ªa M¨¢rquez al periodista Peter H. Stone en 1981. Gabo es uno de los pocos puentes que quedan entre la realidad y Fidel.
Un escritor es, seg¨²n se mire, alguien tambi¨¦n muy poderoso. No en funci¨®n de la cantidad de gente que le lee, sino porque es capaz, como los pol¨ªticos, de transformar el mundo. Y hacerlo s¨®lo a base de adoptar un punto de vista diferente. La soledad es igualmente una condici¨®n indispensable de la creaci¨®n art¨ªstica, y esa sensaci¨®n de aislamiento, casi de naufragio, se produce incluso en medio de la m¨¢s estruendosa agitaci¨®n. Los primeros relatos de Gabo se escribieron a deshoras en las redacciones de El Universal y El Espectador, cuyo ambiente de agitaci¨®n no restaba un ¨¢pice al sentimiento de soledad que el narrador padece ante el folio en blanco incrustado en la m¨¢quina de escribir, sea mec¨¢nica o electr¨®nica. Por lo dem¨¢s, estamos ante un oficio individualista. No hay nada menos democr¨¢tico que el acto de crear, una palabra tan reservada a las capacidades divinas que permite endiosarse a cualquier mequetrefe dispuesto a emborronar un par de p¨¢ginas. Las cosas suceden en las novelas como el autor decide, y s¨®lo est¨¢ limitado a veces por las opiniones de sus personajes, pero ¨¦stos son menos aut¨®nomos cuanta mayor es la destreza del novelista. De todas formas, uno siempre escribe para que le lean los otros, muchos o pocos, y Gabo ha confesado cantidad de veces que ¨¦l lo hace fundamentalmente pensando en sus amigos, con los que guarda una relaci¨®n casi mafiosa, "porque mi sentido de la amistad es tal que resulta un poco el de los g¨¢nsteres: por un lado, mis amigos; por otro, el resto del mundo, con el cual tengo muy poco contacto". Es para sus amigos, entre los que jubilosamente me encuentro, para quien Garc¨ªa M¨¢rquez ha escrito siempre, porque es con ellos con los ¨²nicos con quienes ha podido horadar la muralla de la soledad. "Soy un ser solitario y triste. Contra lo que pueda parecer, eso es muy del Caribe". Dicha soledad se hizo m¨¢s grande y pavorosa cuando le lleg¨® la fama. "A mi madre no le gustaba que me dieran el Nobel. Dec¨ªa que si a uno le pasa eso, se muere enseguida". Pero lo del premio era algo cantado. Cuando sucedi¨®, Cien A?os de Soledad ese hab¨ªa vendido ya por millones de ejemplares y el ¨¦xito persigui¨® a su autor hasta casi destruirle. Ahora, a sus inminentes ochenta a?os, Gabo puede decir que ha superado con bien las dos m¨¢s dif¨ªciles pruebas de su vida: la lucha contra una enfermedad insidiosa, recurrente, y la concesi¨®n a edad temprana del galard¨®n que lleva el apellido del inventor de la dinamita. La primera victoria le ha costado renuncias serias, sobre todo en lo que concierne a la gastronom¨ªa, pues s¨®lo hay una cosa que le guste a Garc¨ªa M¨¢rquez tanto o m¨¢s que conversar, que es el comer, y ha disfrutado por mucho tiempo del privilegio de un est¨®mago acorde con su poco disimulada glotoner¨ªa. Para defenderse del Nobel y sus consecuencias no tuvo otro remedio que seguir empe?ado en escribir buenos libros. El pen¨²ltimo fue un tomo de memorias (Vivir para contarla), una especie de Amad¨ªs de Gaula de nuestro siglo, un moderno libro de caballer¨ªas en donde al h¨¦roe le est¨¢ todo permitido. El padre de Gabriel sol¨ªa decir que "Gabito ha sido siempre muy mentiroso". "Yo soy piscis", comenta ¨¦l, "y una caracter¨ªstica de los piscis es que se creen todo lo que dicen. En mi caso, hubo una ¨¦poca en que eso era as¨ª. Y de tanto cre¨¦rmelo result¨® que era cierto". Tambi¨¦n ha explicado con frecuencia que en periodismo, un solo hecho falso perjudica toda la obra, mientras que en la ficci¨®n un solo hecho verdadero la legitima. "Un novelista puede hacer lo que se le antoje siempre que la gente le crea". Vivir para contarla es, en cualquier caso, uno de los mejores relatos de ficci¨®n de Gabo, cuyas facultades de narrador desbordan sus capacidades de memorialista. Al fin y al cabo, las cosas son como uno recuerda que fueron, y el protagonista de El oto?o del patriarca dice que no importa si un hecho no es cierto, porque ya lo ser¨¢ en alg¨²n momento futuro.
Estos ochenta a?os de soledad de Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez se le han hecho sin duda m¨¢s llevaderos gracias al soplo mineral -"terco y profundo", como lo califiqu¨¦ en su d¨ªa- de su mujer, Mercedes Barcha, que le guard¨® la ausencia en la juventud, cuando Gabo emigr¨® a Europa para ganarse la vida cantando boleros en el Barrio Latino de Par¨ªs. Mercedes padece, aun m¨¢s que su marido, la pasi¨®n por las conspiraciones, amorosas, literarias, pol¨ªticas o de cualquier otro g¨¦nero, y ambos disfrutan procurando con ellas el bien de los dem¨¢s. La Gaba es el contrapunto f¨¦rreo, definitivo y s¨®lido con que ha contado Garc¨ªa M¨¢rquez desde que era un adolescente. Es imposible imaginarse al uno sin el otro, y su historia com¨²n resulta a¨²n mucho m¨¢s tierna y convincente que la de los tiempos del c¨®lera, inspirada en los amores juveniles de los padres de Gabo. Cartagena de Indias, sede del pr¨®ximo Congreso Internacional de la Lengua Espa?ola, es el escenario m¨¢gico y real en donde se desarrolla la novela de referencia y va a ser tambi¨¦n el lugar donde el conjunto de Academias de nuestra lengua, junto a una nutrida representaci¨®n de la vida cient¨ªfica, literaria y pol¨ªtica iberoamericana, rinda homenaje a la lucidez y el entusiasmo vital de un Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez octogenario. All¨ª va a presentarse ante la comunidad internacional una edici¨®n especial de Cien A?os de Soledad, corregida de pu?o y letra por el autor, que ha fijado definitivamente el texto de la novela. Es la segunda entrega de una saga que comenz¨® con la edici¨®n conmemorativa del cuarto centenario del Quijote y que a¨²na as¨ª, bajo un mismo sello y con id¨¦ntico ¨¦nfasis, las dos obras m¨¢s legendarias, las m¨¢s difundidas y elogiadas, de cuantas se han escrito en toda la historia de nuestra lengua. ?lvaro Mutis, Mario Vargas Llosa y Carlos Fuentes son los prologuistas de lujo elegidos para la ocasi¨®n. Los tres han jugado un papel singular en la vida de Gabo, como escritores y como personas. Su conjunci¨®n en este aniversario nos trae a la memoria los buenos tiempos del boom de la novela latinoamericana cuando, hace m¨¢s de cuarenta a?os, los espa?oles aprendimos, gracias a los escritores de la otra orilla del oc¨¦ano, las lecciones morales y est¨¦ticas que nos vetaba el franquismo. Pudimos de ese modo rebelarnos contra el aislamiento de nuestra propia estirpe, condenada, como la de Aureliano Buend¨ªa, a la soledad perpetua dictada por el gesto adusto y miserable del poder.
El poder
Gabo dijo que "el poder absoluto es la realizaci¨®n m¨¢s alta y m¨¢s completa del ser humano, y por eso resume a la vez toda su grandeza y toda su miseria".
"Aznar no me interesa"
Cuando ya se barruntaba el relevo en el Gobierno espa?ol, le pregunt¨¦ a Garc¨ªa M¨¢rquez si quer¨ªa que le presentara a Aznar. "No me interesa lo m¨¢s m¨ªnimo", me contest¨®.
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