"?D¨®nde est¨¢ mi padre?"
En la Libia del coronel Gaddafi, durante el sangriento caos de finales de los a?os setenta, las autoridades, cargadas de fervor revolucionario, a?adieron el nombre de mi padre a una lista de personas buscadas para someterlas a un interrogatorio. En aquel momento, mi padre estaba en el extranjero, y sus amigos le enviaron el mensaje de que no regresara. Mi madre, mi hermano Ziad y yo todav¨ªa est¨¢bamos en Libia. Durante esta ¨¦poca, el pa¨ªs se preparaba para su injusta guerra en el vecino Chad, y mis padres decidieron que toda la familia deb¨ªa marcharse, as¨ª que mi madre empez¨® a planificar nuestra huida. Yo ten¨ªa ocho a?os, y le llevar¨ªa un a?o sacarnos de all¨ª.
Desde el golpe de Estado de Gaddafi en 1969, que se produjo sin derramamiento de sangre, en nueve a?os el l¨ªder hab¨ªa cambiado el color de la bandera nacional dos veces; hab¨ªa redise?ado la divisa nacional para enga?ar a la gente y que ¨¦sta entregara su dinero, y hab¨ªa agotado la buena voluntad de la ciudadan¨ªa, que en un principio hab¨ªa recibido esta nueva era republicana con los brazos abiertos. Ahora, el nuevo r¨¦gimen penetraba en todas las esferas de la vida p¨²blica: implant¨® comit¨¦s revolucionarios en todas las instituciones y organizaciones, subyug¨® a la prensa, desmantel¨® uno de los sindicatos de estudiantes universitarios m¨¢s progresistas e independientes del mundo ¨¢rabe poscolonial, ejecut¨® a sus l¨ªderes en plazas p¨²blicas y encarcel¨® a cientos de sus miembros. La persecuci¨®n social fue cada vez m¨¢s intensa, hasta que el ¨²nico lugar en el que los libios pod¨ªan hacer su vida sin ser observados era dentro de sus casas.
Uno de los sirvientes dijo que un hombre quer¨ªa hablar con mi padre. ?l se dirigi¨® hacia la puerta y nunca volvi¨®
Mi padre no est¨¢ encarcelado, pero no es libre; no est¨¢ muerto, pero tampoco est¨¢ vivo. Mi p¨¦rdida no me trae la paz
M¨¢s tarde se orden¨® al ej¨¦rcito que visitara todas las librer¨ªas y bibliotecas de Tr¨ªpoli, armado con una larga lista de t¨ªtulos para confiscar. Se prendi¨® fuego a miles de libros en una de las plazas p¨²blicas. Y de este modo comenz¨® un proceso habitual entre las dictaduras de todo el mundo: la reescritura de la historia, la redefinici¨®n del presente y una singular visi¨®n del futuro.
Familias como la m¨ªa -cultas, adineradas e internacionalistas- eran consideradas “burguesas”, “anticuadas” u “obst¨¢culos para la marcha”. Por eso se incluy¨® el nombre de mi padre en la lista. Intentaban localizar a mi padre, y cre¨ªan que la mejor forma de capturarle era esperar su inevitable regreso a Tr¨ªpoli junto a su familia. As¨ª que nos negaron el permiso para viajar.
Parte de m¨ª se preguntaba si mi padre no habr¨ªa empezado realmente una nueva vida en alg¨²n lugar. Me imaginaba conociendo alg¨²n d¨ªa a un hermanastro de pelo rubio y ojos azules: un europeo en cuyo rostro ver¨ªa algo de mi padre y, por tanto, de m¨ª mismo. Me imaginaba a mi padre y a su nueva familia en Suiza. Hab¨ªamos pasado varios veranos all¨ª, hosped¨¢ndonos en Montreux, visitando los Alpes cubiertos de nieve y el lago Como. Para un chico norteafricano, Suiza era el lugar m¨¢s ex¨®tico de la Tierra, as¨ª que en aquel momento me divert¨ªa imaginarme a un segundo yo viviendo all¨ª con mi padre y su nueva mujer suiza, que, aparte del pelo rubio, era exactamente igual que mi madre.
Una tarde, mi madre nos pidi¨® que hici¨¦semos las maletas. “Nos vamos unas semanas a la playa mientras los decoradores trabajan en casa”, dijo. “Llevad s¨®lo las cosas de valor”. Cuando le pregunt¨¦ a qu¨¦ se refer¨ªa, contest¨®: “Las cosas que m¨¢s quieres”.
De camino al aeropuerto, mi hermano Ziad lloraba; no pod¨ªa entender por qu¨¦ no estaba tan emocionado como yo ante la perspectiva de montar en un avi¨®n. Los agentes de inmigraci¨®n no se creyeron la historia de mam¨¢. Recuerdo lo sereno y violento que era su silencio -su terror era palpable- mientras regres¨¢bamos a la vida que acab¨¢bamos de abandonar.
Muammar el Gaddafi es ¨²nico entre los dictadores, en el sentido de que tiene pocas creencias firmes, una posici¨®n que le ha otorgado un extraordinario instinto de supervivencia. As¨ª, en 1979, meses despu¨¦s de que el nombre de mi padre apareciera en una lista de personas buscadas, a los empresarios exiliados como mi padre se les prometi¨® una repentina amnist¨ªa. Incapaz de seguir viviendo alejado de nosotros, pap¨¢ decidi¨® correr el riesgo y regres¨® a Tr¨ªpoli. No fue detenido, pero le confiscaron el pasaporte. Por fin, los cuatro volv¨ªamos a estar juntos.
El a?o que hab¨ªa pasado en el extranjero ense?¨® a mi padre que vivir sin tu pa¨ªs es una especie de muerte diaria, que el exilio es en esencia un lamento eterno. Sin embargo, a pesar del regreso de mi padre, mi madre segu¨ªa convencida de que ten¨ªamos que irnos. A las pocas semanas de su vuelta, mi madre empez¨® a planear nuestro viaje. Sus ansias de vivir, su amor por la luz, su determinaci¨®n de que vivi¨¦ramos en libertad y con pleno control sobre nuestra voluntad prevaleci¨® e inspir¨® en Ziad y en m¨ª una apertura al mundo que hoy d¨ªa da fe de la sensatez de su criterio. Vivir¨¦ eternamente en deuda con la serena voluntad con la que mi madre gui¨® nuestro barco fuera de la Libia de Gaddafi. De camino al aeropuerto, pap¨¢ no abri¨® la boca. Nos march¨¢bamos de Libia sin ¨¦l. Deb¨ªa de saber lo que tardar¨ªa en poder reunirse con nosotros.
Ahora que pap¨¢ hab¨ªa vuelto, el agente de inmigraci¨®n del aeropuerto internacional de Tr¨ªpoli nos permiti¨® subirnos al avi¨®n rumbo a Nairobi, donde viv¨ªa el hermano de mi madre.
Kenia fue el ant¨ªdoto perfecto, un para¨ªso exuberante en el que la tierra es roja y las hojas son tan anchas como una s¨¢bana. Tambi¨¦n era un lugar en el que pod¨ªas conseguir los ¨²ltimos discos de Michael Jackson, que entonces me parec¨ªa una cuesti¨®n de suma importancia. Mi t¨ªo hizo que nuestra escapada pareciesen unas vacaciones. Pero a medida que se hac¨ªa patente que nuestro padre no se reunir¨ªa con nosotros en un futuro pr¨®ximo, mam¨¢ se dio cuenta de que nos ten¨ªa que buscar casa y escuela. Pap¨¢ nos envi¨® los detalles de un socio que ten¨ªa en Egipto y que le deb¨ªa una considerable suma de dinero.
El Cairo era la opci¨®n l¨®gica. No s¨®lo era una vibrante capital ¨¢rabe, sino que mi familia ten¨ªa amigos all¨ª. Sin embargo, el socio de mi padre s¨®lo nos pod¨ªa devolver el dinero poco a poco, as¨ª que viv¨ªamos en un espartano piso de la capital que agrav¨® nuestra a?oranza por la hermosa casa que hab¨ªamos dejado en Tr¨ªpoli.
Un a?o despu¨¦s de llegar a El Cairo, cuando yo ten¨ªa 10 a?os y Ziad 14, los tres colgamos adornos y nos sentamos a la mesa del comedor escribiendo con gruesas letras may¨²sculas en una tarjeta de colores: “Bienvenido a casa, querido padre”. Recortamos corazones, flores y mariposas y las pegamos en la puerta de la entrada del piso. Nos pasamos todo el d¨ªa limpiando las habitaciones. Pap¨¢ por fin hab¨ªa logrado escapar y estaba en camino.
Cuando llegamos al aeropuerto para reunirnos con ¨¦l, el lugar estaba abarrotado. Hab¨ªa familias enteras recibiendo a familiares que regresaban. Recuerdo que me abr¨ª paso por el bosque de piernas, nervioso por si no reconoc¨ªa a mi padre. Fui el primero en divisarle. En los 12 meses m¨¢s o menos que hab¨ªamos estado separados, se le hab¨ªa encanecido el pelo y su rostro parec¨ªa muy envejecido. Llevaba un traje oscuro y un espectacular abrigo de piel negro que le llegaba hasta los tobillos. Le segu¨ªan dos mozos que empujaban enormes ba¨²les negros. En su trayecto desde Libia, pap¨¢ hab¨ªa ido directamente a Roma, hab¨ªa sacado dinero de su cuenta bancaria y hab¨ªa comprado todo lo necesario para una nueva vida.
En El Cairo, pap¨¢ inici¨® su labor pol¨ªtica en serio: escrib¨ªa contra el r¨¦gimen libio y movilizaba a las diversas facciones de la resistencia libia exiliada para que se unieran con el fin de derrocar el r¨¦gimen. Todos intentamos convencerle de que no siguiera por ese camino.
Ahora, ¨¦l y mi madre, que hab¨ªan sido muy sociables en los primeros a?os de exilio, llevaban una vida m¨¢s tranquila, y daban largos paseos matutinos. Ziad y yo abandonamos El Cairo para ir a la universidad en Londres. Entonces, un d¨ªa todo cambi¨®. Mi madre estaba poniendo la mesa cuando uno de los sirvientes entr¨® en el comedor y dijo que hab¨ªa un hombre que quer¨ªa hablar con pap¨¢. Mi padre se dirigi¨® hacia la puerta y nunca volvi¨®.
Los dos primeros a?os, el servicio secreto egipcio nos asegur¨® que le ten¨ªa en El Cairo, y que s¨®lo nuestro silencio pod¨ªa garantizar su liberaci¨®n inminente. “Si montan un esc¨¢ndalo no podemos asegurarles nada”. Les cre¨ªmos y seguimos haciendo el trayecto diario hasta su cuartel general, una serie de chal¨¦s cuadrados a la sombra de los eucaliptos situados en uno de los barrios residenciales de El Cairo. Cada d¨ªa nos dec¨ªa lo mismo el mismo hombre gordinfl¨®n que estaba sentado tras una gran mesa, con su tremendo peso hundido en una butaca reclinable y la alfombra de rigor para la oraci¨®n expuesta en el respaldo. “Se encuentra bien. Deben ser pacientes. Es por su propio bien. Cruz¨® la l¨ªnea, fue demasiado lejos. Libia es nuestro vecino”.
Nos tuvieron en este estado de incertidumbre durante tres a?os, hasta que una ma?ana lleg¨® a casa una carta, escrita con la pulida letra de pap¨¢ y sacada clandestinamente de la conocida c¨¢rcel pol¨ªtica de Abu Sleem, en Tr¨ªpoli, que nos entreg¨® en mano un tembloroso joven amigo de mi padre que la hab¨ªa llevado a trav¨¦s de la frontera. Cuando entr¨® en casa se dirigi¨® al equipo de m¨²sica y subi¨® el volumen. Abraz¨® a mam¨¢ y le susurr¨® al o¨ªdo. Ten¨ªa algo blanco en la mano. Me pareci¨® que era papel higi¨¦nico. Se lo puso en la mano a mam¨¢, pero luego no la soltaba. Ambos lloraban.
Era una sola hoja de papel doblada varias veces. Ofrec¨ªa un relato con todo detalle de lo que le hab¨ªa sucedido desde su desaparici¨®n. Unos agentes del servicio secreto egipcio se hab¨ªan llevado a pap¨¢ de su casa en El Cairo y le hab¨ªan entregado a sus hom¨®logos libios. El mismo d¨ªa se hab¨ªan llevado a Izat Yusef al Maqrif, otro disidente libio que por aquel entonces viv¨ªa en El Cairo. Los metieron a los dos en un coche. Hab¨ªan empapelado las ventanillas con peri¨®dicos amarillentos. Al cabo de un rato empez¨® a escuchar un zumbido que se intensificaba a medida que el coche cog¨ªa velocidad. El autom¨®vil se detuvo, y cuando se abri¨® la puerta del acompa?ante, mi padre vio que se encontraba bajo la gigantesca panza de un avi¨®n. Tres horas despu¨¦s estaba en Tr¨ªpoli.
A¨²n hoy, cada vez que llaman a la puerta podr¨ªa ser mi padre. Pero la ¨²nica forma en que se presenta sin avisar es en sue?os. Sue?o con ¨¦l a menudo. A veces aparece de joven; otras, herido por los torturadores de la prisi¨®n. Recientemente, su visita fue tan gr¨¢fica que todav¨ªa no me he recuperado. Era un anciano de la edad que deber¨¢ tener por ahora, y mostraba la reticencia propia de alguien acostumbrado a la soledad. Hablaba poco y con cortes¨ªa, como har¨ªa otro pasajero en un tren para pasar el rato. Cuando le puse la mano en el hombro se qued¨® en silencio. Me despert¨¦ e hice varios intentos infructuosos de regresar al sue?o.
A veces me parece que yo tambi¨¦n estoy encarcelado con ¨¦l. En 16 a?os, mi padre no ha sido juzgado ni se ha permitido a su familia conocer su paradero. No he recibido una sola carta suya en 11 a?os. Por el contrario, me he visto atrapado entre dos opciones terribles: si expreso mi opini¨®n podr¨ªa poner en riesgo su seguridad, y si callo soy c¨®mplice del delito que sus cautivos han cometido contra ¨¦l.
En marzo de 2006, un grupo de disidentes libios celebr¨® una conferencia internacional en la Red para conmemorar el 16? aniversario de los secuestros de mi padre e Izat al Maqrif. Ziad, mi madre y yo desconfi¨¢bamos. Con los a?os, muchas facciones han querido reivindicar a mi padre para servir a sus fines. Aun as¨ª, aceptamos intervenir.
En la conferencia participaron 350 personas de todo el mundo. Hab¨ªa un moderador y unos cuantos oradores clave, que conoc¨ªan a pap¨¢ o sab¨ªan de ¨¦l. Se oy¨® una voz reposada. Al principio no estaba seguro de si la voz del orador era ronca o si susurraba deliberadamente. Dijo que nunca hab¨ªa conocido a “Jabala Matar”, pero quer¨ªa que todo el mundo supiera que “su sacrificio no ha ca¨ªdo en el olvido”. Luego, su voz se volvi¨® pr¨¢cticamente inaudible cuando susurr¨®: “Disculpen este breve mensaje, pero hablo desde un cibercaf¨¦, as¨ª que adi¨®s”.
Con la primera carta -la primera de s¨®lo dos-, fechada en 1992 y recibida en 1998, pap¨¢ tambi¨¦n hab¨ªa logrado sacar clandestinamente una grabaci¨®n en cinta. Era la primera vez en tres a?os, desde que fue secuestrado, y la ¨²ltima que escuchamos su voz. Guardo una copia en el caj¨®n de mi escritorio, pero procuro no escucharla. De vez en cuando flaqueo y la pongo. S¨®lo he conseguido o¨ªrla entera cinco veces en los ¨²ltimos 13 a?os.
“A veces pasaba un a?o sin ver el sol o sin que me dejaran salir de esta celda”, era una de las cosas que susurraba. Dos a?os despu¨¦s de su primera experiencia en una celda, las condiciones de encarcelamiento mejoraron. Describ¨ªa el nuevo calabozo que compart¨ªa con Izat al Maqrif. “Tiene seis metros cuadrados. En un rinc¨®n hay un retrete. El resto est¨¢ vac¨ªo. Por supuesto, esto ha sido dise?ado para seis u ocho personas, aunque meten a muchas m¨¢s, hasta 18. Pero como no quieren que nadie nos conozca ni se mezcle con nosotros, podemos vivir aqu¨ª solos, lo cual l¨®gicamente es un lujo por el que muchos nos envidian. Es una caja de cemento con una puerta met¨¢lica por la que no parece pasar el aire y con tres ventanas situadas a una altura de tres metros y medio. En cuanto a los muebles, son Luis XVI”, dice con una sonrisa ir¨®nica audible en su voz (tambi¨¦n es un chiste privado, porque siempre hab¨ªa preferido los muebles italianos modernos), “viejos colchones rasgados e infestados de insectos, y s¨¢banas de la peor clase fabricadas en la regi¨®n. Y aqu¨ª el mundo est¨¢ vac¨ªo”.
En 1996 se produjo una masacre en la prisi¨®n de Abu Sleem. Desde el crep¨²sculo del 28 de julio de 1996 hasta el amanecer del d¨ªa siguiente, las autoridades libias abatieron a disparos a m¨¢s de 1.300 prisioneros pol¨ªticos. La noticia de la masacre no se filtr¨® fuera de Libia hasta 2002. Mi padre envi¨® su ¨²ltima carta desde all¨ª en 1995.
He fantaseado con la justicia, pero nunca con la venganza. Jam¨¢s he so?ado con comportarme con Gaddafi como ¨¦l se ha portado con tantos libios. Dictadores como ¨¦l pueden robar propiedades, encarcelar, torturar y asesinar, pero no deber¨ªamos permitirles que nos despojaran de nuestra humanidad.
?C¨®mo se libra uno de convertirse en un s¨ªmbolo o una v¨ªctima? ?C¨®mo mantenerse entero y desprovisto de odio, y aun as¨ª fiel a nuestra memoria?
La vida trata de instruirnos en la p¨¦rdida: que uno todav¨ªa pueda hallar la paz en la irrevocabilidad de la muerte. Y aun as¨ª, mi p¨¦rdida no me trae la paz. Mi padre no est¨¢ encarcelado, pero no es libre; no est¨¢ muerto, pero tampoco est¨¢ vivo. Mi p¨¦rdida se renueva, es insistente e incompleta.
Cuando se llevaron a pap¨¢, el mundo me pareci¨® vac¨ªo. Durante los dos primeros a?os, nuestro barco anduvo a la deriva, y luego encontramos el norte y aprendimos que la rapidez con la que uno retoma su vida no es un indicativo de lo profundo de su pesar.
Pap¨¢ dej¨® a tres personas. Ahora somos nueve: mi hermano y yo estamos casados, y Ziad tiene cuatro hijos. ?l y mi cu?ada bautizaron a su primer hijo Jabala por mi padre. Un d¨ªa, cuando Jabala ten¨ªa tres a?os, est¨¢bamos ¨¦l y yo solos en el coche esperando a que vinieran los dem¨¢s. En mitad del silencio me pregunt¨®: “T¨ªo, ?d¨®nde est¨¢ el abuelo?”. Todav¨ªa soy incapaz de responder a esa pregunta.
Lo que quiero es saber qu¨¦ le ocurri¨® a mi padre. Si est¨¢ vivo, deseo hablar con ¨¦l y verle. Si ha infringido la ley, deber¨ªa ser juzgado y tener la posibilidad de defenderse. Y si est¨¢ muerto, quiero saber c¨®mo, d¨®nde y cu¨¢ndo sucedi¨®. Quiero una fecha, un informe detallado y tambi¨¦n saber el lugar en el que est¨¢ su cad¨¢ver.
Hisham Matar es autor del libro ‘Solo en el mundo’, publicado en espa?ol por Salamandra, y en catal¨¢n (‘A la terra dels homes’), por La Magrana.
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