Una semana con Gabo
Antes de esa semana en Cocoyoc en 1980, me hab¨ªa pasado casi siete a?os conspirando con Gabo, casi siete a?os a partir de 1973, gracias al exilio y a Pinochet, junt¨¢ndome con ¨¦l, almorzando en su casa en Barcelona y cenando en el Pedregal de San ?ngel y sentados en los caf¨¦s de Par¨ªs y de Roma y hasta, creo, una vez en Estocolmo, y siempre conspirando y conjurando y complotando, siempre en busca de la manera m¨¢s expedita e imaginativa de deshacernos de las dictaduras que asolaban nuestra Am¨¦rica Latina.
?Qu¨¦ m¨¢s pod¨ªa desear un escritor latinoamericano, joven como lo era yo en esa ¨¦poca, que pasarse horas sobre horas en la compa?¨ªa del autor de Cien a?os de soledad? ?Era posible pedir algo m¨¢s, en medio de ese caudal de encuentros, Gabo abriendo sus libretas de contactos y Gabo respondiendo el tel¨¦fono en las madrugadas y Gabo entrevistando a figuras de la resistencia, siempre dispuesto a intervenir para salvar una vida, vencer una puerta, escribir un art¨ªculo? ?Era posible pedir algo m¨¢s?
No me lo hab¨ªa siquiera planteado, cuando el destino me depar¨® en agosto de 1980 la oportunidad de compartir con Gabo y una serie de otros escritores una semana entera en Cocoyoc como cojurados de un concurso literario sobre militarismo en Am¨¦rica Latina. Digo que el destino me depar¨® esa gracia, porque es una delicia narrar la propia vida con una frase t¨ªpica del mism¨ªsimo Garc¨ªa M¨¢rquez, pero la verdad es que la invitaci¨®n no provino del destino sino que de Julio Scherer, el legendario director de la revista Proceso, confabulado con mi editor de entonces, Willy Schavelzon, de Nueva Imagen. Y apenas me lleg¨® el convite, me di cuenta de lo que me hab¨ªa estado faltando a lo largo de esos siete a?os anteriores, se me revel¨® que, durante tantas sesiones apremiantes y amables con Gabo, acicateados por la urgencia de la pol¨ªtica, casi nunca hab¨ªamos tenido tiempo de hablar acerca de la literatura, aquellas obras que, en tiempos m¨¢s normales, hubieran sido tema cotidiano e incesante de conversaci¨®n.
Y no es que la semana que atravesamos en ese balneario mexicano fuera una inacabable tertulia est¨¦tica. El tema, para mal de nuestros pecados, era el militarismo en nuestra triste Am¨¦rica y no el modo en que Ch¨¦jov hac¨ªa fluir un cuento o la tierna violencia con que Cervantes trataba y maltrataba a sus personajes, pero La dama del perrito y El jard¨ªn de los cerezos y el Quijote y cantidad de otros libros nos rondaban, iban infiltr¨¢ndose en las pl¨¢ticas que acompa?aban comilonas y deliberaciones. C¨®mo no hablar de Kafka y Dante cuando discut¨ªamos la gran novela uruguaya de Carlos Mart¨ªnez Moreno, El color que el infierno me escondiera (que finalmente gan¨® el premio de narrativa), o los bordes imprecisos entre ficci¨®n y testimonio, fantas¨ªa y periodismo, cuando nos preguntamos si cab¨ªa en nuestra selecci¨®n el compendio de fotograf¨ªas, Con sangre en el ojo, del chileno Marcelo Montecino (que se llev¨® otro galard¨®n). Y no era tampoco que tuviera yo innumerables ocasiones para discutir S¨®focles con Gabo o La vor¨¢gine o las vicisitudes del thriller. Pero no est¨¢bamos solos, ¨¦l y yo, y a veces me bastaba con simplemente presenciar las escaramuzas de Gabo con Julio Cort¨¢zar, otro de los jurados, o la porf¨ªa y finura con que ¨¦l defend¨ªa un texto frente a Pablo Gonz¨¢lez Casanova o Ren¨¦ Zavaleta, me bastaba eso para sentir que, vagamente, iba acerc¨¢ndome a Garc¨ªa M¨¢rquez de una manera nueva.
Me llev¨¦ de esa semana, eso s¨ª, un recuerdo preciso e imperecedero. La primera noche en que llegamos est¨¢bamos tom¨¢ndonos un trago afuera de su cabina. Y not¨¦ que Gabo ten¨ªa bajo el brazo un manuscrito, y que no lo soltaba, que ni siquiera para beber o para servirse alg¨²n bocadillo, por nada del mundo quer¨ªa pone sobre la mesa esas hojas. Creo que esperaba que yo le preguntara qu¨¦ tra¨ªa, qu¨¦ misterioso y escaso bulto ocultaba, y no lo defraud¨¦ y se lo requer¨ª y ¨¦l sonri¨® en forma casi coqueta y ciertamente maliciosa y me dej¨® entrever el t¨ªtulo: Cr¨®nica de una muerte anunciada. Quise secuestrar esa novela de inmediato, olvidarme de los m¨²ltiples vol¨²menes que esperaban mi dictamen y benevolencia en mi habitaci¨®n, pero Gabo no me lo permiti¨®. "Las dos mujeres m¨¢s importantes de mi vida", sentenci¨®, refiri¨¦ndose a Mercedes, su esposa, y a Carmen Balcells, su agente, "han anunciado que me van a matar si dejo que este libro salga de mis manos antes de que se publique". Era una exageraci¨®n. Julio Scherer, que escuchaba en forma sagaz y algo bellaca nuestro di¨¢logo desde su silla bajo las palmeras, admiti¨® que ¨¦l hab¨ªa le¨ªdo ya esa cr¨®nica la noche anterior. Pero eso no me daba a m¨ª ning¨²n derecho ni tampoco esperanza, puesto que jam¨¢s se ha sabido de nadie decente que le haya negado algo a Scherer cuando ¨¦l lo solicita con su habitual pasi¨®n e intensidad. De manera que decid¨ª no insistir.
Y entonces, para mitigar mi desenga?o, Gabo me regal¨® una revelaci¨®n. ?l acababa de recibir, dijo, agregando que fue despu¨¦s de que hubiera terminado de escribir la novela, una copia de la autopsia del cad¨¢ver de Cayetano Gentile, el amigo suyo que en 1951 hab¨ªa sido ultimado a cuchillazos y cuya desamparada sombra y ventura exig¨ªa hace d¨¦cadas una narraci¨®n tenaz e inolvidable.
Gabo adelant¨® su cuerpo y baj¨® su voz, como si fuera a confidenciarme un secreto extraordinario.
-La ¨²nica herida mortal -dijo Garc¨ªa M¨¢rquez- la ten¨ªa el cad¨¢ver en la espalda, justo en la tercera v¨¦rtebra lumbar, perfor¨¢ndole el ri?¨®n. ?Y sabes algo? Es ah¨ª, exactamente ah¨ª, donde yo, sin saber en absoluto ese detalle, imagin¨¦ la lesi¨®n de mi personaje Santiago Nasar, le puse una llaga en mi ficci¨®n que imit¨® y record¨® y anticip¨® la exactitud de lo real.
A Gabo le brillaban los ojos como un ni?o maravillado, como le deben haber brillado los ojos a Bernal D¨ªaz del Castillo cuando, no lejos del sitio en que yo conversaba ahora con mi amigo, vio la capital de los aztecas y asegur¨® que le recordaba las ciudades ficticias del Amad¨ªs de Gaula. Y a m¨ª tambi¨¦n me brillaban los ojos ante ese viaje instant¨¢neo a los or¨ªgenes, ante el v¨¦rtigo de asomarme al modo en que Garc¨ªa M¨¢rquez creaba sus obras. Para ¨¦l, como para nuestra Am¨¦rica, todo era a la vez ver¨ªdico y fabuloso, historia e invenci¨®n, dolor y mito.
Nos brillaban, entonces, los ojos simult¨¢neos, a m¨ª y a ¨¦l, porque compart¨ªamos la alegr¨ªa de quien descubre un r¨ªo inmenso en el momento oscuro en que nace en la fuente m¨¢s remota de una monta?a. Porque este arc¨¢ngel Gabriel me estaba regalando la certeza de que despu¨¦s de todo tal vez no est¨¢bamos tan solos, si pod¨ªamos imaginar la plaga de nuestra violencia y la plaga de nuestra desdicha de una manera tan minuciosa y excesiva y perfecta.
?Qu¨¦ m¨¢s pod¨ªa pedir?
Ariel Dorfman es escritor chileno.
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