La fotograf¨ªa de la pesadilla
Un hombre blanco perfectamente bien alimentado observa c¨®mo una ni?a africana se muere de hambre ante la mirada expectante de un buitre. El hombre blanco hace fotos de la escena durante 20 minutos. No es que las primeras no fueran buenas, es que con un poco de colaboraci¨®n del ave carro?era le sal¨ªa una de premio, seguro. Ni?a fam¨¦lica con nariz en el polvo y buitre al acecho: bien; no todos los d¨ªas se consegu¨ªa una imagen as¨ª. Pero lo ideal ser¨ªa que el buitre se acercara un poco m¨¢s a la ni?a y extendiese las alas. El abrazo macabro de la muerte, el buitre Dr¨¢cula como met¨¢fora de la hambruna africana. ??sa s¨ª que ser¨ªa una foto! Pero el hombre esper¨® y esper¨®, y no pas¨® nada. El buitre, tieso como si temiera hacer huir a su presa si agitara las alas. Pasados los 20 minutos, el hombre, rendido, se fue.
La c¨¢mara funciona como una barrera que lo protege a uno del miedo y del horror, e incluso de la compasi¨®n
No se deber¨ªa de haber desesperado. Una de las fotos se public¨® en la portada de The New York Times y acab¨® ganando un premio Pulitzer. Pero incluso as¨ª se desesper¨®. Y mucho. El hombre blanco era un fot¨®grafo profesional llamado Kevin Carter. A los dos meses de recibir el premio en Nueva York se suicid¨®.
Hay dos preguntas. La primera, ?por qu¨¦ se suicid¨®? La segunda, ?por qu¨¦ no ayud¨® a la ni?a? La respuesta a la primera es relativamente f¨¢cil. La respuesta a la segunda es m¨¢s interesante. Remontemos.
Kevin Carter naci¨® en Sur¨¢frica en 1960, dos a?os antes de que Nelson Mandela empezara su condena de 27 a?os de c¨¢rcel. Al llegar a la adolescencia empez¨® a entender que ser blanco en Sur¨¢frica significaba ser una de las personas m¨¢s privilegiadas de la Tierra y, al mismo tiempo, c¨®mplice de una atroz injusticia. Cumplidos los 24 a?os, Carter descubri¨® que el periodismo era el terreno donde librar¨ªa su guerra particular contra el apartheid.
Comenz¨® su carrera en 1984, cuando las poblaciones negras en las periferias de las grandes ciudades -como Soweto, que estaba al lado de Johanesburgo- se convirtieron en campos de batalla. J¨®venes militantes negros, cuya ¨²nica fuerza resid¨ªa en su ventaja num¨¦rica, lanzaban piedras a los polic¨ªas y a los soldados, que respond¨ªan con gases lacrim¨®genos, balas de goma o balas de verdad. Cientos murieron, miles fueron encarcelados. Soweto ard¨ªa, y all¨¢, casi permanentemente instalado, estaba Carter, fot¨®grafo novato de The Johannesburg Star, expiando su culpa.
La gran iron¨ªa de la historia reciente de Sur¨¢frica es que cuando sali¨® Mandela de la c¨¢rcel en 1990, cuando empez¨® el proceso de paz que condujo cuatro a?os despu¨¦s a la democracia, se desat¨® una violencia mucho mayor. Durante casi la totalidad de aquellos cuatro a?os, Soweto y otra media docena de poblaciones negras en los alrededores de Johanesburgo vivieron una anarqu¨ªa asesina demencial, nutrida por opositores al proyecto democr¨¢tico, en la que murieron unos 12.000. All¨ª, una vez m¨¢s, estaba Carter. Todos los d¨ªas. Se presentaba temprano por la ma?ana a los campos de la muerte, como se presentan los oficinistas a sus lugares de trabajo.
Yo tambi¨¦n me presentaba all¨ª, pero con menos frecuencia y m¨¢s tarde. Siempre que llegaba a estos lugares, en pleno tiroteo o minutos despu¨¦s de una masacre, ah¨ª ve¨ªa a Kevin Carter, sudado, polvoriento, bolso sobre el hombro, c¨¢mara en mano. A ¨¦l y a sus tres amigos fot¨®grafos, Ken Oosterbroek, Greg Marinovich y Jo?o Silva. Les llamaban a los cuatro “el Bang Bang Club”. Hac¨ªan fotos espeluznantes y se expon¨ªan a peligros extraordinarios. Yo hab¨ªa llegado a Sur¨¢frica en 1989 tras seis a?os cubriendo las guerras de Centroam¨¦rica. Vi pronto que daba mucho m¨¢s miedo estar en 1992 en un lugar como Tokoza o Katlehong, a escasos kil¨®metros de Johanesburgo, que en 1986 en los frentes del oriente de El Salvador o el norte de Nicaragua. Porque en los lugares donde los negros, animados por los blancos, se masacraban pod¨ªa pasar cualquier cosa en cualquier momento y en cualquier lugar. Con un Kal¨¢shnikov, una lanza, un machete o una pistola. Ah¨ª trabajaba Carter. Ah¨ª se pasaba desde las cinco de la madrugada hasta el mediod¨ªa haciendo fotos de gente matando y de gente muriendo.
Para poder hacer ese trabajo es necesario blindarse, armarse de una coraza emocional. No se puede responder a lo que uno ve como un ser humano normal. La c¨¢mara funciona como una barrera que lo protege a uno del miedo y del horror, e incluso de la compasi¨®n. Carter y sus tres camaradas dorm¨ªan poco, adem¨¢s, y consum¨ªan drogas de todo tipo. Pasaban sus d¨ªas y sus noches en un acelere mental y en un estado de anestesia emocional casi permanentes. Si se hubiesen detenido un instante a reflexionar sobre lo que hac¨ªan, si hubiesen permitido que los sentimientos penetraran la epidermis, habr¨ªan sido incapaces de hacer su trabajo. El entorno era alocado, pero el trabajo era importante. Si se hubieran quedado en sus casas o se hubieran expuesto a menos peligro, habr¨ªa habido m¨¢s muertos, menos presi¨®n pol¨ªtica para acabar con la violencia. ?sta era la contribuci¨®n de Carter a la causa de sus compatriotas negros.
En marzo de 1993 se tom¨® unas vacaciones de Tokoza y Katlehong y se fue a Sud¨¢n. Ah¨ª, apenas aterrizar, es donde vio a la ni?a y el buitre. Respondi¨® con el fr¨ªo profesionalismo de siempre. No habr¨ªa podido elegir otra manera de actuar. Estaba programado, anonadado. El ¨²nico objetivo era hacer la mejor foto posible, la que tuviera m¨¢s impacto. Ah¨ª empezaba y terminaba su compromiso. La l¨®gica era muy sencilla: si hac¨ªa una foto potente, se beneficiar¨ªa a s¨ª mismo, pero tambi¨¦n ampliar¨ªa la sensibilidad de los seres humanos en lugares lejanos y tranquilos, despertando en ellos aquella compasi¨®n -precisamente- que en ¨¦l estaba necesariamente adormecida.
Por eso no hizo nada para ayudar a la ni?a. Porque si la hubiera ayudado, no habr¨ªa podido hacer la foto. Porque hab¨ªa llegado al l¨ªmite de sus posibilidades.
El problema era que la gente normal, empezando por su propia familia, no lo entend¨ªa. Fuera donde fuera, le hac¨ªan la misma pregunta. “Y despu¨¦s, ?ayudaste a la ni?a?”. Se convirti¨® en un agobio, una pesadilla. Los ¨²nicos que no le hac¨ªan la pregunta, porque para ellos no era necesario hacerla, eran los amigos del Bang Bang Club.
En abril de 1994 le llamaron desde Nueva York para decirle que hab¨ªa ganado el Pulitzer. Seis d¨ªas despu¨¦s, su mejor amigo, Ken Oosterbroek, muri¨® en un tiroteo en Tokoza. Toda la emoci¨®n reprimida a lo largo de cuatro a?os salvajes explot¨®. Carter se qued¨® destruido. Llor¨® como nunca y lament¨® amargamente que la bala no hubiera sido para ¨¦l.
El mes siguiente vol¨® a Nueva York, recibi¨® el premio, se emborrach¨®, incluso m¨¢s de lo habitual, y volvi¨® a casa. La guerra se hab¨ªa terminado. Mandela era presidente. Sur¨¢frica tuvo su final feliz, pero la vida de Carter dej¨® de tener mucho sentido. Quiz¨¢ en parte porque el peligro de la guerra hab¨ªa sido su droga m¨¢s potente, la que le hab¨ªa creado mayor adicci¨®n. Sigui¨® trabajando, pero, perseguido por la muerte de su amigo y -ahora que se hab¨ªa quitado la coraza- la angustia moral retrospectiva de la escena con la ni?a sudanesa, se hundi¨® en una profunda depresi¨®n. No pod¨ªa trabajar, o si lo intentaba, ca¨ªa en errores absurdos. Llegaba tarde a entrevistas, perd¨ªa rollos de fotos que ya hab¨ªa hecho. Y ten¨ªa problemas en casa: deudas, desamor...
El 27 de julio de 1994, exactamente tres meses despu¨¦s de las primeras elecciones democr¨¢ticas de la historia de su pa¨ªs, Carter se fue a la orilla de un r¨ªo donde hab¨ªa jugado cuando era ni?o, antes de que supiera lo que era el apartheid, el sufrimiento, la injusticia. Y ah¨ª, por fin, dentro de su coche, escuchando m¨²sica mientras inhalaba mon¨®xido de carbono por un tubo de goma, logr¨® la paz, la anestesia final de la muerte.
Canal + (dial 1 de Digital +) emite el documental ‘La muerte de Kevin Carter’ el pr¨®ximo s¨¢bado d¨ªa 24 a las 21.30.
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