Bagdad se desangra por sus calles
Un paisaje de ruinas, inseguridad y recelos entre vecinos marca la vida de la capital iraqu¨ª
No hay silencio en Bagdad. Cuando dejan de o¨ªrse explosiones, disparos o sirenas de ambulancias, las alarmas de la polic¨ªa violan cualquier atisbo de sosiego. Entremedias, el aire se llena con el estruendo de los helic¨®pteros que desplazan a los prebostes estadounidenses volando bajo, muy bajo, para evitar ser objetivo de quienes les disputan su presencia.
En 2006 murieron al menos 34.500 civiles en todo el pa¨ªs, seg¨²n los datos m¨¢s ponderados
A ras de tierra, el paisaje urbano resulta irreconocible. Enormes mamparas de hormig¨®n han troceado la ciudad en zonas de exclusi¨®n accesibles s¨®lo para quienes se han hecho due?os y se?ores de esas parcelas, en muchos casos sin otra justificaci¨®n que la fuerza de las armas. Reina entre ellas, la fortaleza militar en la que viven los diplom¨¢ticos y contratistas norteamericanos y brit¨¢nicos, y a su sombra, la mayor¨ªa de las instituciones de Gobierno del nuevo Irak. Es la llamada Zona Verde por sus jardines s¨ª, pero sobre todo, por contraposici¨®n a la zona roja, sin¨®nimo de peligro, donde viven los seis millones de habitantes de esta capital maldita.
Una mirada atenta descubre enseguida las heridas de la ¨²ltima batalla, apenas el preludio del laberinto de sangre en el que han desembocado cuatro a?os de ocupaci¨®n. Al otro lado del r¨ªo, la central telef¨®nica de Al Rashid sigue agujereada como un queso gruy¨¨re. En ¨¦ste, el antiguo Ministerio de Planificaci¨®n ni siquiera ha recuperado los cristales de las ventanas. Pero es sobre todo en los sonidos donde se reconoce el trauma de esta ciudad un d¨ªa bautizada de la Paz.
Nadie se ocupa de regar las palmeras, y una capa de polvo ha envejecido cien a?os los edificios y sus habitantes. Ya no hay parejas de novios haci¨¦ndose fotos frente al Monumento a la Libertad en la plaza de Tahrir, ni artesanos golpeando el cobre en el zoco de Al Rashid, a la sombra del palacio abas¨ª y la Universidad de Al Muntansiriya. Rusafa, la orilla oriental y el verdadero coraz¨®n de la ciudad, es ahora un cad¨¢ver en descomposici¨®n que evitan la mayor¨ªa de los bagdad¨ªes. Los puestos de control policiales han convertido Saad¨²n, la Gran V¨ªa de Bagdad, en una pista de obst¨¢culos, y sus vecinos sufren un atasco permanente durante las horas en que no hay toque de queda.
Pero en ning¨²n lugar como en Mansur, en la orilla occidental, se hace visible el deterioro acelerado de los ¨²ltimos cuatro a?os. El barrio diplom¨¢tico por excelencia, lugar de residencia de las grandes familias, era hasta la v¨ªspera de la invasi¨®n un distrito de villas ajardinadas que a¨²n, tras una d¨¦cada de sanciones, manten¨ªa una presencia se?orial. Hoy sus calles no s¨®lo est¨¢n cortadas por barreras, obst¨¢culos y puestos de control, sino que en muchos lugares, sus ocupantes (pol¨ªticos, embajadas extranjeras o grandes empresas) las han cerrado completamente con muros de hasta ocho metros de altura cuyas puertas de hierro s¨®lo se abren ante la contrase?a adecuada.
La Embajada de Espa?a, que hace cuatro a?os luc¨ªa orgullosa su bandera en una esquina frente al hip¨®dromo, se parapet¨® varias calles m¨¢s adentro cuando empezaron los atentados. Ahora planea su traslado a la casa contigua a la residencia del embajador, a menos de 500 metros, porque las idas y venidas de sus diplom¨¢ticos son un quebradero de cabeza log¨ªstico. El acceso hasta sus muros requiere atravesar no menos de cuatro barreras, con el consiguiente riesgo y p¨¦rdida de tiempo. Todo el barrio parece una trinchera.
"Es una zona de guerra", admite el pol¨ªtico Ahmed Chalabi, tambi¨¦n vecino de Mansur, durante el trayecto desde la casa de su hermana hasta sus oficinas, a apenas 200 metros, en un veh¨ªculo blindado y con escolta. Y desde esa burbuja de aire acondicionado no se respira el hedor de las basuras que se queman en las esquinas. No hay recogida, como no hay electricidad (apenas entre tres y cinco horas al d¨ªa), ni servicios p¨²blicos dignos de ese nombre. La inseguridad ha matado la ciudad. En la calle Mansur, una amplia avenida en la que tiempo atr¨¢s se encontraban algunos de los mejores restaurantes de la ciudad, todo est¨¢ cerrado. Najwa, que resisti¨® los bombardeos estadounidenses con una sonrisa esperanzada, hace meses que ha cerrado su tienda de flores. La agencia de viajes Delta tambi¨¦n ha desaparecido y con ella el rastro de Jawad al Dalal y su familia que, muy probablemente, forman parte de los dos millones de iraqu¨ªes refugiados en los pa¨ªses vecinos. Otros dos millones se hallan desplazados dentro de Irak.
La violencia sectaria desatada desde el atentado contra el santuario chi¨ª de Samarra en febrero de 2006 ha sacudido todas las bases de convivencia de Bagdad. La capital era la ¨²nica ciudad verdaderamente iraqu¨ª de Irak, ya que no se limitaba a albergar a representantes de todas sus comunidades religiosas y ¨¦tnicas, sino que lo hac¨ªa en barrios mixtos y mezclados, con algunas excepciones como el chi¨ª Ciudad S¨¢der, un gueto de exclusi¨®n econ¨®mica y social ya en tiempos de Sadam.
Ese cambio a peor no es una mera percepci¨®n. Est¨¢ cuantificado. En las primeras semanas de 2007, antes del nuevo plan de seguridad puesto en marcha el 14 de febrero, Bagdad sufr¨ªa una media de 1.047 atentados semanales frente a los 904 de la segunda mitad de 2006 o los 408 de mediados de 2004. Son datos del Pent¨¢gono, que no contabiliza muertos iraqu¨ªes, pero las cifras de v¨ªctimas van en proporci¨®n. De acuerdo con las m¨¢s ponderadas, en 2006 murieron 34.500 civiles en todo el pa¨ªs de los 65.000 documentados desde el principio de la invasi¨®n (a los que hay que sumar 6.500 agentes de las fuerzas de seguridad).
"No existe verdadero deseo de coexistencia", resume Mohamed Abu Baker, un portavoz del Parlamento iraqu¨ª. Husein Abdulhadi se resiste a aceptarlo. Chi¨ª originario de Basora, pero tempranamente trasplantado a la capital que siente como suya, ha levantado su nuevo hogar en Al Qadisiya, un barrio mayoritariamente sun¨ª donde ha establecido buenas relaciones con la mayor¨ªa de los vecinos. "?Cu¨¢l es la alternativa? ?Encerrarnos cada uno en nuestra casa? Eso es enterrarnos en vida. Todos somos iraqu¨ªes y este temor rec¨ªproco de las comunidades s¨®lo lleva a nuestra destrucci¨®n", subraya.
Pero reconoce que no se f¨ªa del segundo hijo de los Al Duleimi, que viven dos casas m¨¢s all¨¢. "Anduvo preguntando a los amigos de mi hijo c¨®mo responder¨ªa yo si el Ej¨¦rcito del Mahdi nos atacara; le dije que no planteara cuestiones hipot¨¦ticas, que llegado el momento ver¨ªa mi respuesta". Pero la presencia de los sadristas (seguidores de M¨²qtada al S¨¢der) no es hipot¨¦tica. Los altavoces de la vecina mezquita de Al Baya'eq, bajo su control, se encargan cada viernes de recordar qui¨¦n tiene el poder con un discurso que es cualquier cosa menos conciliador. Esa ret¨®rica que hiere los o¨ªdos de Abdulhadi, un hombre religioso, pero moderado, suena a provocaci¨®n entre los sun¨ªes.
A las siete y media de la tarde, en un extra?o momento de sosiego, entre el paso de varios helic¨®pteros y el tableteo de una ametralladora, se oye la llamada del almu¨¦dano. Falta media hora para que el toque de queda vac¨ªe la ciudad. Un grupo de amigos nos reunimos frente a un masguf, la t¨ªpica carpa del Tigris, pero no podemos hacerlo a orillas del r¨ªo, en la famosa calle de Abu Nawas. Sus cafetines y restaurantes hace mucho que cerraron por falta de clientes. Es Ammar, un colega iraqu¨ª, quien ha tra¨ªdo al hotel ese pescado convertido en se?a de identidad de los bagdad¨ªes. Su sabor desata recuerdos. "Sadam era un criminal, pero ten¨ªamos seguridad", concluyen los presentes.
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