La casa de nuestra madre
Es ella, Ruth, la que vuelve a casa, a la selva. La selva de Tornar a casa (The Homecoming') est¨¢ en Hackney, en el East End, en el coraz¨®n del barrio jud¨ªo, donde naci¨® Pinter. La casa de Max y sus hijos, una familia de depredadores. Un mundo tribal (nuestro mundo espec¨ªfico) donde las mujeres s¨®lo pueden ser arquetipos: madres o putas. "Nunca tuvimos una puta en casa desde que muri¨® vuestra madre", dice el viejo padre desp¨®tico. Hay frases que son como un conjuro, la llave del deseo secreto. Y he aqu¨ª que se abre la puerta y esa mujer, Ruth, la esposa de Teddy, el hermano mayor, llega a la casa para ser ambas cosas a la vez. Ser¨¢ su madre y ser¨¢ su puta. Lo realmente perturbador de The Homecoming es la evidencia de que el fantasma de lo deseado retorna en una mixtura salvaje de sus roles. La amenaza al patriarcado de la femme fatale en el cine negro nos resultaba tolerable, escribi¨® Zizek, porque sab¨ªamos que al final la perra iba a pagar por ello. Aqu¨ª es justo a la inversa: la subversi¨®n de Pinter, su jaque mate, radica en que la femme fatale vuelve como madre, pero mandando y cobrando por su doble papel. Es un viaje del patriarcado al matriarcado, y, claro, una lucha por el territorio. Y tambi¨¦n es Orton, no cuesta detectar su influencia, el cinismo negro y la amoralidad rampante de Entertaining Mr. Sloane, pero Pinter siempre va con tres jugadas de adelanto, y su primera obra maestra te casca el jaque mate en un tablero subterr¨¢neo, invisible: reinas juegan y ganan. Eso es lo que t¨² tambi¨¦n te llevas de vuelta a casa, a la salida del teatro: la reemergencia de lo primitivo, ese aparente enigma como el mensaje cifrado de un mal sue?o.
Ferran Madico ha dirigido la versi¨®n catalana de The Homecoming en el Centro de Artes Esc¨¦nicas de Reus con un ¨¦xito absoluto (dos mil espectadores en una semana) y ahora la funci¨®n puede verse en el Nacional de Barcelona. No me ha convencido ni la traducci¨®n de Joaquim Mallafr¨¦ (que convierte miss en "xica", bitch en "putarr¨®" o slut en "bagassa", para citar los ejemplos m¨¢s chirriantes) ni el montaje. Para empezar, hay una sordera casi absoluta para los ritmos y la obra se hace lenta, cansina, solemne. Madico pill¨® muy bien a Ayckbourn (Casa y Jard¨ªn) y a Shakesperare (Trabajos de amor perdidos, Mucho ruido y pocas nueces) pero Pinter se le ha escapado vivo. Suele pasar: por un respeto mal entendido (las famosas pausas son respiraciones, no silencios marm¨®reos) y por la dificultad de dar viveza y verdad a un lenguaje que es coloquial y al mismo tiempo sard¨®nicamente "elevado". Si el actor que interpreta a Lenny, el hermano macarra y sinuoso (Daniel Klamburg), no domina ese fraseo, su tela de ara?a nunca atrapar¨¢ abejas: parecer¨¢, como mucho, que intenta imitar a un joven mat¨®n modelo Lock & Stock. Klamburg ha crecido como actor aunque sigue componiendo en exceso y ha de dar un paso m¨¢s all¨¢; conseguir que nos preguntemos: "Lenny parece un impostor pero ?y si su aparente m¨¢scara fuera su verdadero rostro?". Max, el padre (Francesc Lucchetti), es una bestia demente que reiventa su pasado, que habla y habla porque nadie le escucha, y porque su bast¨®n, que antes hablaba por ¨¦l, ya no se levanta como antes. Lucchetti es el mejor del reparto: tiene la ferocidad de Enric Arredondo, pero tampoco le han marcado el ritmo id¨®neo: deber¨ªa ser una ametralladora que escupe bilis y delirio a partes iguales. Jacob Torres es Joey, el hermano peque?o, el pat¨¦tico aspirante a boxeador: da muy bien la perplejidad infantilizada, mucho m¨¢s f¨ªsica que verbal, del personaje. No creo que la lectura de Sam, a cargo de un Santi Pons tan digno como crispado, sea la adecuada: es el anverso "femineizado" de Max, y cumple en la trama un clar¨ªsimo rol de esforzada madre suplente que el montaje apenas insin¨²a. Mis mayores reparos son para Albert Triola (Teddy, el profesor) y ?urea M¨¢rquez (Ruth, la intrusa). Triola est¨¢ innecesariamente blando y afectado; subraya cualquier subtexto y coloca las pausas como si se las marcaran con hierro candente. Coloca o es colocado por Madico, porque no hay actor que pueda dar veracidad a sus l¨ªneas si le clavan al suelo y su oponente est¨¢ a tres metros: el reencuentro nocturno con Lenny parece una parodia de duelo de western. En cuanto a Ruth, la l¨ªnea de direcci¨®n me parece totalmente equivocada. Podr¨ªa decir que el trabajo de ?urea M¨¢rquez es "esforzado", pero prefiero reservar estos eufemismos para una actriz primeriza o menos capaz. Yo he sido atrapado muchas veces por el poder de ?urea M¨¢rquez. Y aqu¨ª no he visto poder, ni histoire seconde, como dicen los franceses. Hay opacidad donde deber¨ªa haber misterio. No he visto el viaje de Ruth, su regresi¨®n a la caverna del puro instinto, tan similar al lento arrebato sin retorno de Lol V. Stein en la novela de la Duras. Ruth ha de moverse, creo, entre el sonambulismo psic¨®tico y el estado de alerta, y eso no est¨¢, y cuando entra en la casa y se queda sola, ha de mirar a su alrededor y medir su reino inminente, y comenzar a reinar en la famosa "escena del vaso" con Lenny, y eso no est¨¢. Ruth no necesita inflexiones chulescas, no ha de mostrar su dominio, como hace ?urea M¨¢rquez: su fuerza est¨¢ en una voz neutra que le llama "Leonard", como hac¨ªa su madre, y en unos ojos que saben, que atraviesan, que han de decir, sonrientes, "te he atrapado, insecto; no te tengo miedo porque conozco tu juego". Lo s¨¦: es el personaje femenino m¨¢s complejo y dif¨ªcil de todo el teatro de Pinter, pero la verdadera Ruth (ll¨¢mese Vivien Merchant o ll¨¢mese Lindsay Duncan) jam¨¢s se presentar¨ªa a la hora del desayuno con una bata entreabierta. Si la visten as¨ª, no tiene maldito sentido lo que viene despu¨¦s, la escena en la que le basta mover un poco el tobillo para imantar a todos los z¨¢nganos de la colmena. Ruth es sensualidad pura, oscura, profunda. Lo que tiene en el bajo vientre es un centro de gravedad, no una bombilla. Ruth es sexo, no sexy. Si no se entiende eso, no se entiende el personaje ni se entiende The Homecoming.
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