El aroma del prejuicio
Los british, pese a la extravagancia de conducir por la izquierda, no han hecho jam¨¢s cuesti¨®n de la pol¨ªtica antiterrorista y/o de pacificaci¨®n en el Ulster del Gobierno de su Majestad. Ni tampoco los jueces lores ni los jueces plebeyos. Spain is different, el lema acu?ado por el diletante Somerset Maugham parece marcado a fuego en algunos de nuestros servidores p¨²blicos.
La sentencia de la Audiencia Nacional, que no tiene m¨¢s remedio que absolver a Otegi porque el fiscal retir¨® la acci¨®n, es una prueba palmaria de que a algunos altos funcionarios -lamento repetirme- les cabr¨¢ el Estado en la cabeza, pero no el Estado de Derecho.
No comparto la idea de que el poder judicial sea un poder subordinado. Al contrario, es un poder pol¨ªtico esencial del Estado Derecho. Sin embargo, a diferencia del legislativo y del ejecutivo, el poder judicial carece de legitimaci¨®n democr¨¢tica directa. Su legitimaci¨®n le viene dada, no por su origen -ser¨ªa demasiado atribuir a las oposiciones memor¨ªsticas-, sino por sus resultados: aplicar la ley y s¨®lo ley con independencia y sin prejuicios.
En el caso que nos ocupa ese ramillete de notas, facetas de una misma instituci¨®n, brilla por su ausencia. En efecto, nuestro sistema judicial, como el del resto de sistemas democr¨¢ticos, se basa en el indeclinable principio acusatorio; es decir, no puede haber condena si no hay acusaci¨®n. As¨ª se garantiza la imparcialidad y una de las manifestaciones del juzgador: quien tiene que resolver no formula pretensi¨®n alguna ante el tribunal y, por esto, sus integrantes son completamente libres de, conforme a la ley, aplicarla al caso, sin quedar vinculados por su propio proceder precedente.
Desde la revoluci¨®n americana se acu?a el principio acusatorio para desprenderse del sistema inquisitivo, en el que un mismo juez acusa y juzga. Este sistema ya es historia, pero, por lo que se ve, no del todo. En fin, la Sala debi¨® dictar una sentencia de apenas un folio, sin hechos probados y absolviendo, lo ¨²nico correcto de esa resoluci¨®n.
Cierto es que la sentencia absuelve a Otegi -de lo contrario se habr¨ªa prevaricado-, pero no es menos cierto que la sentencia quiere enmendar la plana al ministerio fiscal y le recrimina efusivamente por no haber sostenido la acusaci¨®n hasta el final, pese a existir, se dice, prueba. Dejando de lado que el proceder de la Sala pudiera revestir matices disciplinarios y quiz¨¢ de alguna otra ¨ªndole, lo cierto es que resulta impropio que un tribunal recrimine al ministerio fiscal; no s¨®lo por resabios corporativos, sino porque es radicalmente improcedente que un tribunal recrimine a las partes o a sus representaciones. Si quienes intervienen en un juicio se desmandan, el tribunal ejerce la polic¨ªa de estados y, por tanto, puede generar un expediente disciplinario o una causa penal, pero nunca una rega?ina: un tribunal no es un internado ni el presidente de la Sala un ayo.
Pero es que, adem¨¢s, actuando como se ha actuado, la sentencia refleja un claro prejuicio que no ha podido materializarse pero s¨ª explicitarse -Otegi puede dar gracias al democr¨¢tico Estado, a su decir, tan opresor en ocasiones-. Dejando de lado, lo que es mucho dejar, que, le¨ªda la sentencia, no hay ensalzamiento alguno en el sentido del C¨®digo Penal, brillan con luz propia las ganas que los integrantes del Tribunal le ten¨ªan al procesado: salta a vista que ten¨ªan un prejuicio, un parti pris, contra ¨¦l.
La m¨¢s exquisita prudencia judicial, como virtud cardinal, impone al juzgador desprenderse de sus prejuicios. El sistema le da los instrumentos necesarios, pues sabe que la Justicia, administrada por seres humanos, es todo menos ciega. ?Cu¨¢les son? La ley.
El juez debe desprenderse a toda costa de sus prejuicios -lo que no quiere decir que viva en una pecera- y sustituirlos por la aplicaci¨®n de la ley: ¨¦ste es el ¨²nico prejuicio leg¨ªtimo del juez, esto es, la aplicaci¨®n de las consecuencias legales a los hechos que la ley acota, tras haberlos separado de todos los dem¨¢s, incluso de otros muy similares.
Al manifestarse en la sentencia el prejuicio judicial, el juez pierde su c¨®digo gen¨¦tico: la independencia. En efecto, la independencia constituye una caracter¨ªstica original del juez en la medida en que esta independencia lo es de todo menos de la ley, a la que debe total sometimiento. Si el juzgador no es independiente, se demuestra parcial.
Gracias a la independencia, que es una garant¨ªa ciudadana y no un derecho del juez, podemos entrar cada d¨ªa en los palacios de Justicia y recibir razonablemente una dosis de reconocimiento de nuestros derechos, al margen de la ideolog¨ªa del juzgador -que tiene todo el derecho a tenerla y a manifestarla fuera del foro-, de la de los justiciables y de la de quienes en su nombre act¨²an. De no ser as¨ª, el Estado de Derecho estar¨ªa ya liquidado.
Quienes, por contra, claman porque el prejuicio sea ley pasan por alto o ignoran lo que es el Estado de Derecho. Quienes un d¨ªa s¨ª y otro tambi¨¦n se llenan la boca de constitucionalismo de sacrist¨ªa, m¨¢s pr¨®ximo al catastrofismo milenarista que a la racionalidad democr¨¢tica, est¨¢n emparentados con esas beatas ma?aneras -o alumnos de las madrazas- que repiten sin cesar la cantinela de jaculatorias -o vers¨ªculos-, cuya ¨²nica finalidad no es transmitir verdad alguna, sino adormecer y permitir un mejor adoctrinamiento sectario.
En fin, la sentencia por la que se absuelve a Otegi, conden¨¢ndolo moralmente -y, de paso, arremetiendo contra el ministerio fiscal-, es un bald¨®n en el historial judicial espa?ol reciente. Evitar que se repita o prolifere constituye un imperativo de la autoridad competente. Poco podremos exigir a los dem¨¢s que cumplan la ley, cuando ¨¦sta es percibida s¨®lo como la ley del embudo. Y tampoco vale romper la baraja por una actuaci¨®n legal, ordinaria y frecuente, como es la retirada de la acusaci¨®n por parte del ministerio fiscal: la ley es general y, por tanto, lo es para todos, incluso los no amigos.
Joan J. Queralt es catedr¨¢tico de Derecho Penal de la Universidad de Barcelona.
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