Razones del Kremlin
Algunas de las declaraciones m¨¢s recientes del presidente ruso, Vlad¨ªmir Putin, han hecho saltar las alarmas. Pocos se han preguntado, sin embargo, si Putin no lleva buena parte de raz¨®n cuando aprecia un genuino y nada amistoso cerco sobre su pa¨ªs. Y es que parece como si quienes, con motivos, ven en el inquilino del Kremlin a un gobernante inquietantemente autoritario olvidasen a menudo que muchas de sus quejas con respecto a la conducta de algunos pa¨ªses occidentales est¨¢n justificadas.
Convengamos, en cualquier caso, que los expertos no se ponen de acuerdo a la hora de determinar lo que ocurre. Recordemos, por ejemplo, que no faltan quienes aseveran que, luego de una etapa de colaboraci¨®n de Rusia con EE UU tras los atentados de Nueva York y de Washington, en los ¨²ltimos tiempos habr¨ªan reaparecido los elementos de tensi¨®n y, acaso, de ruptura. A los ojos de otros estudiosos, en cambio, la periodificaci¨®n invocada ocultar¨ªa que EE UU ha asumido desde a?os atr¨¢s un doble juego: mientras formalmente habr¨ªa alentado una asociaci¨®n estrat¨¦gica con Rusia que habr¨ªa dado al traste con cualquier vestigio de la guerra fr¨ªa, en los hechos habr¨ªa mantenido una pol¨ªtica muy agresiva -ampliaciones de la OTAN, bases militares, cambios en el equilibrio nuclear, cuestionamiento de zonas de influencia- gen¨¦ricamente encaminada a evitar cualquier horizonte de renacimiento de Rusia como potencia.
Hay un firme designio de la Casa Blanca de evitar que Mosc¨² renazca de sus cenizas
Vayamos, en cualquier caso, por partes. Nadie pone en cuesti¨®n que en el oto?o de 2001 Putin decidi¨® proporcionar un caluroso apoyo a las medidas que, con el aparente objetivo de desactivar una amenaza terrorista, empezaba a hilvanar el presidente Bush en Afganist¨¢n. Un balance somero del derrotero posterior de ese apoyo bien puede resumirse en dos datos. El primero subraya que Mosc¨² pareci¨® aceptar de buen grado el designio norteamericano de atraer hacia s¨ª a Rusia, probablemente fundamentado en el subterr¨¢neo prop¨®sito de alejar al Kremlin de la Uni¨®n Europea y de cortocircuitar de esta suerte cualquier amago de gestaci¨®n de una macropotencia euroasi¨¢tica. Es verdad que en ese esfuerzo el razonable ¨¦xito de la Casa Blanca mucho le debi¨® a la ausencia de un proyecto estrat¨¦gico del lado de la UE y, m¨¢s a¨²n, a las insorteables secuelas de una ampliaci¨®n, la verificada por ¨¦sta en 2004, que coloc¨® dentro de la Uni¨®n a un pu?ado de pa¨ªses que arrastraban una tensa relaci¨®n con Mosc¨². El segundo de los datos subraya que desde 2001 hasta hoy Rusia ha esquivado la confrontaci¨®n abierta con las potencias occidentales, y ello pese a que -no conviene olvidarlo-, a diferencia de lo ocurrido en el decenio de 1990, hoy el Kremlin no se halla atado de pies y manos de resultas de la dependencia financiera con respecto al Fondo Monetario y al Banco Mundial. Obligado es recordar que cuando Rusia se ha sentido inc¨®moda ante uno u otro movimiento estadounidense -as¨ª, la agresi¨®n en Irak de marzo de 2003-, llamativamente ha plegado velas en provecho de planteamientos tan moderados como pragm¨¢ticos.
Importa sobremanera subrayar que no ha merecido recompensa alguna lo que en unos casos fue un franco apoyo de Rusia a la pol¨ªtica norteamericana y en otros un silencio connivente. EE UU no ha renunciado a un escudo antimisiles que, fanfarria ret¨®rica aparte, obedece al prop¨®sito de mermar la capacidad disuasoria de los arsenales nucleares rusos. Tampoco ha impuesto freno alguno a una nueva ampliaci¨®n de la OTAN que ha beneficiado a tres rep¨²blicas ex sovi¨¦ticas: las del B¨¢ltico. Nada ha hecho para desmantelar las bases, presuntamente provisionales, que perfil¨® en el C¨¢ucaso y el Asia central al calor de la aventura afgana. No ha dudado en apoyar, con m¨¢s de un fiasco, las llamadas revoluciones naranja, inequ¨ªvocamente encaminadas a disputar a Rusia su zona de influencia. No parece, en fin, que haya dispensado a Mosc¨², antes al contrario, ning¨²n trato comercial de privilegio. Agreguemos que el silencio con que Washington obsequia, por lo dem¨¢s, a la razzia putiniana en Chechenia -se hac¨ªa valer ya antes de los atentados del 11 de septiembre de 2001- a duras penas puede considerarse un premio por la docilidad rusa m¨¢s reciente.
Para dar cuenta de la conducta norteamericana, hay que descartar con firmeza cualquier sugerencia de que a Washington le preocupen el derrotero de los derechos humanos en Rusia o las presuntas restricciones que el Kremlin impone al despliegue de una econom¨ªa de mercado. M¨¢s sensato parece cargar las tintas en otras explicaciones como las que identifican en la Casa Blanca una prepotencia, una codicia y una ceguera sin l¨ªmites, y, m¨¢s a¨²n, un firme designio de arrinconar a Mosc¨² y evitar, como antes sugerimos, que renazca de sus cenizas. Recu¨¦rdese que aun en su estado de relativa postraci¨®n, Rusia no es -no puede ser- una potencia regional m¨¢s. La inercia de la historia reciente, la magnitud del territorio ruso -fronterizo al tiempo con la UE, con el Oriente Pr¨®ximo, con el Asia central, con China, con Jap¨®n y con el norte del continente americano- y su enorme riqueza en materias primas aconsejan huir de cualquier intento orientado a rebajar el relieve planetario del pa¨ªs.
Si la pol¨ªtica norteamericana es lamentablemente comprensible -no puede reconoc¨¦rsele otra virtud-, dif¨ªcil resulta engullir las muchas miserias que entre nosotros se vierten al respecto. No es sencillo entender, sin ir m¨¢s lejos, por qu¨¦ a principios de 2006 produjo tanta sorpresa la decisi¨®n de Mosc¨² en el sentido de elevar los precios que Ucrania deb¨ªa pagar por el gas ruso. Si aceptamos de buen grado, y parece razonable hacerlo, que Rusia abraza la misma miseria que nuestros pa¨ªses, ?hay alg¨²n ejemplo de gobierno occidental que conceda un trato de privilegio a un Estado que se entiende, con alguna raz¨®n, que ha emprendido un camino poco amistoso? ?Cu¨¢ndo se asumir¨¢ de buen grado, en paralelo, que la aplicaci¨®n de normas similares a las ventas rusas de gas al fiel aliado bielorruso invita a recelar de las explicaciones que no aprecian en los arrebatos del Kremlin sino abruptas e impresentables presiones pol¨ªticas?
Qu¨¦ no decir, en fin, de la doble moral que ha tenido a bien retratar Stephen Cohen en un art¨ªculo recientemente publicado en The Nation: cuando la OTAN se ampl¨ªa lo hace, al parecer, para encarar el terrorismo y generar estabilidad, en tanto cuando Rusia protesta lo que hay por detr¨¢s no son sino los atavismos de la guerra fr¨ªa. Mientras Washington promueve la democracia en el planeta, los movimientos de Rusia reflejan, en cambio, el ascendiente de un proyecto neoimperial. Ante tama?as simplificaciones, cada vez se antoja m¨¢s urgente que asumamos que los desmanes internos de Putin, y algunos de los externos, no obligan a darle la raz¨®n a una pol¨ªtica, la norteamericana, prepotente, mezquina e interesada.
Carlos Taibo es profesor de Ciencia Pol¨ªtica en la Universidad Aut¨®noma de Madrid. Acaba de publicar Rusia en la era de Putin (Catarata).
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