Un rascacielos de cristal
San Sebasti¨¢n es una ciudad perfecta. Lo es para quien desee vivir en una localidad de tama?o medio, en un entorno urbano manejable, f¨¢cil de dominar como totalidad en la que no sentirse arrinconado. Es adem¨¢s perfecta para la conciencia de sus habitantes, que se sienten muy orgullosos de su ciudad, halagados por el mero hecho de vivir en ella. Es hermosa, con un perfil urban¨ªstico agradable, y con una presencia arrolladora de la naturaleza, que la convierte en una ciudad inmersa en un parque. Sus habitantes son amables, tienen cierta fama de elegantes y parecen pertenecer todos a una mesocracia discreta en la que no caben los distingos sociales. Al menos al primer golpe de vista, no existe sociedad m¨¢s igualitaria que la donostiarra. Como en un cuadro moral con figuras, paisaje natural, paisaje urbano y paisaje humano, dan la impresi¨®n de hallarse en perfecta correspondencia y estar dominados por las leyes de la armon¨ªa.
Su principal defecto es que en ella no parece caber lugar para lo imprevisto. Todo cambio parece demasiado audaz
San Sebasti¨¢n es una ciudad tambi¨¦n perfecta para la conciencia de sus habitantes, muy orgullosos de ella
Hace unos d¨ªas, cuando baj¨¦ a depositar la basura, me encontr¨¦ con dos hombres y un ni?o que hurgaban en los contenedores. Al verme llegar, se apartaron en un gesto de disimulo y me desearon amablemente las buenas noches. Extranjeros por su acento, no hice m¨¢s que dejar mis viejos peri¨®dicos y alejarme unos pasos cuando los vi lanzarse tras de lo que yo acababa de abandonar. Guardaron el decoro, y trataron de ocultar de forma muy respetuosa una actividad que sab¨ªan que no es bien considerada. El decoro, incluso entre los indigentes, es una de las cualidades que adornan a mi ciudad. Pero el decoro suele ocultar demasiadas cosas.
No es f¨¢cil penetrar tras esa m¨¢scara del decoro. Como tampoco lo es palpar el dolor que puede ocultarse bajo esa apariencia igualitaria, que acaso no sea m¨¢s que una uniformidad dictada por los usos y costumbres. Pero cuando usos y costumbres adquieren la fisonom¨ªa de la uniformidad y el decoro, cabe preguntarse si son ellos los que dictan algo o si no ser¨¢n un resultado que impide adem¨¢s determinar quienes son los que de verdad dictan. ?Ah, es el car¨¢cter de la ciudad, la ciudad misma la que nos marca las pautas! Como los tamarindos, uniformes y casi id¨¦nticos, que mecen sus penachos al viento, los donostiarras poseer¨ªamos un talante marcado por una naturaleza que nos otorgar¨ªa el pedigr¨ª correcto, y nada que se apartara de ¨¦ste merecer¨ªa ser tomado en consideraci¨®n. Las disonancias no hallan aqu¨ª cabida, aunque ser¨ªamos demasiado ingenuos si pens¨¢ramos que eso es as¨ª porque es as¨ª, es decir, porque aqu¨ª no surgen. En realidad, es porque a alguien le va la propina en que no se vean.
Convencidos de nuestra perfecci¨®n, de la que tan ufanos nos sentimos, s¨®lo nos salvan sus inconvenientes, que nos son claramente perceptibles. Ellos son los que configuran la ¨²nica fisura que surca, aunque de manera algo sorda, nuestro temperamento. La perfecci¨®n es intocable, pero puede resultar aburrida y es ese aburrimiento impotente el que a veces es capaz de removernos. S¨®lo la novedad, cualquier novedad, nos saca de nuestro ensimismamiento. Y la novedad, dato curioso para una ciudad que se jacta de haberse construido siendo novedosa en todo, suele dividirnos hasta extremos que van m¨¢s all¨¢ de lo que acostumbran a hacerlo las opiniones pol¨ªticas. Un cambio en el dise?o de las farolas puede provocar una verdadera convulsi¨®n, ya que siempre nos parecer¨¢n demasiado audaces. Y es que uno de los inconvenientes de la armon¨ªa reside en que es una relaci¨®n entre partes y cualquier modificaci¨®n puede perturbarla.
El m¨¢s m¨ªnimo cambio se inserta en un di¨¢logo, y en mi ciudad los participantes en el di¨¢logo suelen ser demasiados: el monte, la playa, el cielo, la ciudad vieja, la tradici¨®n, la vasquidad, la poblaci¨®n que envejece. Inconvenientes de vivir en un parque, por hermoso que sea. As¨ª, la ciudad crece como una versi¨®n ampliada, siempre peor, de s¨ª misma, de su mod¨¦lico ensanche decimon¨®nico. S¨®lo nos resta conservarla como est¨¢, lo que para un sector de la poblaci¨®n no deja de ser frustrante.
S¨ª, mi ciudad es maravillosa, pero en ella no parece caber lugar para lo imprevisto. Es su principal defecto. Hasta las inteligencias parecen adscritas a cierta intendencia espiritual. De modo que yo echo de menos la s¨²bita aparici¨®n en ella de un monstruo, de algo que distorsione el paisaje natural, el paisaje urbano y el paisaje humano: una grieta convulsa, una sima hacia la vitalidad. Tal vez lo que le falte sea un inmenso rascacielos de cristal transparente, con un elevador como ¨²nico contenido y coronado por un nido para p¨¢jaros ?o?¨®, p¨¢jaros de inmensas alas c¨¢rdenas y pecho blanco, desenfadados, audaces y vitalistas. Sirva como s¨ªmbolo del descaro.
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