Richard Rorty, el fil¨®sofo de la iron¨ªa
No ten¨ªa su mejor d¨ªa Epicuro cuando escribi¨® la c¨¦lebre Carta a Meneceo, aqu¨¦lla en la que despachaba de un plumazo el ancestral miedo de los hombres ante la muerte con el argumento, m¨¢s propio de un sofista que de un fil¨®sofo en sentido m¨ªnimamente propio, de que la muerte "no es nada para nosotros, ya que mientras nosotros somos, la muerte no est¨¢ presente y cuando la muerte est¨¢ presente, entonces nosotros no somos". El razonamiento no pod¨ªa ser m¨¢s simple: "No existe (...) ni para los vivos ni para los muertos, pues para aqu¨¦llos todav¨ªa no es, y ¨¦stos ya no son". Nada por aqu¨ª, nada por all¨¢ (nunca mejor dicho). Como por arte de birlibirloque "el m¨¢s estremecedor de los males" quedaba convertido en mera supercher¨ªa.
Pero cuestionar el argumento epic¨²reo en modo alguno implica dar la raz¨®n a quienes, en el otro extremo, se han empe?ado en atribuir a la condici¨®n mortal del ser humano su rasgo m¨¢s espec¨ªfico, hasta el extremo de llegar a definir al hombre, como hiciera Heidegger, como un genuino ser-para-la-muerte. De esta falsa disyuntiva han escapado todos aquellos pensadores que han planteado que el hecho de la muerte debe ser colocado bajo la perspectiva de la vida, y no a la inversa. El hombre resulta ser, as¨ª, un ser-para-la-vida, dimensi¨®n que adquiere todo su valor, toda su densidad, precisamente del hecho de que toda vida, cualquier vida, toca a su fin en alg¨²n momento.
Viene todo esto a cuento de que a los vivos parece pasarnos con los muertos lo mismo que, seg¨²n dicen, les pasa a ¨¦stos justo antes de iniciar su definitiva andadura (de acuerdo a lo que explican los que se han salvado por los pelos y han regresado para contarlo), y si los segundos ven proyectadas en pocos instantes sobre la pantalla de la imaginaci¨®n las im¨¢genes fundamentales que componen la pel¨ªcula de la propia vida, para los primeros la noticia del fallecimiento de alguien a quien se conoci¨® suele dar lugar a una experiencia en cierto sentido an¨¢loga. Ya no nos distrae la an¨¦cdota reciente o aquel lejano episodio, sino que dibujamos el recuerdo de esa persona de un solo trazo, con un ¨²nico golpe de memoria.
Siempre tiene algo -mucho- de presuntuoso aventurarse a afirmar, rotundamente, en qu¨¦ t¨¦rminos pasar¨¢ a la historia de la filosof¨ªa un pensador que acaba de desaparecer: el autor del pron¨®stico parece colocarse en un lugar fronterizo al del narrador omnisciente, insinuando que conoce las claves por las que alguien alcanza la posteridad. Pero incluso situ¨¢ndose en la m¨¢s modesta de las perspectivas, una cosa se puede afirmar, sin apenas margen de error: Richard Rorty, junto con Jacques Derrida, J¨¹rgen Habermas y Gianni Vattimo han constituido -m¨¢s all¨¢, como es obvio, de las enormes diferencias entre sus propuestas- los cuatro puntales b¨¢sicos del pensamiento filos¨®fico en el ¨²ltimo cuarto del siglo XX.
En el caso de Rorty ese lugar de privilegio lo ha adquirido gracias a una obra animada por una particular combinaci¨®n de curiosidad a prueba de dogmas y de sensibilidad extrema hacia los problemas colectivos (o de las dimensiones gnoseol¨®gica y ¨¦tico-pol¨ªtica del pensamiento, si se quiere utilizar una jerga m¨¢s profesional).
Desde su temprana antolog¨ªa sobre la filosof¨ªa anal¨ªtica, en cuya introducci¨®n asumiera el r¨®tulo -acu?ado por Gustav Bergman- de giro ling¨¹¨ªstico, que tanta fortuna ha obtenido con posterioridad, hasta su reciente di¨¢logo con Vattimo sobre el futuro de la religi¨®n, pulcramente editado por Santiago Zabala, podr¨ªa afirmarse que el conjunto de la trayectoria rortiana se balancea permanentemente entre ambas dimensiones, alternando las contribuciones de uno u otro tipo.
Del primero ser¨ªa representativo el texto que m¨¢s notoriedad le proporcion¨® y en el que el autor mostraba su particular estilo filos¨®fico, hecho a partes iguales de esp¨ªritu cr¨ªtico y de apertura te¨®rica (precursora del di¨¢logo interparadigm¨¢tico), su ya cl¨¢sico La filosof¨ªa y el espejo de la naturaleza, mientras que del segundo cabr¨ªa mencionar el pol¨¦mico Forjar nuestro pa¨ªs, en el que entraba, de manera decidida, en el debate acerca de qu¨¦ significa ser de izquierdas en las sociedades occidentales desarrolladas de nuestros d¨ªas. Sin olvidar, claro est¨¢, los trabajos recogidos en los tres vol¨²menes de Escritos filos¨®ficos, el libro Consecuencias del pragmatismo y, sobre todo, esa fundamental aportaci¨®n a la reflexi¨®n metafilos¨®fica que es Contingencia, iron¨ªa, solidaridad.
Porque es en este ¨²ltimo texto donde podemos encontrar, abiertamente explicitado, el sentido ¨²ltimo del proyecto rortiano. Es en ¨¦l d¨®nde se presenta la definici¨®n del fil¨®sofo ironista como aquel que "pasa su tiempo preocupado por la posibilidad de haber sido iniciado en la tribu err¨®nea, de haber aprendido el juego de lenguaje equivocado". No se trata, ciertamente, de una preocupaci¨®n menor. Porque si fuera el caso que el proceso de socializaci¨®n que le convirti¨® en ser humano al darle un lenguaje le hubiera dado un lenguaje equivocado, entonces ello mismo le hubiera convertido en "la especie err¨®nea de ser humano". La iron¨ªa no proporciona la soluci¨®n, sino que nos hace conscientes del problema. Si de algo sirve la iron¨ªa es precisamente como remedio contra la idea de que la ciencia natural, la teolog¨ªa o la filosof¨ªa estar¨¢n alguna vez en condiciones de dar con la ¨²nica descripci¨®n verdadera y real de la esencia del hombre. De ah¨ª su luminosa afirmaci¨®n: lo que distingue a unos fil¨®sofos de otros es precisamente qui¨¦n es el objeto de su envidia. Los fil¨®sofos anal¨ªticos siempre han envidiado a los cient¨ªficos de la naturaleza o, como m¨ªnimo, a los matem¨¢ticos. Rorty, en cambio, si tiene que elegir compa?¨ªa para llevarse a una isla desierta, da los nombres de Blake o de Rilke.
Casi sin darnos cuenta, la evocaci¨®n ha acabado por devolvernos al punto de partida. ?sta es la ventaja que tiene escribir (buenos) libros: sus autores nunca se terminan de morir del todo, lo que es como decir que son un poco m¨¢s seres para la vida que el resto de los mortales.
Me llega la noticia del fallecimiento de Richard Rorty y, como en un fogonazo, no consigo evitar imagin¨¢rmelo adornado con los rasgos que mostraba en sus textos: inteligente, mordaz, brillante y pleno de entusiasmo. ?Ah! y ri¨¦ndose de todo, como s¨®lo lo pueden hacer los grandes.
Manuel Cruz es catedr¨¢tico de Filosof¨ªa en la Universidad de Barcelona e investigador en el Instituto de Filosof¨ªa del CSIC.
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