El sue?o contin¨²a (notas sobre 'Cymbeline')
EL CLICH? dice que Cymbeline es una obra menor, excesiva y desballestada y que por eso se representa tan poco. El doctor Johnson la calific¨® de "unresisting imbecility". Los m¨¢s amables dicen que es una pieza de transici¨®n hacia Cuento de invierno y La tempestad. Y que en parte la escribi¨® Fletcher. Eso no me lo creo ni de co?a: es Shakespeare puro en estado de dislocaci¨®n, una de sus comedias m¨¢s extra?as y m¨¢s bellamente escritas: bastar¨ªa citar el mon¨®logo de Ioachimo en la escena del arc¨®n, el conmovedor responso de Fear No More, o el momento en el que P¨®stumo recupera la sensatez. O casi todos los parlamentos de Imogen. ?C¨®mo pudo Johnson quedarse mirando el dedo narrativo sin ver que se?alaba a la otra cara de la luna y ser tan sordo a su fulgor po¨¦tico? A primera vista, Cymbeline parece un bric-¨¤-brac de chatarra isabelina. Una madrastra mal¨ªsima, un amor traicionado, hijos perdidos, fantasmas, enga?os, chica vestida de chico, sombras de incesto, batallas... O un refrito de ¨¦xitos anteriores de Shakespeare. Tiene la desmesura de Tito Andr¨®nico, el travestismo de Como gust¨¦is, los celos de Otelo, el juego de los venenos de Romeo y Julieta, el carcelero de Medida por medida, el carrusel de revelaciones finales de La comedia de los errores, pero todo en un tono a caballo entre la comedia ligera y el cuento alucinado. El rey que le da t¨ªtulo no pinta un pimiento; la reina ni siquiera tiene nombre: puros mcguffins para que la trama eche a andar. Se dir¨ªa que, como Hitchcock en V¨¦rtigo, Shakespeare se pasa por el forro la verosimilitud del relato y procura dejar bien claro desde el principio el desd¨¦n que le inspira su maquinaria. P¨®stumo se exilia a una obvia Roma renacentista, donde tienen lugar escenas inspiradas en el Decamer¨®n, y en el acto siguiente estamos, por la cara, en la Roma Imperial, donde C¨¦sar declara la guerra a una Britania c¨¦ltica. Bloom tiene raz¨®n cuando dice que Cymbeline es un poema dram¨¢tico m¨¢s que un texto teatral, aunque lo cierto es que, como acaba de demostrar Cheek by Jowl en el Barbican, esc¨¦nicamente funciona de perlas. Shakespeare consigue, por alegr¨ªa inventiva y pura audacia de estilo, que te tragues todas sus ruedas de molino. Y Declan Donnellan, que la emoci¨®n brote en los pasajes m¨¢s turulatos: el despertar de Imogen junto al cuerpo decapitado del idiota Cloten, al que toma por su amado P¨®stumo. Ya conocen la manera de Donnellan a la hora de abordar al Bardo. Est¨¦tica: cortes austroh¨²ngaras con uniformes eduardianos, espacios desolados, luces bajas y sombras largas (gentileza de sus eternos cofrades Nick Ormerod & Judith Greenwood). Po¨¦tica: extrema claridad expositiva, fluidez prest¨ªmana. Escenas encapsuladas: cada una empieza cuando est¨¢ acabando la anterior. Enormes actores, por supuesto. Y una direcci¨®n minucios¨ªsima y transparente, es decir, de las que no se notan. Entre un sof¨¢ Imperio, cuatro sillas y dos veladores, los miembros de la corte, puro daguerrotipo en sepia, tejen una telara?a a ritmo de minu¨¦ en torno a la inmaculada Imogen, que la estupenda Jodie McNee interpreta como una quintaesencial rubia hitchcockiana enfundada en seda granate. Imogen es uno de los grandes personajes femeninos de Shakespeare: ¨ªntegra, valiente, todo coraz¨®n, rebosante de fe y fidelidad a su hombre. El problema es que su hombre es un idiota peligros¨ªsimo. Y no es el ¨²nico: est¨¢ rodeada de imb¨¦ciles. Tras jurarse amor eterno, P¨®stumo se traga en un pisp¨¢s que ella le ha traicionado y la manda matar. A mitad de la obra, ambos creen que el otro ha muerto. Hasta que resucitan, literalmente. De eso va Cymbeline: resurrecciones, renacimientos espirituales. En ese sentido, s¨ª anticipa Cuento de invierno, pero lo verdaderamente interesante de la obra es su tratamiento de la realidad. Shakespeare ampl¨ªa la noci¨®n barroca de la vida como sue?o y representaci¨®n dando un paso m¨¢s all¨¢ (nunca mejor dicho) para establecer el concepto de sue?os en paralelo: tanto P¨®stumo como Imogen despiertan creyendo dejar atr¨¢s una pesadilla para comprobar que se encuentran en una realidad terror¨ªficamente on¨ªrica en la que nada parece encajar. O sea, la realidad pura y dura. A P¨®stumo le visitan sus padres muertos y le dejan una tablilla como prueba de su existencia. "El sue?o contin¨²a", dice Imogen junto al cad¨¢ver sin cabeza de Cloten. "Ya despert¨¦, mas dentro y fuera de m¨ª a¨²n lo siento. No imaginado, bien palpable". No s¨®lo lo real es incongruente: ellos mismos se sienten irreales, sorprendidos por las decisiones que han tomado. Subrayar sutilmente este onirismo duplicado sin perder la claridad es la gran baza de Donnellan, que enmarca la corte con entretelones de "teatro sobre el viento armado" y unifica el anverso y reverso de los idiotas haciendo que un grand¨ªsimo actor (Tom Hiddleston, al que ya vimos el a?o pasado como el celoso y psic¨®pata Alsemero de The Changeling, y que aqu¨ª se lleva la funci¨®n) interprete tanto a Cloten como a P¨®stumo en un desdoblamiento prodigioso, o que el rey Cimbelino (David Collings) permanezca en escena, con los ojos entrecerrados, como si todo lo que sucede fuera una alucinaci¨®n de su testa senil. Hay puntos d¨¦biles en el montaje: las brillant¨ªsimas escenas de guerra quedan un tanto empa?adas por el dibujo montaraz de los pr¨ªncipes secuestrados, Guiderius y Arviragus (John Macmillan, Daniel Percival), aqu¨ª m¨¢s brutos que Manolico el Corto. Y una general sensaci¨®n de frialdad, de que la funci¨®n no acaba de "bajar", en las ant¨ªpodas del hirviente Changeling. Es cierto que las dimensiones del Barbican (para no hablar de su p¨¦sima ac¨²stica) jugaron en contra del estreno londinense, donde a ratos ten¨ªas la sensaci¨®n de estar contemplando una partida de ajedrez con fichas humanas movidas por tiral¨ªneas. La inquietante escena del arc¨®n, por ejemplo, que Donnellan "filma" (de nuevo) muy hitchcockianamente, d¨¢ndole el tempo preciso para establecer atm¨®sfera y suspense, es posible que se vea mucho mejor en el Espa?ol o en Almagro, pr¨®ximas paradas de Cymbeline.
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