Asar sardinas
Hace miles de a?os la humanidad dio un salto mortal cuando descubri¨® las delicias de cocinar a la brasa, hasta el punto que el mismo Dios quiso participar en el fest¨ªn, arrimando el ascua a su sardina. Desde entonces la domesticaci¨®n del fuego se considera el principio de la civilizaci¨®n aunque su culto encierra muchos misterios.
Los te¨®logos tridentinos condenaron a los pecadores al fuego eterno, los poetas rom¨¢nticos demostraron que no hay m¨¢s infierno que la pasi¨®n no consumada, los ilustrados le atribuyeron a ese rayo enigm¨¢tico la luz de la raz¨®n y los artistas supieron desde el primer momento que las formas m¨¢s puras de arte imitan el trazo inexplicable de aquella llama primigenia. No hay abstracci¨®n geom¨¦trica o filos¨®fica que no pase por el aro flam¨ªgero. Los ojos de Picasso brillaban con el mismo resorte sagrado que ven¨ªa de la pintura rupestre y Juan Mars¨¦ defini¨® a la m¨¢s grande bailaora de flamenco de todos los tiempos, como un garabato de fuego. Carmen Amaya pas¨® de bailar en los colmados m¨¢s humildes de la Barceloneta a triunfar con su danza de fuego en el Carnegie Hall de Nueva York. Cuenta la leyenda que tuvo que abandonar la lujosa suite que ocupaba con toda la trouppe de su parentela en el hotel Waldorf Astoria debido a su costumbre de encender fuego en el bid¨¦ para asar sardinas, aunque en verdad lo hac¨ªa para invocar el misterio de la danza que, como dijo un poeta, tiene la forma vieja y cambiante de la hoguera.
Los hombres de Cromagnon aprendieron a utilizar el fuego para inventar el mundo en la oscuridad de las cuevas. Desde entonces cada solsticio de verano, de Oriente a Finisterre, la noche sigue llen¨¢ndose de antorchas para recordar que la relaci¨®n del hombre con el mundo a¨²n se basa en la po¨¦tica de aquel misterio. El fuego es nuestro principio de incertidumbre. De ni?os su hechizo antiguo nos fascinaba, porque marcaba con una precisi¨®n de calendario solar el comienzo de un tiempo feliz.
En el barrio donde crec¨ª, las hogueras de San Juan llegaban con una ristra de bombillas de colores que cruzaban el cielo de la calle en forma de aspa y en medio de la explanada se montaba la pira con tablas, cartones, mesitas destartaladas, escaleras viejas y trastos de madera que carg¨¢bamos desde los desvanes con un empe?o digno de Prometeo.
A los que hab¨ªan cumplido catorce a?os se les dejaba saltar por encima de las brasas como quien traspasa la barrera del sexo. Muchos ritos de iniciaci¨®n comenzaban en el solsticio atl¨¢ntico con olor a rastrojos y m¨²sica de verbena, por eso en noches as¨ª la gente mira al cielo con un asombro m¨¢s ¨ªntimo que gal¨¢ctico. Aunque el Vaticano haya resucitado las llamas del fuego eterno, el para¨ªso siempre encierra un sue?o a la medida de la nostalgia de cada uno. En el enrevesado laberinto de la humanidad con su iconograf¨ªa de guerra, arte y ciencia, el genio es un garabato de fuego que todav¨ªa baila. Y pese a la barbarie que nos rodea, existe una dicha solar perfectamente compatible con la fuerza de la gravedad, un peque?o ¨¢mbito sagrado y a la vez muy terrenal donde la felicidad se salva al calor de una hoguera, asando sardinas en la playa y tom¨¢ndolas entre amigos con pan de centeno.
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