Esos nativos digitales
Comoquiera que no escarmiento en esta nueva lucha de generaciones que est¨¢ sustituyendo a la vieja lucha de clases, el otro d¨ªa (maldita sea) acept¨¦ la invitaci¨®n-chantaje de un lejano alumno de la Facultad para que diera una conferencia-coloquio a sus disc¨ªpulos quincea?eros en el Instituto de provincias en el que es profesor de Humanidades. No es que mi amigo estuviera interesado en lo que yo pudiera decir; es que recientemente hab¨ªa sido agredido por sus alumnos adolescentes por culpa del doctor Google, la Wikipedia, la blogman¨ªa y otras nuevas herramientas pedag¨®gicas derivadas de la Red. "?Para qu¨¦ sirve un profesor en la era Internet?", le espetaron una ma?ana lluviosa.
El problema de mi amigo el profesor titular, que tambi¨¦n es novelista, son varios. No s¨®lo es un analfabeto digital, o si quieren un pureta anal¨®gico de las mejores a?adas literatas, sino que encima presume de ello. S¨®lo utiliza el ordenador como m¨¢quina de escribir, carece en su casa de la m¨¢s elemental banda ancha o estrecha, ¨²nicamente se inspira en la lectura de libros que tratan de libros literarios (es un fan¨¢tico de la metaficci¨®n), los personajes de sus novelas siempre son escritores m¨¢s o menos bloqueados en el supremo acto de escribir una novela, tiene m¨®vil pero nunca lo emplea para enviar mensajes escritos y la ¨²nica nueva tecnolog¨ªa que utiliza es una ruidosa impresora a dos tintas.
El problem¨®n es que ahora las autoridades de su Instituto, contagiadas por las fiebres did¨¢cticas de la Sociedad de Informaci¨®n, le obligaban a introducir en sus clases la variable Internet y el hombre se hab¨ªa deprimido mucho desde que sus alumnos le lanzaron aquella infame duda de la ma?ana lluviosa, que ¨¦l se tom¨® ad h¨®minem cuando resulta que s¨®lo es un t¨®pico m¨¢s de la Sociedad de Informaci¨®n. Y por eso pens¨® en m¨ª para la maldita conferencia-coloquio, para que "demostrara" a sus alumnos impertinentes que un sesent¨®n que en su d¨ªa, hace casi treinta a?os, tuvo cierta notoriedad de provincias en el meneo de aquel rollo ochental sobre el "impacto de las nuevas tecnolog¨ªas", como entonces se dec¨ªa, que no s¨®lo no exist¨ªa la menor incompatibilidad pedag¨®gica entre los saberes anal¨®gicos y los digitales, sino que era bueno y deseable que el hombre (el Hombre) compaginara ambas t¨¦cnicas pedag¨®gicas para aprender a diferenciar en la Red (ahora llamada la Realidad) las informaciones falsas de las verdaderas, los viejos rigores acad¨¦micos procedentes de la Ilustraci¨®n con esas paranoias procedentes de la Posmodernidad en versi¨®n web, blog o nick.
Pero todo empez¨® mal y acab¨® peor en aquella maldita conferencia-coloquio entre las tres generaciones. Empez¨® mal, muy mal, cuando mi amigo el profesor cuarent¨®n, luego de haberme presentado como "experto tecn¨®logo", la t¨ªpica pu?alada trapera del literato puro, les exigi¨® en plan sobrecargo cabreado de Iberia que desconectaran inmediatamente todas esas tecnolog¨ªas a las que estaban enganchados y de las que yo, "el experto", iba a hablar a continuaci¨®n. Que interrumpieran las conexiones de los tel¨¦fonos m¨®viles multimedia, de los iPod o MP3 que colgaban de sus orejas, que cortaran el cord¨®n umbilical con los chats, messenger, eseemeeses y blogs, y sobre todo, lo que m¨¢s me llam¨® la atenci¨®n, que pulsaran la tecla "off" de sus videojuegos de bolsillo. Y cuando ces¨® el ruido de esa quincaller¨ªa digital propia de cualquier recreo quincea?ero y volvi¨® a reinar en el aula el viejo silencio anal¨®gico y acad¨¦mico, entonces me dio la palabra.
Lo peor, con todo, no fueron los t¨®picos que farfull¨¦ entre la urgente necesidad de combinar los viejos saberes anal¨®gicos con esas nuevas tecnolog¨ªas arrasantes, ni siquiera esa infinita pereza que daba repetir otra vez que el aula local con muros sigue siendo fundamental para distinguir entre las maldades y bondades de Internet, el aula global sin muros. Lo peor fue el coloquio.
Y all¨ª, en aquel Instituto de provincias, descubr¨ª dos cosas: que a pesar de mis pat¨¦ticos esfuerzos sesentones por estar al d¨ªa en esas nuevas m¨¢quinas digitales que nos est¨¢n cambiando la vida, incluso la metaficci¨®n, resulta que las nuevas tecnolog¨ªas de las que yo sermoneaba hace treinta a?os ya son muy viejas tecnolog¨ªas, ya no se fabrican, y no interesan a nadie, y menos a¨²n a esos mutantes del aula que hab¨ªan nacido con los chips trasplantados en el cerebro, como en Matrix, los altavoces del iPod injertados en las orejas y las pantallas de Internet inscritas en la mirada. All¨ª estaban delante de m¨ª aquellos primeros seres de la galaxia posdigital en el momento en que un viejo procedente de la oscura era anal¨®gica les estaba contando las batallitas del abuelo con las primeras m¨¢quinas digitales.
Y dos. Entonces entend¨ª la verdadera envergadura de esa nueva y radical lucha de generaciones que est¨¢ ocurriendo en las aulas, hogares, aceras de la modernidad, tarimas y columnas. El problema, y no s¨®lo el pedag¨®gico, es sencillamente el profundo duelo generacional entre esos nativos digitales que vinieron al mundo con los bits bien puestos y esos inmigrantes digitales que intentamos reciclarnos para los usos y costumbres de la nueva galaxia. Lo extra?o es que a los inmigrantes, de vieja o corta historia, nos toque el suicida papel pedag¨®gico de intentar convencer en sus propios territorios a los nativos. Es como si a los misioneros del XVII les exigieran sus superiores, en un ataque de multiculturalismo, predicar a los nativos las bondades de sus ritos ind¨ªgenas o la superioridad est¨¦tica de las im¨¢genes aztecas respecto a aquella imaginer¨ªa barroca de importaci¨®n evangelizadora.
Y cuando por fin entend¨ª la diferencia de base, o de clase, entre nativos e inmigrantes digitales, algo en lo que nunca hab¨ªa pensado, s¨®lo pude murmurar a modo de fuga con el rabo digital entre las piernas: "Es que s¨®lo soy un inmigrante, perdonen ustedes".
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.