Los malos
AHORA QUE TANTO se debate sobre modelos familiares, ahora que unos (esto me da cierta risa) se destrozan la garganta defendiendo los valores de la familia tradicional, padre, madre, ni?os, y que otros, al contrario, plantean las bondades de la nueva familia (esto tambi¨¦n da cierta risa) y dibujan un panorama id¨ªlico en el que los integrantes del grupo familiar s¨®lo (?s¨®lo?) deban estar unidos por el afecto, yo confieso que crec¨ª en el seno de una familia que practicaba los valores morales de la familia Addams. No llev¨¢bamos estos valores hasta sus ¨²ltimas consecuencias, quiero decir, no llegamos a estar envueltos en delitos de sangre; pero, caramba, hac¨ªamos nuestros pinitos. Los hermanos nos peg¨¢bamos hasta poner el pie en el cuello del vencido y en el calor de la discusi¨®n tir¨¢bamos la mascota del otro por la ventana (las tortugas, por cierto, tienen m¨¢s vida que los gatos). Nuestros juegos preferidos siempre estaban relacionados con torturas orientales, rusas, alemanas..., vaya, depend¨ªa de nuestras lecturas. Nunca lleg¨® la sangre al r¨ªo. A mis progenitores A y B, salir en los peri¨®dicos les hubiera dado much¨ªsima verg¨¹enza. Nuestra educaci¨®n se bas¨® en la verg¨¹enza: "C¨¢mbiate de bragas, que si te pilla un coche, luego en el hospital, qu¨¦ verg¨¹enza". "A fulano le han pillado robando, qu¨¦ verg¨¹enza para sus padres". De esta forma, uno entend¨ªa que lo malo no era el delito en s¨ª, sino la verg¨¹enza que se pasaba si te pillaban. Eso conform¨® mi car¨¢cter durante alg¨²n tiempo, y cuando afanaba cosillas en tiendas del barrio lo hac¨ªa con destreza, pensando en mis padres y en la verg¨¹enza que pasar¨ªan los pobres. Hay algo en el ideario de la familia Addams con lo que tambi¨¦n nos hemos sentido terriblemente identificados: la verg¨¹enza que nos da la felicidad colectiva. Ejemplos de muestra: la felicidad de los padres en las fiestas de graduaci¨®n o las sonrisas de esos militantes que colocan detr¨¢s del l¨ªder que da el mitin. Bien, pues toda esta confesi¨®n innecesaria ven¨ªa a cuento de la verg¨¹enza que pas¨¦ el d¨ªa en que Al Gore apareci¨® en la ceremonia de los Oscar. A m¨ª siempre me ha gustado ese tipo de ceremonias, sobre todo cuando ponen las caritas de los candidatos en pantalla y ves la sonrisa rabiosa de los que pierden. Encuentro que ese momento contrarresta la cursiler¨ªa de los discursos de agradecimiento; pero, maldita sea, este a?o el mundo de Hollywood encontr¨® en Supergore la encarnaci¨®n de la felicidad colectiva. Ellos parec¨ªan verlo como a Superman: al fin y al cabo, Gore es ese hombre encorsetado (como Clark Kent) al que uno se imagina poni¨¦ndose una capa y volando para destruir una f¨¢brica que lanza emisiones de CO2 al espacio espacial. La ideolog¨ªa de Supergore, salvador de planetas, ha calado en el p¨²blico por el optimismo de sus propuestas. Pero he aqu¨ª que otros esc¨¦pticos redomados como yo est¨¢n poniendo en duda que sea tan sencillo luchar contra Lex Luthor. Viviendo en Am¨¦rica, uno se da cuenta de que la salvaci¨®n del planeta es la ¨²ltima moda del cat¨¢logo de rebeld¨ªas posibles, pero, en la pr¨¢ctica, nadie se aplica el cuento. De ah¨ª mi alegr¨ªa, esta semana, cuando el peri¨®dico public¨® una carta de Gustavo Duch Guillot, presidente de Veterinarios sin Fronteras, que a ra¨ªz de la visita de Gore a Barcelona celebraba que haya despertado conciencias, pero pon¨ªa en entredicho su fe en los agrocombustibles, que pueden acabar siendo tan contaminantes como el CO2. El amigo Duch dec¨ªa algo que yo pens¨¦ la misma noche en la que ve¨ªa a los emocionados actores aplaudiendo a su nuevo h¨¦roe: ?qu¨¦ pasar¨ªa si en vez de estar hablando de energ¨ªas alternativas habl¨¢ramos de quitaros parte de vuestros privilegios? No es s¨®lo cosa de ricos, es algo a¨²n m¨¢s inherente a la cultura americana, el despilfarro. Un despilfarro del que nadie se da cuenta: los miles de envoltorios de pl¨¢stico y papel que te dan al d¨ªa en el supermercado y que llenar¨¢n esa misma noche camiones de reciclado; el espect¨¢culo de la comida que se tira en grandes bolsas y que, paradoja, sacan a la calle trabajadores que vienen de pa¨ªses donde la gente muere de hambre; los tremendos 4¡Á4 que han impuesto los fabricantes de coches y las petrol¨ªferas; el agua que se gasta sin control; los aires acondicionados que se ponen ya en marzo en muchos edificios y que la gente contrarresta con calefacciones el¨¦ctricas; la idea de que el fr¨ªo artificial es sin¨®nimo de calidad de vida y de que el hall de un edificio que se precie ha de estar a quince grados m¨¢ximo; el haber desterrado el transporte p¨²blico de la mayor¨ªa de las ciudades y defender que lo m¨¢s sostenible es vivir en urbanizaciones; la incapacidad de que los restaurantes entiendan que las porciones no tienen que rebosar el plato. Todo esto s¨®lo se cuestiona por grupos un tanto extravagantes, como los Freegans, una especie de movimiento que se dedica a vivir de la basura. No son mendigos, para nada; son gente de clase media que han hecho de eso una forma de vida, o sea, otra creencia. Lo de siempre. Andan al acecho por las basuras cuando los estudiantes pijos de NYU o Columbia tiran a la calle aquellos muebles que compraron para su estancia en la universidad. Son movimientos sociales con gracia, pero que acaban teniendo esp¨ªritu de secta. Todas estas cosas me asaltaron aquella noche en los Oscar. Mi tendencia Addams a desconfiar del arrobamiento de la masa por el l¨ªder. Miraba los rostros emocionados de mis actores favoritos y pensaba: y qu¨¦ si os cambiaran la vida, si tuvierais que renunciar al avi¨®n privado que os lleva vestidos de hippies al Machu Picchu; y qu¨¦ si tuvierais que modificar ese sistema mental que os lleva a pensar que todo consiste en que Supergore acabe con los malos. Y qu¨¦ si los malos tambi¨¦n fuerais vosotros.
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