El viajero era ella
Cuando la gran escritora de viajes Jan Morris (Clevedon, Somerset, Inglaterra, 1926), decana y maestra indiscutible del g¨¦nero reverenciada por Chatwin, Thubron o Theroux, aparece frente a la taberna Las Plumas (Tafarn Y Plu) en esta limpia ma?ana en el pueblecito de Llanystumdwy, en el coraz¨®n de Gales, puro qu¨¦ verde era mi valle, entre el mar y las monta?as de Yr Eifl -en las que destaca la cima del Yr Wyddfa, el Snowdon-, uno no puede dejar de sorprenderse. La ya octogenaria autora, de la que ahora se publica en Espa?a Un mundo escrito (RBA), un maravilloso compendio de medio siglo de viajes e historia, llega conduciendo su propio autom¨®vil, un moderno y deportivo Honda. Saca la cabeza, hace se?a de que se la espere y pisa a fondo para dar la vuelta al final de la calle, ignorando ol¨ªmpicamente el cartel de "Conduzca despacio, por favor" (en gal¨¦s, "Gyrrwch yn araf").
Es cierto que Morris, de 81 a?os y con nueve nietos, es una abuelita muy especial: fue oficial del exclusivo 9? Regimiento de Lanceros Reales de la Reina (los Delhi Spearmen, con 12 cruces Victoria ganadas durante el mot¨ªn de los cipayos), form¨® parte de la expedici¨®n de 1953 que conquist¨® por primera vez el Everest (Morris dio al mundo la noticia de la llegada a la cima), trabaj¨® como corresponsal de guerra y ha escrito una de las mejores historias del Imperio Brit¨¢nico -la espl¨¦ndida trilog¨ªa Pax Britannia (Faber & Faber)-, am¨¦n de la ¨²nica biograf¨ªa del almirante lord Jacky Fisher (Fisher's face, Viking, 1995). Y es que esta viajera ha viajado a sitios impensables, cruzado arduas fronteras: durante 35 a?os de su vida, Jan Morris fue un hombre, James Humphry Morris, y otros 10 los pas¨® en un "estado intermedio", como lo llama ella -a veces le dec¨ªan en unos lugares que deb¨ªa ponerse corbata, y en otros, el mismo d¨ªa, que no pod¨ªa entrar con pantalones-, con tratamiento hormonal, hasta que en 1972 dio el paso decisivo y se someti¨® a una operaci¨®n de cambio de sexo en Casablanca (todo el proceso, incluidas las partes m¨¢s escabrosas, lo explica en uno de los libros m¨¢s conmovedores y hermosos que jam¨¢s se hayan escrito sobre la condici¨®n humana, Conundrum (F&F, 1974). Siempre supo que era una chica en el cuerpo equivocado. Lo sinti¨® por primera vez a los cuatro a?os bajo el piano de su madre cuando ¨¦sta tocaba a Sibelius. Lo segu¨ªa sintiendo entre los oficiales de su regimiento de lanceros, donde vivi¨® su oculta feminidad como "un esp¨ªa en un cort¨¦s campo enemigo". Cada noche de su vida hasta culminar su cambio rez¨® para que ¨¦ste se produjese y expres¨® ese rec¨®ndito y vehemente deseo a cada estrella que vio caer.
Jan Morris aparca el coche y se acerca con una gran sonrisa en su rostro grande aureolado por una cabellera un punto salvaje. "?Le gustan los coches?, a m¨ª me apasionan". Es obvio que es consciente de los azoramientos iniciales que pueden sufrir sus interlocutores, y espera a que uno se decida a darle un apret¨®n de manos o besarla. Y quien firma estas l¨ªneas opta impulsivamente por ambas cosas. Una vez, en su periodo intermedio, un taxista de Fiji le pregunt¨® directamente: "?Es usted un hombre o una mujer?", y cuando ella, bajando los ojos, le contest¨®: "Una madura, respetable y rica viuda inglesa", ¨¦l le puso la mano en la rodilla con un "?justo lo que buscaba!". Viste Morris m¨¢s que casual: unos vaqueros apretados y gastados y una camiseta de rayas que le da un pertinente aspecto de gondolero fond¨®n (uno de sus m¨¢s c¨¦lebres libros, editado por Pen¨ªnsula, es precisamente Venecia). Calza zapatitos de colegiala -aunque ah¨ª cabr¨ªan los pies de varias colegialas-. Jan Morris nos tiene que guiar hasta su legendaria casa, Trefan Morys, en una zona de pastos y bosques cerca del r¨ªo Dwyfor, rico en salmones, y lo hace, previa visita a la casa museo de Lloyd George, donde trabaja uno de sus hijos, advirtiendo jocosamente: "El sendero es un poco agreste, por suerte lleva un coche alquilado". Es dif¨ªcil seguirla. En el camino, un conejo se ha quedado mirando el paso de la escritora con ojos desorbitados.
Trefan Morys, de la que ha escrito la autora en un libro delicioso, La casa de una escritora en Gales (RBA, 2002), son las antiguas y espaciosas caballerizas de una antigua mansi¨®n convertidas en residencia por Morris y su mujer, Elizabeth Tuckniss -con la que ha tenido cinco hijos y con la que ha seguido viviendo, en una ejemplar historia de amor, despu¨¦s de su cambio de sexo (aunque divorciados por imperativo legal)-. Aparcamos los coches en el abigarrado jard¨ªn, desbordante de vegetaci¨®n, y ah¨ª en la puerta de la casa est¨¢ Elizabeth, menuda y encantadora, con el t¨¦ preparado y preparada tambi¨¦n ella para soportar los interrogantes que indefectiblemente se abren en los ojos de las visitas. Cuando se le entrega a Jan Morris el ramo de flores comprado como gesto propiciatorio en Criccieth, la escritora se lo da a su vez, en un elocuente gesto, a Elizabeth. La suya era una relaci¨®n que parec¨ªa imposible, m¨¢s a¨²n porque Morris no le ocult¨® nada desde el principio. Pero ha funcionado de una manera que ya querr¨ªan muchos matrimonios convencionales. Para Morris hay una explicaci¨®n sencilla: el amor y la amistad. Tuvieron hijos -"lo m¨¢s cercano a ser madre era ser padre", ha escrito inapelablemente Morris-, y esos hijos, a cuya madurez esper¨® Morris para explicarles su naturaleza y operarse, le siguen profesando, recalca, cari?o y respeto. Durante un tiempo, cuando ¨¦l empez¨® a vivir abiertamente como mujer, la pareja se hizo pasar por cu?adas.
Morris dirige una visita por las estancias de las dos plantas de la casa, que es un verdadero museo biblioteca, con las paredes forradas de libros -una r¨¢pida mirada arroja tesoros como una primera edici¨®n de Cabool, de Burnes, Charge to glory!, de Blunt, o la historia del 9? de Lanceros- y pleno de objetos sensacionales: un trozo del ca?o en que beb¨ªa el semental Justin Morgan (1793-1821), el primero de esa estirpe m¨ªtica de caballos, los Morgan Horses (?c¨®mo le gustar¨ªa el detalle a Fernando Savater!); una de las butacas de madera (de 1912) con las que los galeses premian a sus bardos, preciosas maquetas de las famosas e ind¨®mitas Western Ocean Yatchs -las goletas del vecino Porthmadog (Morris las ha colocado sobre las vigas transversales en la planta de arriba)-, cuadros (Venecia, un viejo Dreadnought -quiz¨¢ el HMS Inflexible de Fisher-, el c¨¦lebre retrato que le hizo a la escritora Arturo Di Stefano en 2005 con un aire a lo Hockney), fotos, el relieve de piedra de un le¨®n alado veneciano, el "¨²ltimo" milano rojo gal¨¦s disecado (la especie se ha recuperado) o una lechuza que monta guardia cerca de la mesa del escritor y que remite a la leyenda galesa de Blodeuwedd, la mujer hecha de flores por un mago y convertida luego en esa ave nocturna -la historia est¨¢ en el Mabinogi, uno de los libros favoritos de la autora-. Morris se excusa y entra en el lavabo. Y uno siente un extra?o embarazo. En el ¨²nico dormitorio de la vivienda hay una sola cama. Sobre ella, en un lado, hay un libro sobre la guerra naval en el ?ndico, obviamente, el libro que Jan Morris est¨¢ leyendo; en el otro, una novela rom¨¢ntica.
Morris se muestra amable y divertida. Pero observa al visitante con profunda atenci¨®n. Tras el velo desenfadado brillan una inteligencia aguda y una comprensi¨®n de lo humano que hacen pensar en Tiresias, el adivino que cambi¨® de sexo al contemplar a dos serpientes apare¨¢ndose y al que los dioses hicieron ¨¢rbitro de la peliaguda cuesti¨®n de qui¨¦n disfruta de m¨¢s placer en el amor, si el hombre o la mujer (estableci¨® que la mujer, y eso le granje¨® el odio de Hera) -en el jard¨ªn de Trefan Morys, por cierto, hay serpientes-. La entrevista se desarrollar¨¢ en varias fases. El tema de la transexualidad tardar¨¢ en aparecer. No hay ning¨²n tab¨² impuesto, pero simplemente es dif¨ªcil lanzarse al asunto de entrada, darle una palmada en el hombro a Morris y espetarle algo as¨ª como "qu¨¦, ?d¨®nde ha dejado el lancero su lanza?". Sentados en el espacioso sal¨®n, la escritora acaricia a su gato Ibsen y muestra la foto del felino de otro gran escritor de viajes, su amigo Patrick Leigh Fermor.
?Cu¨¢l es el personaje que m¨¢s le ha impresionado de los que ha conocido en su vida de periodista, escritora y viajera, y de los que habla en ese compendio de historia del siglo XX que es 'Un mundo escrito'? ?Edmund Hillary, Che Guevara, el nazi Adolf Eichmann [cuyo juicio cubri¨® para 'The Guardian'], Irving Berlin, Guy Burgess, Kim Philby, Jruschov, Haile Selassie, el sult¨¢n de Om¨¢n, el cazanazis Wiesenthal, Bruce Chatwin...?
J. G. Link.
?Qui¨¦n?
Joseph Gluckstein Link. Era peletero oficial de la reina de Inglaterra, escribi¨® un importante libro sobre las pieles y fue director de la Hudson's Bay Company. Pero era m¨¢s que eso. Escribi¨® una serie de novelas policiacas experimentales en las que pon¨ªa pistas dentro de los libros, pa?uelos con sangre y cosas as¨ª. Fue jefe de escuadrilla de la RAF en la II Guerra Mundial. Tambi¨¦n sab¨ªa mucho de vinos alemanes. Y sobre todo, era la mayor autoridad en Canaletto. Fue el comisario de la gran exposici¨®n en el Metropolitan en 1989.
?Y le impresion¨® m¨¢s que Eichmann?
?Y era mucho m¨¢s amable! S¨ª, es la persona que m¨¢s he admirado en mi vida. Todo lo que uno puede pedir en un hombre. Voy a hablar de ¨¦l en Alegorizaciones, el libro que preparo y que se publicar¨¢ tras mi muerte.
Ya que estamos, d¨ªgame algo de Eichmann.
Es una figura p¨¢lida en mi memoria. Llevaba meses en manos de los israel¨ªes cuando lo vi. La vida hab¨ªa escapado de ¨¦l. M¨¢s que la banalidad del mal, expresaba aburrimiento. Hablaba del asesinato de los jud¨ªos como podr¨ªa haber hablado de f¨²tbol. No me pareci¨® en absoluto una figura sat¨¢nica, sino blanda, tediosa y vulgar.
?Y qu¨¦ le pareci¨® el Che?
Lo conoc¨ª cuando s¨®lo era Ernesto Guevara, presidente del Banco Nacional de Cuba. No era una figura muy impresionante, parec¨ªa un funcionario.
Vaya, ?y Hillary? Los vio bajar, a ¨¦l blandiendo el piolet en se?al de triunfo, y a Tenzing, aquel glorioso d¨ªa, el 29 de mayo de 1953, en el Everest.
Hillary es realmente un h¨¦roe. Y a la vez, un hombre sencillo. Se hizo famoso de un d¨ªa para otro, pero eso no le gust¨®. Ha pasado el resto de su vida dando las gracias al pueblo sherpa por su ayuda y ayud¨¢ndolos, para pagar su deuda con ellos. Perdi¨® a su mujer y a su hijo en un accidente de avi¨®n. Le admiro mucho, aunque no como a Tenzing. Tenzing es una figura m¨¢s tr¨¢gica. Era como un pr¨ªncipe, ?sabe?, intensamente glamouroso; cuando vino a Europa era tan maravilloso como un unicornio. Todos estaban fascinados con ¨¦l. No s¨®lo era hermoso, sus maneras...
Usted debi¨® de saber el primero qui¨¦n de los dos hab¨ªa llegado antes a la cima. Estaba all¨ª, los vio bajar.
Esa cuesti¨®n me la han formulado un mill¨®n de veces. No les pregunt¨¦.
Pues no es de buen periodista, si me permite que le diga.
A¨²n pienso que no es lo importante. Tenzing naci¨® en una tienda de piel de yak, ?lo sab¨ªa? Era imposible tener m¨¢s desventajas en la vida. Pas¨® de ah¨ª al gran mundo, y estuvo con reyes sin perder el sentido com¨²n, como dir¨ªa Kipling. En la fiesta en el campamento base tras el descenso me dio una foto suya con unos perros tibetanos, y me la firm¨®. Luego ca¨ª en la cuenta de que eso era lo ¨²nico que sab¨ªa escribir, su nombre. Debo de tener la foto por aqu¨ª.
?Se acuerda de usted mismo en la monta?a, ese joven apuesto, decidido y musculoso, "m¨¢s ritmo que melod¨ªa", que era entonces y que aparece en su libro 'Coronation Everest'?
?C¨®mo voy a olvidarme de mi vida? Estar ah¨ª, en el Everest, me dio una buena historia. Mi ambici¨®n me llev¨® all¨ª, eso y que en The Times todos eran demasiado mayores para apuntarse a algo as¨ª. Con la gente de la expedici¨®n, y de las anteriores, hemos seguido vi¨¦ndonos, nos reunimos en un pub en Pen Ysyrwd.
?Cree que Mallory e Irving lo consiguieron antes que Hillary?
Conoc¨ª a Odell, el ¨²ltimo que los vio subir aquel 8 de junio de 1924. ?l cre¨ªa firmemente que hab¨ªan hecho cima, ten¨ªa un convencimiento espiritual. Comimos juntos un s¨¢ndwich y casi me convenci¨®.
No parece que en general le hayan impresionado mucho los personajes a los que ha tenido la suerte de conocer.
Mire, sinceramente, nadie como mi peletero o como Jack Fisher, al que no conoc¨ª, pero reina en mi pante¨®n particular.
El almirante lord Fisher (1841-1920), creador del acorazado, que acu?¨® la frase "Think in oceans". Tiene usted un busto suyo de bronce en la terraza y una gran foto en su armario. ?Por qu¨¦ Fisher?
No le importaba lo que pensaran los otros, era brillante en su oficio, iconoclasta, egoc¨¦ntrico, la m¨¢s notable personalidad en la Royal Navy desde Nelson, y un hombre divertido. Me fascina desde la primera vez que vi su foto. Su cara... Pasando revista a la Flota brit¨¢nica, le preguntaron al sult¨¢n de Marruecos qu¨¦ le hab¨ªa impresionado m¨¢s -todos esos acorazados-, y dijo: "El rostro del almirante". La mitad de m¨ª est¨¢ enamorada de ¨¦l, y la otra mitad quisiera ser ¨¦l.
H¨¢bleme de su impulso de viajar.
Cuando era peque?o, los barcos me fascinaban, quer¨ªa ver ad¨®nde iban. Pero el viajar en realidad empez¨® con el ej¨¦rcito y la guerra. As¨ª comenz¨® todo. A los 17 a?os ya estaba en el ej¨¦rcito, y el ej¨¦rcito me hizo viajar, todo un Grand Tour de uniforme: Italia, Egipto, Palestina, Malta, Austria. Era oficial de inteligencia en mi regimiento y ten¨ªa que observar y escribir informes. Luego lleg¨® el periodismo, como corresponsal segu¨ª viajando -recorr¨ª el mundo- y escribiendo no ficci¨®n. No tengo ninguna filosof¨ªa del viaje como algunos colegas escritores. Viajar es simplemente parte de mi vida, como respirar. Es un gran placer, uno de los mayores. Pero siempre escribo, no viajo sin escribir.
?No hay algo m¨¢s?
?Metaf¨ªsico? No. No era un deseo de escapar, si se refiere a eso. Aunque con el tiempo he pensado que quiz¨¢ mi vocaci¨®n viajera, ese incesante vagabundeo, tenga que ver con un af¨¢n de b¨²squeda, mi aspiraci¨®n a la unidad, a la totalidad de m¨ª misma.
?C¨®mo se hizo escritora?
Creo que siempre lo he sido. Despu¨¦s de dos d¨¦cadas de periodismo empec¨¦ a escribir libros. Lleg¨® de una manera natural. He pasado la vida mirando cosas y observando su efecto en m¨ª. Y he dedicado lo mejor de m¨ª a escribir libros.
Sus libros son maravillosos. Capturan el alma de los lugares con una mezcla de sensibilidad, experiencia personal, visi¨®n period¨ªstica para el detalle y profundidad hist¨®rica, sin olvidar el humor. Lo que dice de Venecia, Trieste, Nueva York... pero tambi¨¦n de Ayers Rock, de Marienbad... es inteligente y hermoso.
Mis mejores libros son m¨¢s hist¨®ricos que topogr¨¢ficos. Trato de describir el detalle, pero a la vez ofrecer una visi¨®n impresionista, general, del lugar.
Sus dos preciosas novelas sobre Hav, esa ciudad que ha inventado y que es todas las ciudades que usted ama, con su leyenda del trompetero, su torre china inspirada en los preceptos del 'feng shui', las supuestas visitas de Marco Polo, Napier, Nijinski y Hitler, hacen pensar en Calvino y en Ursula K. Leguin.
?De verdad? Admiro a Calvino, no hab¨ªa pensado en la relaci¨®n con Las ciudades invisibles.
Colin Thubron, el autor de 'En Siberia', dice que hay que viajar solo.
Completamente de acuerdo. Has de ser totalmente ego¨ªsta y cultivar una suerte de indolencia ¨²til. La mejor forma de relacionarse con un lugar es deambular, sola, con las antenas desplegadas.
Ha dicho usted que es m¨¢s f¨¢cil viajar como mujer, debe saberlo.
Mucho m¨¢s f¨¢cil. Las mujeres de todo el mundo te ayudan, son m¨¢s solidarias. Una mujer despierta menos recelos en cualquier sitio.
Ha regresado a los lugares que visit¨®.
Me gusta volver, aunque a veces te llevas una gran decepci¨®n. La frescura ha desaparecido. Ahora he tenido problemas para escribir otra vez sobre Oxford, uno de mis lugares favoritos.
Quiz¨¢ no sea culpa del lugar, quiz¨¢ era nuestra propia juventud lo que nos enamoraba de los sitios, como dec¨ªa Conrad.
Tiene que ver con la edad, s¨ª, pero no s¨®lo. He estado en Nueva York cada a?o desde hace 50 y nunca he tenido problema para escribir con frescura de la ciudad. Es parte del lugar tambi¨¦n.
?Cu¨¢l es su lugar favorito?
Venecia. Es una obra de arte. Mi actitud va cambiando hacia ella. Me gusta su melancol¨ªa, lo que tiene de imperio perdido. Es incluso ep¨ªtome de eso, no creo que sea s¨®lo una ciudad. Cuando reemplazaron los caballos de San Marcos por copias me pareci¨® que la magia se iba ?adem¨¢s, los nuevos los situaron mal, con una orientaci¨®n diferente, mir¨¢ndose entre ellos?. Pero no tard¨¦ en descubrir que Venecia, llena de turistas, era bella de otra manera, una eficiente m¨¢quina comercial, lo que, si se piensa bien, no est¨¢ tan alejado de lo que siempre fue. Trieste me emociona quiz¨¢ m¨¢s, pero es m¨¢s ¨¢rida. Venecia est¨¢ plena de im¨¢genes para cristalizar.
?Y el lugar que menos le ha gustado?
Indian¨¢polis. Tampoco me gusta mucho Par¨ªs.
Uno de sus libros de viajes, 'Spain', est¨¢ dedicado a Espa?a.
Viajamos por todo el pa¨ªs Elizabeth y yo en 1964, en una camioneta VW. Llev¨¢bamos a nuestro hijo Mark. En algunos sitios nunca hab¨ªan visto un ni?o tan rubio y le llamaban "el ¨¢ngel", nos facilit¨® mucho la comunicaci¨®n. Mi hijo Henry vive ahora en Espa?a.
No tiene una gran opini¨®n de Barcelona.
Me parece que hay algo duro en ella, poco humano. Y no me gusta Gaud¨ª. En Barcelona, por cierto, me encontr¨¦ en la calle con Margaret Thatcher, imag¨ªnese.
?Es fetichista?, de los lugares quiero decir.
?Si me traigo cosas? No me lo puedo permitir, tengo la casa muy llena, como ve. S¨ª lo soy de los libros firmados, me emociona poseer algo que ha pasado por las manos del autor.
Sorprende, precisamente en usted, el inter¨¦s por lo militar.
Me gusta la est¨¦tica y las cualidades militares, la amistad, el sentido del honor. Por supuesto, no la violencia, soy una suerte de pacifista-anarquista. No lo pas¨¦ mal en el ej¨¦rcito, conservo amigos.
Su regimiento era muy 'chic'.
M¨¢s el de mi hermano: estuvo en el 21? de lanceros.
El de la carga en Omdurman.
S¨ª, pero despu¨¦s.
Todos esos barcos de la casa, los de las vigas, el junco chino, los pesqueros, el catamar¨¢n cingal¨¦s, el acorazado... ?Significan los barcos para usted algo especial?
Le explicar¨¦ una cosa que escribo en mi libro p¨®stumo. Me veo a m¨ª misma como una alegor¨ªa de tres barcos que dominaron mi juventud. Tres transatl¨¢nticos. El Normandie, bello y femenino, una nave coqueta y consciente de s¨ª misma. El Queen Mary, aburrido pero s¨®lido. Y el United States, fuerte, r¨¢pido, brillante. La gracia del Normandie, lo bien hecho y brit¨¢nico del Queen Mary, la fuerza, digna de un buque de guerra, del United States.
?C¨®mo conjuga su cosmopolitismo de impenitente viajera con su hondo nacionalismo gal¨¦s, su amor a Cymru (Gales)?
Lo vivo como un privilegio. Soy muy afortunada por tener ambos sentimientos. Necesito viajar, pero a la vez, a menudo me enfermo de a?oranza por mi pa¨ªs, Gales. Mi pie izquierdo es viajero, y el derecho lo tengo bien arraigado en la tierra oscura y h¨²meda.
Es hora de ir a comer. Jan Morris declina como un absurdo la idea de llevarla y decide que iremos en su propio coche (!). No tranquiliza que recuerde que hace poco la pararon por exceso de velocidad. Conduce por un paisaje tan victoriano que hasta tiene cisnes. Durante el trayecto, uno puede observarla a conciencia y viene a la cabeza aquella confianza suya de que un d¨ªa saldr¨ªa del detestado cuerpo de hombre, su cris¨¢lida, "si no convertida en mariposa, al menos transformada en una presentable polilla".
Llegamos a un extravagante lugar llamado Portmeirion, junto al mar. La gente que la conoce la trata con absoluta naturalidad. Durante la comida -ella elige y prueba el vino-, su conversaci¨®n est¨¢ llena de observaciones interesantes. Del edificio de Foster en Hong Kong (uno de los mejores libros de Morris es el dedicado a la ciudad -Penguin, 1997-), dice que cuando lo miras por el interior desde abajo parece Piranesi. Habla de la ca¨ªda de Singapur en manos de las tropas de Yamashita. O de Micky Burns, escritor, poeta y comando, pillado por los nazis en el raid de Saint Nazaire y enviado a Colditz, ?desde donde se gradu¨® en Oxford por correspondencia! -por cierto, pose¨ªa un ejemplar de Mein Kampf que le dedic¨® Hitler cuando era corresponsal de The Times-. Burns era amigo de Bertrand Russell, que, subraya Morris, estuvo aqu¨ª, en Portmeirion. Hablamos de Dylan Thomas, y cuando uno se pone estupendo -el vino blanco y tanto castillo y tanto Gales- y recita aquello de "Rage, rage against the dying of the Light" poniendo voz de Richard Burton, se muestra en desacuerdo: "No me gusta combatir con rabia, en ning¨²n caso, ni ir sin gentileza". Ella prefiere a R. S. Thomas, poeta de Cardiff y cl¨¦rigo pante¨ªsta, al que conoci¨® bien, pues viv¨ªa cerca de Trefan Morys y lo ve¨ªa deambular por los bosques observando p¨¢jaros hasta que casi enloqueci¨®. Chatwin surge en la conversaci¨®n. Eran amigos. "No tanto como se dec¨ªa", se ensombrece. En un momento de la charla, Morris se?ala hacia un hotel y dice: "Ah¨ª estuvimos Elizabeth y yo cuando muri¨® nuestra hija de dos meses". Y uno recuerda el conmovedor pasaje en Conundrum en que Jan evoca la muerte de la peque?a Virginia, c¨®mo Morris y su mujer se tendieron en la cama como en el poema de Emily Dickinson y pasaron la noche sin dormir, con las manos entrelazadas, escuchando cantar a un ruise?or y llorando.
H¨¢blenos de su 'conundrum', su enigma, su interrogante.
Mi naturaleza es la misma. Pero he cambiado porque la percepci¨®n de los otros hacia m¨ª es diferente. Como no me tratan igual, cambia mi relaci¨®n con el mundo. No soy otra persona, aunque algunas cosas se han hecho m¨¢s suaves, m¨¢s delicadas, y estoy contenta de que sea as¨ª. No s¨¦ si esas caracter¨ªsticas diferentes de mi personalidad se deben al cambio o a la edad, si naturalmente habr¨ªan llegado igual. Insisto en que yo siempre he sido la misma por dentro. Tras la operaci¨®n, intr¨ªnsecamente no cambi¨¦. Mis opiniones y mis amores son los mismos.
?Le molesta hablar de este tema?
Sinceramente: me aburre. En Estados Unidos, nadie me pregunta. En Gran Breta?a, a¨²n alguien. Para m¨ª es algo ya remoto, antediluviano. Todo lo que ten¨ªa que decir lo escrib¨ª en Conundrum, hace treinta a?os. Pero a¨²n la gente, sobre todo los hombres, esperan revelaciones. No deja nunca de sorprenderme la importancia que los hombres conceden al sexo f¨ªsico.
Me conmovi¨® mucho leer que se hac¨ªa algunos reproches; sobre todo, el choque que pod¨ªa haber causado a otros, supongo que a Elizabeth y a sus hijos.
Pero no me reprocho el cambio, ni por un momento. No hab¨ªa otra manera.
?Qu¨¦ es lo que mueve y determina su vida y su trabajo?
Hay una base ¨¦tica en ambos, creo en la importancia primordial de la bondad. Algo que me parece no una abstracci¨®n, sino una energ¨ªa positiva bien real. La bondad y el amor. Con ellos puedes afrontarlo todo. Y si amas con fuerza, lo haces todo tuyo, las cosas, las ciudades, tu tierra o al almirante Fisher.
De vuelta a casa, Morris, que tiene el h¨¢bito de ir silbando bajito, se prepara para las fotos. Desaparece para volver con unos leves toques de maquillaje. La escritora es muy gentil, y se deja retratar gustosamente en el banco del jard¨ªn, bajo las rosas silvestres. Seg¨²n la incidencia de la luz, sus rasgos parecen m¨¢s o menos femeninos. Morris ha escrito que durante su periodo de ingesta de hormonas, cuando desarroll¨® pechos y otras caracter¨ªsticas de mujer, pero no la hab¨ªan librado a¨²n de su "parafernalia", sus molestas e inelegantes "protuberancias" masculinas, se ve¨ªa como un ser h¨ªbrido, "una quimera", al ba?arse desnuda en su peque?o lago solitario de las Glyders. Ahora, la escritora irradia una extra?a y l¨ªmpida magia: es Titania o la Dama del Lago o aquella legendaria Blodeuwedd. Y se la ve completamente feliz. As¨ª que un cuerpo de hombre puede ser un estorbo, un lastre repulsivo del que librarse... una verdadera lecci¨®n de humildad para todos nosotros. Cuando sus visitantes se marchan, Morris, la gran viajera, les despide en el jard¨ªn, con verdadera pena. Se queda con Elizabeth, con sus fantasmas, sus ciudades amadas y su insondable misterio. Uno siente que ha quedado mucho por decir y se le hace un raro nudo en la garganta. Ya no hay estrechar de manos, el beso es esta vez sin reservas y nos vamos de Trefan Morys colmados de bendiciones, de alguna manera renovados y sin duda diferentes.
'Un mundo escrito', de Jan Morris, est¨¢ editado en Espa?a por RBA.
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