Vuelve el hombre
"QUE S?????, QUE S?, que vi el ¨²ltimo cap¨ªtulo de Los Soprano". Esto se lo respondo a dos lectores que, conociendo mi afici¨®n por la serie, me escribieron sorprendidos porque no haya dicho esta boca es m¨ªa al respecto. Me explico: ganas no me faltaron, pero una columnista, si es limpia y honr¨¢, ha de estar pendiente de no repetir las columnas que escribieron otros columnistas, y el tema ¨²ltimo cap¨ªtulo de Los Soprano estaba megasobado. Por tanto, me contuve. Lo mismo me pas¨® con el asunto Woody, para el cual, lo digo sin ¨¢nimo de lucro, ten¨ªa una cr¨®nica tremenda, chispeante, de las que hacen ¨¦poca, titulada Bienvenido, Mr. Allen (con todo lo que ese t¨ªtulo implica), pero me la pisaron y muy bien pisada Diego Gal¨¢n y Ram¨®n de Espa?a. Dejando a un lado el que servidora tenga verg¨¹enza torera e intente no escribir sobre un material sobeteado, me daba pavor escribir sobre el final de la serie porque tuve una amarga experiencia que me marc¨® har¨¢ tres a?os, cuando se estren¨® Match point. No s¨¦ c¨®mo se me fue la olla y cont¨¦, cuando la pel¨ªcula a¨²n estaba en cartelera, que Scarlett Johanson muere. Como resultado, una fiel lectora de este peri¨®dico y fiel ex lectora m¨ªa me escribi¨® una carta bomba: "?Est¨¢ contenta? Me paso la vida luchando contra esa gente que se empe?a en contarte las pel¨ªculas de pe a pa, y ahora va usted, con sus manos limpias, y me jode una tarde de mi vida. Es usted una hija de puta. Yo la le¨ªa siempre. Hasta hoy". Con este precedente, ?qui¨¦n se atreve a hablar de finales? Porque todo parece indicar que el paso siguiente de esta lectora temperamental ser¨ªa mandarme a casa unos sicarios para que me volvieran la boca del rev¨¦s. As¨ª que yo calladita, como una perra. Eso s¨ª, voy a introducir algunos conceptos que no tienen nada que ver con el argumento en s¨ª. Tengo la teor¨ªa de que Los Soprano ha generado, en el inconsciente er¨®tico colectivo, un nuevo ideal como objeto de deseo: el hombre grande, bis¨®ntico, que vuelve a casa lleno de secretos y que tiene el miembro dispuesto a satisfacer a las mujeres del mundo, a la santa y a las churris; el hombre que lleva una pistola en el bolsillo; el hombre que se cree italiano, aunque nunca haya estado en Italia, pero ha conservado milagrosamente los gestos de sus abuelos y una nostalgia por no se sabe qu¨¦; el engullidor de pasta, de canolis (que son como los piononos granadinos, pero cinco veces m¨¢s grandes); el hombre de modales rudos en la mesa; el que se pone la servilleta para que el tomate no le manche la camisa impecable; el que va a misa, le da un beso a su se?ora a la salida y se larga a echar un quiqui con una periquita; el que hace donaciones a organizaciones solidarias; el que, como dec¨ªa el poeta argentino Ra¨²l Gonz¨¢lez Tu?¨®n cuando la madre se le muere, le pone luto a la guitarra. Esa clase de individuo, con semejante sex appeal, se ha impuesto. Es un gusto que comparten el mundo gay y el femenino. El mundo gay ya hab¨ªa dado un paso adelante, instituyendo la categor¨ªa de oso como canon de belleza. Oso, mucho pelo, mucha carne, promesa de gru?ido y de mordisco. Nada de mariconadas. Gandolfini era, pues, la materializaci¨®n de ese ideal. La cosa es que las mujeres se han apuntado, y los Gandolfini que encuentras por la calle lo saben y act¨²an en consecuencia. El otro d¨ªa andaba yo con una amiga en una cafeter¨ªa del Village tomando una limonada, una cosa muy de se?oritas. A nuestro lado, dos terneros gandolfinianos engull¨ªan paninis como si fueran cacahuetes. Un Gandolfini me dijo: "?Lo que hablan ustedes es italiano?". "No, no", le dije yo, "espa?ol". "Ah", me dice el tipo, "es que yo soy italiano y cre¨ªa que ustedes hablaban italiano". Parece una conversaci¨®n absurda, si no fuera porque una est¨¢ ya acostumbrada: los descendientes de italianos est¨¢n convencidos de que tambi¨¦n lo son. Despu¨¦s de las presentaciones me cuentan que son polic¨ªas, vamos, detectives, de narc¨®ticos, y que en ese momento est¨¢n de servicio. Y yo digo: ?venga ya! Y uno de ellos, para demostrarme que no ment¨ªa, va, se levanta la camiseta y me ense?a la pistola, la pistola metida entre el pantal¨®n vaquero y la espalda. Luego nos da la tarjeta, por si tenemos alg¨²n problema o por si otro d¨ªa queremos tomar otra limonada. Campana, se apellida el t¨ªo. Tony Campana. ?No es extraordinario? Tony me dice que podemos quedar un d¨ªa y que ¨¦l me cuenta historias. Tony dice que una novela con su poco de amor (eso lo pongo yo) y su dosis detectivesca (¨¦l) siempre funciona. El otro Gandolfini interviene: "Yo tambi¨¦n soy artista, a mi manera. Tony, ens¨¦?ale lo que te hice". Y Tony, el detective Campana, sin hacerse de rogar, se levanta y se vuelve a subir la camiseta, dejando no s¨®lo la pistola al aire (lo cual impresiona), sino un prodigioso tatuaje de un tigre que le ocupa casi toda la espalda. Otras t¨ªas en la mesa de al lado dicen: "?Woooow!". Y ese "woooow" va por el tatuaje, por la pipa y por el mismo Campana, que tiene su punto, tan enorme, gandolfiniano, y que por ende est¨¢ atravesando el mejor momento de su vida. Est¨¢ de moda. Nos levantamos, y Campana nos pide el tel¨¦fono. Algo a lo que s¨®lo se atreven en esta ciudad estos italianos falsos que defienden su derecho al morro como un factor gen¨¦tico. Recuerdo ese momento de Uno de los nuestros, cuando ella dice: "Cuando me ense?¨® la pistola me puse cachonda". Yo no comparto el gusto. A m¨ª, cuando me ense?an una pistola no me entran m¨¢s que ganas de correr (y no en el sentido reflexivo del verbo).
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