Vida despu¨¦s de la vida
QUE LA PEDANTER?A est¨¢ mucho m¨¢s instalada en la literatura que en la ciencia es algo que salta a los ojos. Es c¨®mico, por ejemplo, el contraste entre la voluntad de hacerse entender de un cient¨ªfico que sabe que cualquier cosa, por complicada que sea, puede contarse, y la voluntad de algunos estudiosos literarios por hacerse un nombre a base de que nadie les entienda, pertrechados en una jerga acad¨¦mica antip¨¢tica. As¨ª que, como resultado del oscurecimiento de los comentarios sobre literatura, los lectores han huido despavoridos y andan refugiados en los art¨ªculos de divulgaci¨®n cient¨ªfica, que han cobrado un inter¨¦s extraordinario no s¨®lo porque en los ¨²ltimos a?os el estudio del cerebro nos tiene en un ay, sino porque hay grandes escritores en el mundo de la ciencia. Uno de los mejores, Oliver Sacks, planea escribir un libro sobre las grandes pasiones repentinas; s¨ª, esas que asaltan a gente que de pronto se ve abducida por una afici¨®n cultural, como si m¨¢s que a una afici¨®n se entregaran a una fe. Sacks, ese hombre que lleva aliment¨¢ndose con la misma sopa china desde que lleg¨® a Nueva York, tiene tal capacidad de relacionar la experiencia humana y la cient¨ªfica que ha reunido historias de individuos que, tras una operaci¨®n cerebral o un accidente, cambiaron su relaci¨®n con el mundo y desarrollaron pasiones art¨ªsticas. Cuenta el caso de Tony Chicoria, americano, de 42 a?os, que estaba pasando el d¨ªa en el campo y se acerc¨® a una cabina de tel¨¦fonos a hablar con su madre. Chicoria relata con precisi¨®n que se desencaden¨® una tormenta de esas que s¨®lo experimenta el continente americano, y que un rayo sali¨® del tel¨¦fono y le golpe¨® en la cabeza. Chicoria cay¨® al suelo e inmediatamente sinti¨® c¨®mo su cuerpo se elevaba y flotaba en el techo de la cabina mientras observaba con todo detalle c¨®mo una mujer intentaba reanimarle. El hombre sinti¨® una gran paz, ya saben, la luz al final del t¨²nel y el deseo de ir hacia ella. Pero Chicoria volvi¨® en s¨ª: el primer s¨ªntoma de su conciencia fue el dolor de las quemaduras en la cara. Esta experiencia ha sido relatada mil veces. Que levante la mano aquel que no ley¨® en su adolescencia aquel libro de Vida despu¨¦s de la vida (que tire la primera piedra aquel que no admir¨® a Uri Geller y su cuchara). Claro que lo que Sacks cuenta no tiene nada que ver, que me perdone Iker Jim¨¦nez, con misterios paranormales. Las sensaciones mentales del moribundo responden a procesos cerebrales. Pero lo apasionante del caso es la pasi¨®n que se le despert¨® por la m¨²sica despu¨¦s de su viaje de ida y vuelta. La m¨²sica nunca le hab¨ªa interesado demasiado, pero ahora Chicoria no ve¨ªa el momento de salir del trabajo y sentarse a escuchar a los maestros. Confesaba que las l¨¢grimas se le ven¨ªan a los ojos escuchando a Chopin, y se hab¨ªa propuesto a sus 42 a?os sacar alguna melod¨ªa del teclado. Su mujer se separ¨® de ¨¦l. Natural. Chicoria se hab¨ªa convertido en un melomaniaco, y se ve que eso iba en detrimento de las obligaciones que un hombre decente ha de tener con su se?ora. Para Chicoria, la m¨²sica se hab¨ªa convertido en fe. Bien, pues hay muchas otras historias como las del hoy maestro o maestrillo, no exageremos, Chicoria. Personas que tras un trauma cerebral desarrollan inesperadas pasiones art¨ªsticas, religiosas, m¨ªsticas o, ?chatatach¨¢n!, sexuales. El primer pensamiento que me vino a la cabeza tras leer el art¨ªculo de Oliver Sacks fue ese comentario que tantas veces o¨ªmos de ni?os: "?se es que se dio un golpe en la cabeza y se volvi¨® beato", "A fulano, desde que le pegaron la pedrada, como que todo le da igual". Me da la risa loca y solitaria al acordarme de esas historietas que uno ha atribuido luego a la fantas¨ªa infantil o a la superstici¨®n. Yo ten¨ªa un amigo en el pueblo del que todos dec¨ªamos que despu¨¦s de haberse comido las bolillas rojas de unos arbustos se hab¨ªa vuelto un chistoso. ?Y era verdad, el t¨ªo era muy gracioso! Pero m¨¢s lo era que nosotros achac¨¢ramos su guasa, sin ning¨²n resquicio de duda, a la ingesti¨®n de bolillas rojas. Le vi hace a?os, vino a verme a una charla en Valencia, y segu¨ªa tan peculiar y tan tronchante. Tuve la tentaci¨®n de contarle lo de las bolillas, pero no me atrev¨ª, aunque pens¨¦ en cu¨¢nta falta me har¨ªa la ingesta de bolillas en algunos momentos de la vida. ?No resulta sorprendente que todos coleccionemos historias as¨ª? En cuanto se habla con una abuela surge alguna. Mi suegra cuenta que cuatro hermanicos de su pueblo que estaban una tarde calurosa de verano refugiados a la sombra de una higuera se volvieron tonticos de repente y para toda su vida porque les dio un aire. Este caso, para un neur¨®logo, es un reto. No s¨¦ qu¨¦ dir¨ªa Oliver Sacks al respecto, pero mientras en los a?os setenta el tremendo caso de los hermanos tonticos se hubiera dejado en manos de Jim¨¦nez del Oso, hoy seguro que un cient¨ªfico no despreciar¨ªa el miedo at¨¢vico que la gente de pueblo ha tenido toda la vida a las corrientes de aire, de las que eran sistem¨¢ticamente apartados los ni?os y los abuelos; es decir, las personas m¨¢s fr¨¢giles. ?Algo hay, algo hay! Cuatro hermanos no se pueden volver tonticos de golpe y porrazo. Yo, por mi parte, conozco hermanos que son todos tontos del culo, pero eso es otra categor¨ªa y no viene al caso. Para rematar, se me ocurre que si es cierto que un golpe en la cabeza puede despertar pasiones apagadas, haga la prueba, dele un porrazo a su marido, se?ora. O viceversa. Igual tiene mala suerte y al afectado le da por Wagner, pero, qui¨¦n sabe, en una de ¨¦sas se le revela como un Nacho Vidal.
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