La ficci¨®n de la dignidad
Coincidiendo con el secuestro del semanario que public¨® la vi?eta de los pr¨ªncipes de Asturias, aparec¨ªa entre nosotros Contra la censura, ensayos de J. M. Coetzee, audaz explorador del lenguaje, escritor de estilo tan directo y distante como a veces sorprendentemente anfibio y parad¨®jico, a la cabeza de la m¨¢s genuina vanguardia contempor¨¢nea. Cruza por el libro de Coetzee el esp¨ªritu de Erasmo de Rotterdam, de quien admira su extrema libertad intelectual y la "suavidad aterciopelada" de su ambiguo lenguaje en estado de inquietud eterna desde que prefiriera no tomar partido en el enfrentamiento entre cat¨®licos y calvinistas, dos voluntades totalizadoras. Cabe pensar, por cierto, que en la guerra de Espa?a a Erasmo lo habr¨ªan fusilado a la primera de cambio, pues ¨¦ste es un pa¨ªs, dicho sea de paso, no apto para las sutilidades. Pero sigamos. Coetzee sit¨²a el origen del gesto punitivo de censurar en la capacidad de ofenderse: "La fortaleza de estar ofendido radica en no dudar de s¨ª mismo; su debilidad radica en no poder permitirse dudar de s¨ª mismo". Es una hermosa paradoja, que descarta al verdadero literato del oficio de censor. En el caso de los pr¨ªncipes de Asturias, la indignaci¨®n oficial del juez Del Olmo nos confirma algo tan elemental como que, en efecto, sin su capacidad de ofenderse, no habr¨ªa existido represi¨®n y se habr¨ªa incluso evitado que el propio presidente Zapatero registrara la supuesta ofensa y se apresurara a hablar de la dignidad del Pr¨ªncipe: "Puedo decir, sin exageraci¨®n y por conocimiento directo, la gran responsabilidad y dignidad con la que el pr¨ªncipe Felipe realiza su tarea".
As¨ª pues, la ofensa result¨® decisiva en este asunto, tanto como la dignidad, que pudo ser ofendida, seg¨²n Zapatero. Pero tal vez, de haber le¨ªdo ciertas p¨¢ginas de Contra la censura, el presidente habr¨ªa podido a?adir algunas sombras de duda a sus palabras. En el libro de Coetzee se profundiza en el conocimiento de lo que entendemos por dignidad y se analizan, con esp¨ªritu sutil y erasmista, los or¨ªgenes y circunstancias que rodean palabras como censura, ofensa, dignidad. La alta literatura suele alimentar siempre dudas mentales que acaso un cargo p¨²blico no se puede alegremente permitir. ?sa es una de las muchas ventajas de la alta lectura sobre la acci¨®n pol¨ªtica. En cualquier caso, en ese libro de Coetzee el presidente todav¨ªa est¨¢ a tiempo de encontrar, si quiere, una idea que en el fondo no deja de ser sencilla, aunque se halle en Contra la censura agazapada tras un hondo bosque anal¨ªtico. La idea es que para que haya una ofensa tiene que existir un concepto equivocado de la dignidad: s¨®lo hay ofensa si se ignora que la dignidad es una ficci¨®n, un eje m¨¢s de las ruedas del teatro del universo.
As¨ª es, si as¨ª nos parece. El mundo es una ilusi¨®n, un escenario en el que todos tenemos frases que decir y un papel que representar. Cierta clase de actores, al reconocer que est¨¢n en una obra, seguir¨¢n actuando a pesar de todo; otra clase de actores, escandalizados de descubrir que est¨¢n participando en una mascarada, tratar¨¢n de irse del escenario y de la obra. Los segundos se equivocan. Se equivocan porque fuera del teatro no hay nada, ninguna vida alternativa a la que uno pueda incorporarse. El espect¨¢culo, al igual que el teatro kafkiano de Oklahoma, es, por as¨ª decirlo, el ¨²nico que hay en la cartelera. Y lo ¨²nico que uno puede hacer es seguir representando su papel, aunque tal vez con una nueva conciencia, una conciencia c¨®mica.
Dec¨ªa Erasmo que una dignidad digna de respeto es una dignidad sin dignidad, que es muy distinta de una dignidad natural. Y esta opini¨®n me recuerda que los autores que admiramos no se tomaron a s¨ª mismos nunca en serio y supieron siempre que no llegaban a ser ni una mota de polvo en el universo. Coetzee explica que, si bien ¨¦l no es incapaz de ofenderse, no siente un respeto particular por su propio sentimiento de ofensa; no lo toma en serio, en especial como base para la acci¨®n de r¨¦plica. Seguramente, ¨¦l mismo es el primero en no tomarse en serio y en contemplar la literatura como un juego de riesgos y abismos de altura. Es m¨¢s, jurar¨ªa que de la inseguridad saca sus fuerzas; no cede a nada, y nadie que quiera ofenderle puede con ¨¦l. Seguramente le basta con su dignidad propia, secreta, con esa dignidad que no recurre al respeto, porque sabe sobradamente que la esencia del respeto es la pura y simple maquinaci¨®n y, en consecuencia, el enga?o. Y, adem¨¢s, porque sabe
tambi¨¦n que el respeto es siempre superfluo -un a?adido insignificante a la dignidad- y muy parecido a la seriedad de las personas mediocres que ocultan tras sus redundantes dignidades sus defectos mentales.
Recuerdo que un gran amigo me habl¨®, en una noche inolvidable, de las renuncias secretas a todo tipo de poder que constitu¨ªan el asombroso n¨²cleo central de su dignidad propia y m¨¢s ¨ªntima, su dignidad natural. La gente juzga con precipitaci¨®n y no quiere saber -seguramente no le intere-san- las virtudes secretas que componen la dignidad verdadera de los otros. En mi min¨²sculo caso concreto, yo considero que, tras una sucesi¨®n de tomas de conciencia c¨®mica, se ha ido reforzando mi indiferencia hacia cualquier agravio. Eso me hace comprender mejor que, como sugiere Coetzee, las afrentas a la dignidad de nuestra persona no sean ataques a nuestro ser esencial, sino a construcciones gracias a las cuales vivimos, pero construcciones al fin y al cabo. "Las afrentas pueden ser reales, pero no debemos olvidarnos de que lo que vulneran no es nuestra esencia, sino una ficci¨®n fundacional que suscribimos con mayor o menor entusiasmo", es decir, que en realidad, cuando apelamos a nuestros derechos y exigimos reparaci¨®n, har¨ªamos bien en recordar lo insustancial que es la dignidad en que se basan esos derechos: "Si olvidamos de d¨®nde procede nuestra dignidad, podemos caer en una postura tan c¨®mica como la del censor enfurecido".
En su innovadora lectura de Erasmo, Coetzee avisa de que este autor, que no estaba con unos ni con otros, desarma pr¨¢cticamente a cualquiera que decida adoptar la causa erasmista elevando por adelantado al pensador de Rotterdam a la condici¨®n de uno que sabe. Y es que el poder y modernidad del texto erasmiano radican precisamente en su debilidad -su renuncia jocosa y seria a la condici¨®n de gran falo, su evasiva (no) posici¨®n dentro y fuera del teatro del mundo-, del mismo modo que su debilidad radica en su poder de crecer, de propagarse, de engendrar erasmistas: yo mismo, por ejemplo, un caso c¨®mico, el ¨²ltimo -por ahora- de ellos.
Muri¨® Erasmo en Basilea y, como un reconocimiento a su sentido de la libertad individual, en la tumba se grab¨® su lema: No cedo a nada. Tambi¨¦n podr¨ªan haber inscrito aquello que dijo cuando fue instado por el Papa a denunciar las herej¨ªas de Lutero: "Preferir¨ªa morir a unirme a una facci¨®n". En privado, consideraba Erasmo que la controversia de la Reforma era insensata por su fanatismo. La creciente violencia de la rivalidad de las dos facciones le hac¨ªa ver que se parec¨ªan, que era como si estuvieran los dos bandos en connivencia. Acab¨® su vida aislado, acosado. "Rey de los anfibios", lo llam¨® Lutero. "El rey del pero", dice Georges Duhamel. Su posici¨®n en el teatro de la vida era la del que no est¨¢ con nadie, no est¨¢ ni con ¨¦l mismo, de quien se r¨ªe en pleno centro del escenario. Sus anfibios e inseguros puntos de vista nos parecen hoy un buen referente para nuestra higiene pol¨ªtica en un momento en que nos resultan tan dif¨ªciles actitudes intelectuales que sean coincidentes con las de nuestros gobernantes. Hasta el siglo XIX, el gran pol¨ªtico y el gran escritor pod¨ªan confluir en una similitud solidaria de lenguajes. La novela decimon¨®nica, por ejemplo, retrataba el mundo con las mismas categor¨ªas que presid¨ªan la labor del pol¨ªtico que constru¨ªa el mundo. La literatura pod¨ªa ser central, colocarse en el centro del devenir hist¨®rico. En el siglo XX, aquella solidaridad se quebr¨®. El pol¨ªtico y el escritor, la historia y la poes¨ªa, comenzaron a hablar dos lenguajes diferentes e incompatibles; sus mundos empezaron a no coincidir uno con otro. Franz Kafka, heredero del lenguaje parad¨®jico de Erasmo, fue el maestro de esta sutil, decisiva inversi¨®n.
Es por todo eso interesante ver c¨®mo Coetzee aplica al tema de la censura una cr¨ªtica parad¨®jica e insegura, no vacilante, pero "tampoco segura de s¨ª misma". En la medida en que su propia cr¨ªtica del censor es admirablemente insegura (tiene dudas, por ejemplo, acerca de qu¨¦ pensar de los artistas -l¨¦ase aqu¨ª dibujantes de vi?etas- que rompen tab¨²es pero reclaman la protecci¨®n de la ley), su libro est¨¢ dominado por el esp¨ªritu de las incertidumbres de Erasmo, pero tambi¨¦n por sus herederos literarios: los comediantes Cervantes y Sterne, el ambiguo se?or Hamlet, el Gran Teatro de Oklahoma y, al fondo de todo, como una fatalidad feliz, el mundo no menos teatral de Beckett y su viejo solitario avanzando bajo la lluvia en el ¨²ltimo muelle del mundo: un aliado eterno de la broma infinita y enemigo de la ret¨®rica pol¨ªtica y, sin duda, amigo de la dignidad natural, tan com¨²n a todos, nobles y plebeyos, sin distinci¨®n alguna.
Enrique Vila-Matas es escritor.
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