La vida sigue... entre escombros
Los habitantes de Pisco intentan sobreponerse a la tragedia del se¨ªsmo para volver a empezar desde cero
Reza un proverbio jud¨ªo: m¨¢s vale ser pobre que estar enterrado. Eso es lo que piensa ahora Luis Miguel Reyes Marav¨ª, un adolescente que pertenec¨ªa al coro parroquial de la iglesia de San Clemente, en la localidad peruana de Pisco, y que aunque toca la guitarra, no posee una. Lleva tiempo insistiendo a sus padres para que se la compren, pero no ha tenido ¨¦xito y ha aprendido a tocar en los ratos en los que sus amigos le prestaban una. Luis Miguel, alto, desgarbado y con aire despistado, tampoco tiene buena voz y no le dejaban cantar en el coro. Por eso, cuando en la tarde del pasado 15 de agosto el sacerdote navarro Alfonso Berrade le dijo "da igual, vente" a la misa funeral que se iba a celebrar en la principal iglesia de Pisco, el muchacho prefiri¨® marcharse a una fiesta. Siete de sus amigos murieron. Todos en la iglesia.
Los hermanos Levano improvisaron un ata¨²d para su madre con puertas de armarios
"Est¨¢bamos en un segundo piso cuando todo se puso a temblar. Nos dec¨ªamos los unos a los otros 'ya pas¨®, ya pas¨®', pero aquello no paraba", recuerda. Eran las siete menos cuarto de la tarde y el se¨ªsmo dur¨® 3,5 minutos, unos interminables 210 segundos. Se produjo en dos fases. Una primera fuerte, pero no letal todav¨ªa, seguida de una breve pausa de unos diez segundos en la que se fue la luz. Luego lleg¨® una larga sacudida demoledora que alcanz¨® los 7,9 puntos en la escala Richter.
En la casa donde estaba Luis Miguel con otros 15 j¨®venes, la planta baja qued¨® totalmente aplastada y los muchachos se encontraron al nivel de la calle. "Las chicas lloraban; los chicos salieron corriendo". Luis Miguel, hijo de bomberos voluntarios, trat¨® de calmarlas mientras pensaba en c¨®mo se encontrar¨ªa su casa. Su domicilio, situado cerca de la plaza de Armas -nombre que reciben en Per¨² las plazas mayores-, estaba en esos momentos totalmente destruido. Su madre, Nila, y una t¨ªa, Nancy, hab¨ªan conseguido escapar por los pelos. Durante el temblor, y en su nerviosismo, Nancy ech¨® mano de una botella con agua bendita que ten¨ªa y comenz¨® a rociar las paredes rezando para que resistieran. "Comenz¨® a oler a alcohol", explica Luis Miguel riendo. No era agua, sino pisco, el aguardiente local. Las paredes se vinieron abajo.
En medio de la oscuridad y el polvo, varios vecinos llevaron sus coches hasta la puerta de San Clemente e iluminaron el templo con sus faros. La iglesia se hab¨ªa hundido, y del interior sal¨ªan gritos y lamentos. Unas 300 personas se encontraban en la celebraci¨®n. La mayor¨ªa qued¨® atrapada. Luis Miguel porta en el cuello un s¨ªmbolo de su grupo parroquial: un pez de madera en el que est¨¢ escrito su nombre a mano. Aquella noche, recorriendo las hileras de muertos colocados en la plaza, descubri¨® el mismo pez en siete cad¨¢veres. Tres chicos y cuatro muchachas. Todos amigos suyos. "Lo peor era buscarlos entre los muertos".
Este joven de 16 a?os, al que le gustan Alejandro Sanz y Juanes, pasa ahora las noches con los suyos, frente a lo que fue su casa, al calor de una hoguera alimentada con las ca?as de lo que era el techo. Matan el tiempo hablando de cosas que nada tienen que ver con la destrucci¨®n que les rodea. "Nadie sab¨ªa que la iglesia era de adobe. Parec¨ªa tan robusta...". Reconoce que tiene miedo, "pero lo peor son los gritos de mi t¨ªa cuando hay r¨¦plicas, porque me ponen tan nervioso que salgo corriendo", asegura. Su ilusi¨®n es tener una PlayStation, aunque reconoce que a veces es bueno no tener lo que se desea. "Felizmente, nunca tuve una guitarra".
En plena juventud, Luis Miguel se ve con fuerzas para enfrentarse al futuro. Est¨¢ en el extremo opuesto de Hermelinda Valmano, a quien una vida marcada por las penurias y los reveses ha sumido en una profunda tristeza, multiplicada por la tragedia del terremoto y sus consecuencias. A sus 70 a?os y viuda, Hermelinda ya hab¨ªa sufrido un duro golpe con la muerte de su ¨²nico hijo, hace varios a?os. S¨®lo le quedaba un hermano, Eduardo, que con sus sobrinos eran toda la familia de la mujer. Pero el terremoto se llev¨® a cinco de ellos, entre ellos a Eduardo y a las m¨¢s j¨®venes de la familia, tres chicas de 22, 18 y 15 a?os.
A priori, Valmano no ten¨ªa grandes posibilidades de sobrevivir al se¨ªsmo que ha causado, oficialmente hasta ayer, 540 muertos, m¨¢s de un millar de heridos, destruido el 80% de Pisco y dejado en la calle a unas 200.000 personas. Con problemas en la vista y dificultades para caminar, la mujer se encontraba en un tercer piso, en una ciudad donde apenas media docena de edificios de esta altura han quedado en pie. Ella estaba en uno de ellos. S¨®lo recuerda la oscuridad, gritos y las constantes r¨¦plicas despu¨¦s del gran temblor. Cuando lleg¨® a su casa, el cuerpo de Eduardo hab¨ªa sido sacado por unos vecinos y colocado sobre la vereda. Ten¨ªa la cabeza destrozada. Los brazos de las chicas asomaban entre los escombros.
A Valmano le gustaba sentarse a la puerta de su casa a tejer y cocinaba un dulce local, las chocotejas, que vend¨ªa a los conocidos m¨¢s que para ganarse unos soles, para matar el tiempo y charlar. Ahora apenas habla con un hilo de voz y tiene las manos en el pecho constantemente. Est¨¢ desorientada y no comprende el mundo en el que se encuentra, donde hay ni?os que visten ropa de los mayores porque lo han perdido todo, y los perros se echan tristes sobre las ruinas de las casas de sus amos.
Cuando los camiones cisterna que reparten agua se detienen y una nube de personas se arremolina ante la manguera equipados con toda clase de recipientes, Hermelinda se queda quieta, incapaz de entrar en la pugna por el l¨ªquido. Siempre hay alguien que le acerca un balde. Duerme en la calle. Forma parte de la legi¨®n de damnificados que necesitan, adem¨¢s de la ayuda material, apoyo psicol¨®gico. Como los ni?os que no pueden dormir por miedo a que la tierra tiemble, los adultos que se niegan a ponerse no ya bajo techo, sino al lado de una pared en pie por temor a un derrumbe, y todos aquellos que huyen corriendo despavoridos cada vez que al grito de "?maretada!" (tsunami), bandas de rateros tratan de despejar zonas cercanas a la costa para robar. Contra ellos, el presidente, Alan Garc¨ªa, ha desplegado al Ej¨¦rcito en la zona.
Para muchos, ¨¦ste es un tiempo de elegir: pedir ayuda a una organizaci¨®n u otra; buscar agua en tal esquina o en aqu¨¦lla; marcharse de Pisco o quedarse. Para Pedro Marcos Levano, un frutero de 53 a?os, ese momento comenz¨® la misma noche del terremoto. Tuvo que optar entre su madre y su hijo. Ella muri¨®; el muchacho est¨¢ vivo.
"Era un d¨ªa extra?o, porque aunque el mi¨¦rcoles 15 no era festivo, hab¨ªa muchas celebraciones y reuniones", relata bajo la tienda formada por mantas y s¨¢banas polvorientas que ahora es su casa. Levano es un hombre muy familiar, para quien un paseo con su mujer hasta la plaza de Armas, situada a unas quince manzanas, es el mejor de los planes para una tarde. Por eso mismo se encontraban todos celebrando su aniversario de bodas. En total, 10 personas. S¨®lo faltaban Luis, uno de sus ocho hijos, que a esa hora trabajaba en la plaza de Armas, y su madre, quien viv¨ªa a la vuelta de la esquina. La esperaban de un momento a otro. "Cuando todo pas¨® me desesper¨¦. Ni mi madre ni mi hijo estaban, y yo ten¨ªa que elegir a qui¨¦n buscar", recuerda, mientras se le saltan las l¨¢grimas. Levano corri¨® primero hacia la casa de su madre. No encontr¨® m¨¢s que escombros y escuch¨® sus gritos entre los restos de adobe. La sac¨®. "Parec¨ªa que estaba bien, hablaba normalmente, pero insist¨ªa en que le dol¨ªa la cabeza".
Tranquilizado al ver a su madre aparentemente bien, el hombre acudi¨® a buscar a su hijo. "No te muevas de aqu¨ª, ahora mismo vuelvo", le dijo, mientras ella quedaba recostada en la calle. Media hora m¨¢s tarde encontr¨® a Luis, quien regresaba a ciegas desde el centro de Pisco. Cuando volvi¨® a buscar a su madre, ¨¦sta hab¨ªa muerto, probablemente por hemorragia cerebral.
"Cargamos a mi madre en una manta y la llevamos a la plaza de Armas". Todo el mundo estaba llevando sus muertos all¨ª como pod¨ªa. Los coches no pod¨ªan atravesar las calles cruzadas por cascotes y postes de la luz. Pronto qued¨® claro que no habr¨ªa ata¨²des para todos. Pasadas unas horas, el alcalde, Juan Mendoza, anunci¨® que hab¨ªa pedido a Lima un centenar de f¨¦retros. "Pero all¨ª hab¨ªa m¨¢s de 200 cuerpos y pensamos que no nos iba a llegar", dice Pedro Marcos Levano. Un hermano carpintero tuvo que improvisar un ata¨²d con puertas de armarios que encontr¨® entre las ruinas. A la ma?ana siguiente llevaron a la mujer al cementerio, cavaron un hueco por su cuenta, la enterraron y marcaron la tumba con una cruz.
Levano s¨®lo quiere volver a vender sus frutas, a los paseos con su mujer y a ver el f¨²tbol por televisi¨®n. Le gustan el Alianza de Lima y el Barcelona. Quiere eso y que el Gobierno cumpla sus promesas de ayuda: 6.000 soles (unos 1.500 euros) por cada casa destruida y 1.000 soles (250 euros) por familiar fallecido. No ser¨¢ rico, pero est¨¢ vivo.
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