Madrid, 1975
LA CARA DE UMBRAL en la primera p¨¢gina de este peri¨®dico es ya, sin titulares que la justifiquen, el mismo anuncio de su muerte. Umbral en primera p¨¢gina del peri¨®dico desde el que nos descubri¨® a tantos adolescentes indocumentados que las columnas pod¨ªan ser otra cosa. Abro las p¨¢ginas de ¨¦ste y de otros diarios para encontrar en las necrol¨®gicas un rastro de mi propia juventud y encuentro una especie de vac¨ªo m¨¢s moral que f¨ªsico, como la premonici¨®n de que el tiempo no tendr¨¢ que esforzarse mucho por borrar su rastro. Pienso, con la egolatr¨ªa cruel del lector, en lo que se va de m¨ª en esta muerte, y veo pasar en procesi¨®n, llevando al muerto, mis 15, mis 16 a?os, aquel tiempo en el que la joven de barrio iba al centro haciendo el mismo viaje que el muchacho de pueblo cuando ven¨ªa a la ciudad. Ahora ya no hay pardillos ni paletos, el concepto mismo est¨¢ oculto tras el manto de la correcci¨®n pol¨ªtica, y los j¨®venes airados tienen la universidad al lado de la casa de su madre. Se gan¨® en comodidad, pero se perdi¨® en literatura. De eso precisamente estaba construida la literatura de Umbral -el hombre que cambiaba vergonzantemente los datos primeros de su biograf¨ªa-, de la peripecia del chico de provincias que conquista la gran ciudad vali¨¦ndose de rabia, trabajo y una especie de resentimiento social que se le qued¨® enquistado toda su vida. Leo los recuerdos que sobre ¨¦l se escriben y encuentro una especie de frialdad indisimulada, como si la muerte guardara siempre cierta simetr¨ªa con la vida y el muerto recibiera los gestos de afecto en el mismo tono que ¨¦l los prodig¨®, distantes, cicateros. Lo parad¨®jico es que al charlar con varios amigos de este oficio veo que no compartimos en absoluto el punto de vista; para algunos intelectuales, la prensa ha exagerado los elogios hacia este escritor que practicaba lo que Mars¨¦ denomin¨® algo as¨ª como la prosa gaseosa. En una ¨²ltima entrevista televisiva, Umbral, sombra ya de s¨ª mismo pero fiel al personaje umbraliano, ese tipo que nunca conced¨ªa una sonrisa, dec¨ªa: "La posteridad no me importa en absoluto". En ese momento, ¨¦l, que siempre estuvo preocupado por no ser confundido con ning¨²n otro p¨¢jaro de su oficio, se uni¨® m¨¢s que nunca a la corriente de lugares comunes que inundan las declaraciones de los literatos y dijo lo que nadie puede creer, que lo que viene despu¨¦s no importa. No s¨¦ si le llorar¨¢n muchos seres queridos, pero ¨¦l, el escritor permanente, habr¨ªa deseado ardientemente ser llorado por sus lectores. Tal vez sea ¨¦se el punto de debilidad o ternura con el que los allegados quieren adornar la personalidad del que fue desabrido y a veces cruel. Lamentablemente, la imagen del escritor, del c¨®mico, del artista no est¨¢ esculpida por los amigos, sino por lo que el p¨²blico tiene a la vista, y el p¨²blico vio, en ese Umbral de los ¨²ltimos a?os, a un hombre condenado a la soledad del que no ha sabido o no ha querido tener disc¨ªpulos. La generosidad es una inversi¨®n a largo plazo, y no hay nada m¨¢s terrible que no haber sabido tenerla. Como el padre que racanea a los hijos, a Umbral le cost¨® aceptar el cambio de su propio pa¨ªs, le cost¨® compartir espacio con aquel batall¨®n de escritores que le naci¨® a la democracia y que ¨¦l llamaba, jocosamente, los 150 novelistas de Carmen Romero. El chiste se qued¨® viejo y sin sentido. Como se quedaron sin fuste aquellas teor¨ªas peregrinas sobre la novela escrita por ordenador y la vulgaridad de la novela con argumento. Nada de eso vale ya. Sin embargo, aunque s¨®lo por traicionar una costumbre bien espa?ola, no pertenezco a aquellos que pagan cicater¨ªa con cicater¨ªa. Lo que es, es. Para un pa¨ªs tan estrecho y tan cateto como era el nuestro, Umbral fue luminoso. En sus columnas le estabas viendo cruzar esa ciudad que su mirada embellec¨ªa, hablaba de Baudelaire y de Nadiuska, de Proust y de Tierno, de Warhol y de Pitita; llevaba la literatura a la tinta del peri¨®dico sin olvidarse de la maravillosa vulgaridad diaria, del sonido cimarr¨®n de la calle. Ah¨ª est¨¢ nuestra deuda, la tiene hasta ese escritor o columnista que no le quiere deber nada a nadie. Crecimos bajo su influjo y nos provoc¨® vocaciones con una simple frase, "iba yo a comprar el pan". Lo dem¨¢s, ya se sabe, la arbitrariedad, la groser¨ªa, la venganza f¨¢cil en la columna del d¨ªa despu¨¦s, la deslealtad, el chismorreo de intimidades y los libros lanzados a la piscina. Todo innecesario por mucho que hubiera quien le riera la gracia. Cada columnista tiene su propio club de damnificados, pero eso no quiere decir que la crueldad sea la esencia del columnismo ni que sea l¨ªcito engolfarse con aquellos que te animan a dar ca?a. Ahora que su presencia ya no es intimidatoria porque ni tan siquiera est¨¢ y que algunos de sus amigos, algunos compartidos con Cela, pueden entender que a la larga se consigue m¨¢s con la admiraci¨®n que con el miedo, es cuando tal vez haya que leer de nuevo (no digamos releer, por Dios) aquellas memorias del ni?o de derechas y el retrato del joven malvado. No por el bien de la literatura, cuidado: el lector, que padece un egocentrismo s¨®lo comparable con el del escritor, lee para recuperar o para no perder. Como el ave carro?era, me llevar¨¦ a un rinc¨®n una de esas antiguas novelas en las que una mano certific¨®, con caligraf¨ªa juvenil, el momento en que el libro entr¨® en mi vida, Madrid 1975, Madrid 1979 y as¨ª. Cada vez que las palabras del escritor me ofrezcan intacto el bocado del recuerdo, estar¨¦ haci¨¦ndole un homenaje a aquel escritor que le¨ª apasionadamente. A pesar de ¨¦l mismo, que trabaj¨® sin descanso por aquello que m¨¢s tem¨ªa, la fugacidad.
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