Con la fecha de caducidad incorporada
El pasado mes de agosto tuve la fortuna de impartir, en la Universidad Internacional Men¨¦ndez y Pelayo de Santander, un curso sobre la propia experiencia literaria ante un numeroso grupo de alumnos, casi todos escritores en cierne, deseosos de conocer los trucos que una veterana como yo pod¨ªa ofrecerles, abri¨¦ndoles mi taller. Con sumo gusto me refer¨ª a los utensilios que suelo utilizar, les habl¨¦ de los ingredientes imprescindibles en cualquier relato, de las dificultades de su elaboraci¨®n, de la b¨²squeda del tono preciso, algo as¨ª como las diferentes fases de cocci¨®n de una paella, puesto que la literatura no se diferencia demasiado de la cocina. Al igual que ¨¦sta, requiere cuidado y habilidad, adem¨¢s de mucho amor, como aquellos sopicaldos del anuncio, horas de pr¨¢ctica y, a ser posible, haber frecuentado los fogones de los mejores, sean los de Paul Baucuse, o los de Paul Celan, para aprender, siguiendo o rechazando a los maestros.
Tambi¨¦n les dije que deb¨ªan ser honestos y no dar gato por liebre, algo que, seg¨²n la tradici¨®n, ocurr¨ªa en los mesones y ventas espa?oles de hace un par de siglos, lo mismo que hoy en demasiados libros. Sin embargo, fui incapaz de pronosticarles el triunfo aunque crearan una obra maestra, ya que, en ese caso, lo m¨¢s probable es que no encontraran editor. Tampoco lo encontrar¨ªa hoy Marcel Proust si quisiera publicar En busca del tiempo perdido, seg¨²n afirmaci¨®n nada menos que de Antoine Gallimard, presidente de la prestigiosa editorial que lleva su apellido.
Con un panorama editorial, en general, tan poco atractivo y mercantilista, tratar de publicar una primera novela que no se avenga a la moda de los best sellers, por muy buena que sea, no parece f¨¢cil e incluso, cuando se da la circunstancia, el encuentro entre ¨¦sta y su posible p¨²blico resulta cada vez m¨¢s arduo y azaroso. El tiempo para coincidir escasea. Los libros nacen con la fecha de caducidad incorporada, aunque el dato no conste debajo de los preservativos que suelen cubrirlos, ni junto al c¨®digo de barras. Una fecha de caducidad que va de los quince a los veinte d¨ªas, los de su permanencia en librer¨ªas. Una duraci¨®n algo mayor que la de las salchichas o el pollo envasado sin congelar que ofrecen los supermercados, parecida a la del pan de molde e infinitamente menor que la de cualquier yogur. Despu¨¦s de ese breve periodo, los ejemplares no vendidos se devuelven a las editoriales, de cuyos almacenes saldr¨¢n de nuevo para ser saldados o, peor, para ir a parar a un departamento mortuorio, aunque quiz¨¢ ser¨ªa mejor llamarle matadero, donde suelen ser guillotinados y, eso s¨ª, posteriormente reciclados -es un consuelo- para que la cadena no se interrumpa y ese papel sirva de nuevo para dar cobijo a otras palabras.
Todo eso ocurre, dicen, por imperativos del mercado, porque es imprescindible seguir produciendo para que las novedades editoriales se sucedan imparables, aunque apenas nadie se entere y, en consecuencia, tampoco puedan ser le¨ªdas. En proporci¨®n al volumen de publicaciones, son pocos los t¨ªtulos que van acompa?ados de campa?as publicitarias, otra necesidad actual para darlos a conocer, y escasos los que merecen la atenci¨®n de los cr¨ªticos de los suplementos culturales de los peri¨®dicos, tambi¨¦n agobiados por la falta de espacio y los problemas de tiempo para poder echar siquiera una ojeada a tanta novedad.
De manera que estoy segura de que, por pura ignorancia, por desconocimiento, dejamos perder libros importantes. En cambio, compramos o por lo menos estamos perfectamente enterados de la existencia de otros deleznables o simplemente prescindibles. Algunos hasta firmados, que no escritos, por tal o cual famoso, una garant¨ªa para que ese producto bata r¨¦cords de permanencia en las librer¨ªas y compita en la fecha de caducidad con las latas de sardinas en escabeche o con los melocotones en alm¨ªbar.
Poco antes de morir, a finales de los ochenta, Carlos Barral se refer¨ªa a que los editores, en vez de andar con un libro en la mano, como ocurr¨ªa cuando ¨¦l empez¨®, llevaban consigo a todas partes una calculadora. El cambio no deja de ser sintom¨¢tico de la evoluci¨®n de una industria que, con excepciones, muy a menudo olvida que trafica con bienes culturales, con materiales sensibles no s¨®lo con mercanc¨ªas de las que obtener un beneficio r¨¢pido.
Si la industria del autom¨®vil es responsable de la seguridad de los coches, a los que dota cada vez de mejores mecanismos para proteger la vida de los usuarios, la actual industria editorial, siempre con excepciones, naturalmente, parece no haberse dado cuenta de que es tambi¨¦n, en gran medida, responsable de la formaci¨®n del gusto de la gente. Recordaba Harold Bloom no hace mucho que entre leer Harry Potter o leer Alicia en el pa¨ªs de las maravillas hay un abismo insondable que va, seg¨²n sus palabras, de la basura a la inteligencia. ?Exageraciones de un cascarrabias? Tal vez, aunque, dada la situaci¨®n del mercado editorial, muy dignas de ser, por lo menos, objeto de debate. En mi curso de la Universidad Men¨¦ndez y Pelayo, por lo menos, lo fueron.
Carme Riera es catedr¨¢tica de Literatura Espa?ola y escritora.
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