Dickens en escena
Las colas empezaron a formarse la noche anterior ante las boleter¨ªas del Steinway Hall, uno de los teatros m¨¢s grandes de Nueva York, y, al d¨ªa siguiente, a las nueve de la ma?ana, al iniciarse la venta de las entradas, hab¨ªa m¨¢s de 5.000 personas en la cadena humana que enroscaba aquella manzana de Manhattan. Mucha gente hab¨ªa llevado mantas y colchones para resistir el fr¨ªo de la larga espera, en el coraz¨®n del invierno neoyorquino. Era el 28 de diciembre de 1867 y esa noche por primera vez se presentaba Charles Dickens en un escenario de la metr¨®poli de los rascacielos leyendo episodios de sus novelas m¨¢s famosas. Las entradas m¨¢s caras costaban dos d¨®lares. Las localidades se agotaron, por supuesto, y, al atardecer, los revendedores remataban los boletos a 26 y 28 d¨®lares. Los 2.500 espectadores que aquella noche atestaron el Steinway Hall y pudieron escuchar a Dickens refiriendo de viva voz ocurrencias de David Copperfield y su famoso Cuento de Navidad al final atronaron la sala de aplausos, como lo hab¨ªan hecho los d¨ªas, meses y a?os anteriores los p¨²blicos de Boston y de Canad¨¢, de Inglaterra, de Escocia y de Irlanda, que, al igual que los neoyorquinos, hab¨ªan acudido en masa a ver en carne y hueso al fabulador que, al igual que V¨ªctor Hugo, hab¨ªa alcanzado en el mundo entero una popularidad inusitada trat¨¢ndose de un escritor, un reconocimiento que desbordaba largamente su prestigio literario y hac¨ªa de ¨¦l un icono, un mito viviente, como es el caso, en nuestros d¨ªas, de ciertos cantantes o estrellas de Hollywood.
Charles Dickens llevaba ya 14 a?os ejerciendo de contador de sus propias historias ante el p¨²blico. Lo hab¨ªa hecho por primera vez en diciembre de 1853 en el Town Hall de Birmingham, ante un par de millares de personas que quedaron maravilladas con las dotes histri¨®nicas del novelista no s¨®lo m¨¢s le¨ªdo, sino el m¨¢s querido de Inglaterra, un escribidor que, a trav¨¦s de sus historias, hab¨ªa conseguido infiltrarse en todos los hogares y hacer sentir a pobres y a ricos, a viejos y j¨®venes, a hombres y a mujeres, que era el mejor amigo de la familia. Su decisi¨®n de subir a un escenario, como un c¨®mico m¨¢s, hab¨ªa provocado sever¨ªsimas criticas e impugnaciones de sus hijos y editores, y sus amigos y colaboradores m¨¢s cercanos hab¨ªan tratado de disuadirlo, dici¨¦ndole que era una irresponsabilidad que alguien como ¨¦l, que hab¨ªa alcanzado un inmenso respeto y consideraci¨®n en todo el imperio gracias a sus libros, se expusiera de ese modo al rid¨ªculo y a la verg¨¹enza, ejerciendo un oficio -el de actor- al que la gente bien miraba con desconfianza y hasta desprecio. Pero el se?or Charles Dickens, bajo sus maneras suaves y afectuosas y su sonrisita cari?osa, ten¨ªa un car¨¢cter de hierro y nadie consigui¨® doblegar su decisi¨®n. Se sali¨® con la suya, se subi¨® a los escenarios y sigui¨® haci¨¦ndolo por 17 a?os, hasta el 15 de marzo de 1870, pocas semanas antes de su muerte.
La historia de Dickens en los escenarios est¨¢ maravillosamente recreada por el profesor Malcolm Andrews, en un libro que acabo de devorar y que es una pura delicia: Charles Dickens and His Performing Selves. Dickens and the Public Readings (Oxford University Press, 2007). La erudici¨®n se al¨ªa en sus p¨¢ginas con la devoci¨®n por el personaje y por sus libros y, ley¨¦ndolo, uno llega a contagiarse del hechizo que el autor de Oliver Twist y tantas historias memorables inspir¨® a sus contempor¨¢neos y a emocionarse con ¨¦stos hasta las l¨¢grimas cuando, adem¨¢s de leerlo, pudieron verlo y o¨ªrlo reproduciendo sobre las tablas de un teatro o las plataformas de los vastos auditorios donde se presentaba, las aventuras y desventuras de Little Dombey, Nicholas Nickleby, Mr. Pickwick y tantos otros h¨¦roes o villanos de papel.
Las razones que Charles Dickens dio a su familia y amigos para subir a escena fueron econ¨®micas. En efecto, cuando tom¨® aquella decisi¨®n su vida familiar experimentaba una crisis que terminar¨ªa en la separaci¨®n matrimonial y todo ello le acarre¨® muchos m¨¢s gastos que anta?o. Sus presentaciones p¨²blicas le dieron excelentes ingresos, tanto que el profesor Andrews ha calculado que los escenarios le hicieron ganar en esos ¨²ltimos 17 a?os m¨¢s dinero que todos los libros y art¨ªculos que public¨® en toda su vida. Pero la raz¨®n profunda no era la necesidad de nuevos ingresos, sino una vocaci¨®n histri¨®nica, o, por lo menos, de contador ambulante de cuentos, que se manifest¨® en ¨¦l desde muy joven.
Hay una deliciosa an¨¦cdota que cuenta su hija Mamie que, un d¨ªa, dormitando en el sof¨¢, espiaba con los ojos semicerrados c¨®mo escrib¨ªa su padre. Advirti¨®, de pronto, que, a la vez que hac¨ªa correr la pluma sobre el papel, hac¨ªa muecas, gestos y mascullaba frases entre dientes, mimando aquello que contaba. En una de esas, lo vio ponerse de pie y correr a un espejo de la habitaci¨®n y, contempl¨¢ndose en ¨¦l, enfrascarse un momento en una delirante representaci¨®n en la que hac¨ªa morisquetas, gui?os y caras, como midiendo las expresiones que quer¨ªa describir. Y lo vio, con el mismo ¨ªmpetu, regresar a su escritorio y seguir escribiendo. Su padre escrib¨ªa actuando. No es raro, por eso, que, en una de sus cartas, Dickens afirmara: "Todo escritor de ficciones escribe para el escenario". Por lo menos no hay duda que ¨¦l lo hac¨ªa.
Siempre cre¨ª que los c¨¦lebres "Readings" de Dickens eran meras lecturas. Nada de eso. Malcolm Andrews demuestra, a base de los incontables testimonios que ha recogido de espectadores que asistieron a sus presentaciones p¨²blicas, y a los centenares de art¨ªculos y cr¨ªticas de prensa, que lleg¨® a dar forma a un espect¨¢culo inusitado, en el que el lector, el actor, el mimo y el contador alternaban para dar una versi¨®n de las historias que era, al mismo tiempo, teatro, literatura, tertulia, confesi¨®n y hasta farsa y circo. En sus primeras funciones, en efecto, s¨®lo le¨ªa. Pero los textos no eran una mera reproducci¨®n de cap¨ªtulos o pasajes de sus novelas. Ellos hab¨ªan sido sometidos a una transformaci¨®n en guiones, con cortes, a?adidos y abundantes acotaciones, pensando en la representaci¨®n. Luego, Dickens aprendi¨® de memoria aquellos textos y casi no pon¨ªa los ojos sobre las carpetas, aunque las ten¨ªa siempre sobre el pupitre y a veces las cog¨ªa y agitaba, para dar mayor ¨¦nfasis o dramatismo a su actuaci¨®n.
Era un profesional riguroso que ensayaba hasta el agotamiento, corrigiendo cada vez detalles a veces insignificantes -los movimientos de las manos, los silencios, sus balbuceos, tartamudeos, gritos o suspiros-, en busca de la ansiada perfecci¨®n. ?l mismo verificaba que las l¨¢mparas de gas estuvieran graduadas de tal manera que su figura, en escena, quedara como enjaulada dentro de ese marco dorado que la realzaba. Antes de la funci¨®n, ¨¦l mismo probaba la ac¨²stica del teatro o auditorio, con ayuda de su valet, que deb¨ªa desplazarse a las localidades m¨¢s apartadas a fin de comprobar que las palabras de Dickens llegaran bien a todas las localidades.
Siempre se present¨® vestido de etiqueta, con guantes blancos de seda que no se enfundaba, y con el peque?o pupitre que ¨¦l mismo dise?¨®, cubierto por un pa?o de terciopelo rojo, donde colocaba el vaso de agua, su carpeta, y una bolsa de papel con uvas por si se le secaba la garganta. El pupitre puede verse todav¨ªa, en el Museo Dickens de Bloomsbury, en Londres. La representaci¨®n duraba siempre un par de horas, con un intermedio de 15 minutos. Antes de la funci¨®n cenaba generalmente solo, encerrado en su cuarto de hotel, cuya puerta defend¨ªan de los admiradores su valet y su manager, que, cuando las circunstancias lo exig¨ªan, se transformaban en guardaespaldas. Permanec¨ªa as¨ª, solo, sumido en la reflexi¨®n o con la mente en blanco, creando en su esp¨ªritu un clima psicol¨®gico propicio a lo que iba a contar/representar.
Los testimonios de los espectadores sobre lo que hac¨ªa en el escenario var¨ªan, desde luego. Pero casi todos coinciden en que los momentos cumbres de su actuaci¨®n eran aquellos en que mimaba las voces y los gestos de un grupo de personas en medio de un intercambio intenso de pareceres, una fogosa discusi¨®n por ejemplo sobre pol¨ªtica, un crimen, un cataclismo o sobre la existencia o inexistencia de fantasmas. Parec¨ªa, entonces, multiplicarse, ser el hombre de las mil caras y las mil voces, una garganta capaz de pasar de los tropezones verbales de una viejecita sin dientes a la ronquera pedregosa de un lobo de mar o a los gallos de un chiquillo que cambia de voz. Sus largos silencios eran siempre oportunos y creaban un suspenso tierno, angustioso o aterrador. Oy¨¦ndolo y vi¨¦ndolo la gente sufr¨ªa, gozaba, se emocionaba e irritaba en perfecta sinton¨ªa con ¨¦l, que, cada vez, tambi¨¦n viv¨ªa lo que contaba, como sus lectores cuando lo le¨ªan.
Yo s¨¦ muy bien cu¨¢nto debi¨® gozar Dickens en aquellas sesiones en que se transmutaba en esos personajes salidos de su imaginaci¨®n y de su pluma que hab¨ªan encandilado a medio mundo, cuando sent¨ªa que era posible insuflar carne, sangre y huesos y hacer hablar, re¨ªr y llorar a las criaturas de las novelas y, por un par de horas m¨¢gicas, convertir la horrible vida real en una hermos¨ªsima ficci¨®n. Las pocas veces que yo me he subido a un escenario a contar una historia he sentido tambi¨¦n ese inquietante milagro que es, por un tiempo sin tiempo, encarnar la ficci¨®n, ser la ficci¨®n. Debi¨® gozar inmensamente, como cuando escrib¨ªa sus historias o acaso m¨¢s, porque, si no, no hubiera seguido haci¨¦ndolo cuando los a?os y las enfermedades le prohib¨ªan hacerlo, cuando empe?arse en continuar haci¨¦ndolo era poco menos que un suicidio. En sus ¨²ltimas actuaciones, ya con medio cuerpo paralizado, su m¨¦dico particular, Thomas Beard y su hijo Charley se sentaban en la primera fila, listos para socorrerlo si -como estaba seguro su m¨¦dico que ocurrir¨ªa- se desplomaba en plena funci¨®n. La ¨²ltima que ofreci¨® fue el 15 de marzo de 1870. Tres meses despu¨¦s lo enterraban en Westminster Abbey. Estoy seguro de que muri¨® feliz.
? Mario Vargas Llosa, 2007. ? Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados al Diario EL PA?S, SL, 2007.
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