Bush y la tortura
Las declaraciones de Bush asegurando que Estados Unidos no utiliza la tortura no convencen. Ni siquiera al Congreso de su pa¨ªs, donde los dem¨®cratas anuncian una investigaci¨®n. El presidente ha salido al paso de revelaciones period¨ªsticas seg¨²n las cuales el Departamento de Justicia, bajo el recientemente dimitido fiscal general Alberto Gonzales, refrend¨® secretamente en 2005 las m¨¢s rigurosas t¨¦cnicas de interrogatorio utilizadas por la CIA contra los sospechosos de terrorismo islamista. Esos m¨¦todos, cuya autorizaci¨®n permanecer¨ªa en vigor, incluir¨ªan desde simulacros de ahogamiento hasta exposici¨®n a temperaturas extremas.
Bush y sus m¨¢s estrechos colaboradores han mantenido siempre que Washington ni practica ni aprueba la tortura, pero en los dos ¨²ltimos a?os el Congreso y el Tribunal Supremo han impuesto l¨ªmites a las t¨¦cnicas de interrogatorio que comenzaron a descarrilar despu¨¦s de septiembre de 2001. Unos m¨¦todos de castigo f¨ªsico y psicol¨®gico que EE UU, sin embargo, denuncia cuando son otros quienes los practican. El propio Bush, mientras negaba el viernes las pr¨¢cticas de tortura, defend¨ªa la utilidad de las prisiones secretas de la CIA en terceros pa¨ªses, que seg¨²n todos los indicios se mantienen, argumentando que permiten conseguir informaci¨®n relevante para combatir el terrorismo.
La ley internacional es tajante. Las convenciones de Ginebra o la de la ONU consideran absoluta la prohibici¨®n de la tortura, as¨ª como la de cualquier trato cruel, degradante o inhumano para obtener informaci¨®n. Que alguien considere que la simulaci¨®n de asfixia o los golpes en la cabeza no est¨¢n incluidos entre esos tratamientos, resulta alarmante. Doblemente alarmante, al margen de las responsabilidades legales que puedan derivarse de ello, si quienes se muestran as¨ª de indulgentes resultan ser el jefe del Estado m¨¢s poderoso del mundo y su Gobierno, erigido en faro de libertades y canon del respeto a los derechos humanos.
Cuando Bush niega que sus funcionarios torturen, est¨¢ deliberadamente restringiendo el significado del vocablo a pr¨¢cticas de violencia extrema erradicadas en cualquier pa¨ªs civilizado. Aparentemente, sin embargo, las "t¨¦cnicas intensas" o cualquier otro eufemismo bajo el que se amparen los m¨¦todos de la Agencia Central de Inteligencia no caen bajo la definici¨®n de tortura. Pero no hay zonas suficientemente grises para los Estados democr¨¢ticos en este terreno
minado. De ah¨ª que tenga el mayor inter¨¦s averiguar en qu¨¦ consisten las nuevas reglas de interrogatorio autorizadas por Bush hace unos meses a la CIA y que, seg¨²n la Casa Blanca, cumplen estrictamente con los convenios de Ginebra.
Los tr¨¢gicos acontecimientos del 11-S no sirvieron para legalizar la tortura en EE UU, pero alentaron peligrosamente la tentaci¨®n de mirar hacia otro lado. El hecho de que en numerosos pa¨ªses, tambi¨¦n Estados Unidos, un porcentaje significativo de sus ciudadanos acepte cierto grado de tormento si con ello se consigue salvar vidas, no puede ser una coartada para el presidente Bush. Salvo que la Casa Blanca participara de la indecente teor¨ªa de los Cheney o los Gonzales sobre los derechos de determinados sospechosos de terrorismo.
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