Ver el tren
En un relato inacabado de Italo Svevo, Corto viaje sentimental, su protagonista viaja a Trieste a resolver unos negocios y, m¨¢s que nada, a disfrutar de s¨ª mismo. Coincide en su compartimento con una serie de personajes, con los que se ir¨¢ hilando la trama del relato, y en un momento determinado entra en ¨¦l una pareja de campesinos con su hijita, a los que ¨¦l cree reconocer de haberlos visto en la estaci¨®n de Mil¨¢n y por los que siente una simpat¨ªa inmediata. Sentado junto a la ventana, se ofrece a apartarse un poco y hacerle sitio a la ni?a, quien, al poco de llegar, le repite de forma insistente a su madre que quiere ver. La ni?a mira al campo y permanece un rato callada; luego se pega al cristal, pero al poco se vuelve lloriqueando a su padre y le dice: "Me gustar¨ªa ver". Ante el asombro general, el padre, no menos sorprendido, le pregunta a la ni?a si es que no ve, a lo que la criatura le responde llorosa que no, que no ve. "Pero, ?qu¨¦ es lo que quieres ver? ?Es que no lo ves todo?", interviene finalmente la madre. Y, estallando en llanto, la ni?a dice: "No veo el tren". Todos los presentes r¨ªen, excepto nuestro cordial protagonista, que se conmueve ante la congoja de la chiquilla y se hace la reflexi¨®n de que el viaje de verdad ser¨ªa aqu¨¦l que le permitiera ver el campo, el tren, y a s¨ª mismo al mismo tiempo.
Ese viaje ideal es imposible, pero es en el que nos hallamos empe?ados. Una vez embarcados, podemos ver el paisaje que se divisa de la ventana, apenas podemos vernos a nosotros mismos, y podemos observar al resto de pasajeros que viajan con nosotros. Lo que no podemos ver, como le ocurr¨ªa a la peque?a campesina de Svevo, es el tren en el que vamos. Aceptar esa limitaci¨®n supone un ejercicio de realismo que nos permitir¨¢ acaso comprender mejor aquello que s¨ª podemos observar, y disfrutarlo mejor, lo que no es poco. Ese ejercicio de realismo, y de humildad, que parece que va de s¨ª, en tanto que marcado por una realidad f¨ªsica insuperable, no es, sin embargo, tan universal como parece. Nuestros pol¨ªticos, por ejemplo, a veces da la impresi¨®n de que s¨ª ven el tren, lo que implica que no puedan ver lo que, con perspectivas desiguales, s¨ª podemos ver los dem¨¢s pasajeros: el paisaje, a nuestros compa?eros de viaje, quiz¨¢s a nosotros mismos. Tal vez, se dir¨¢n ustedes, sea eso lo que les pidamos, que vean ese tren que los dem¨¢s no podemos ver, aunque no conviene que no confundamos la perspectiva y nos equivoquemos en nuestro juicio. En ning¨²n caso demandamos de ellos que vean lo que es imposible que vean, sino que vean mejor lo que podemos ver todos; no que abandonen el tren, sino que sean m¨¢s perspicaces que los dem¨¢s pasajeros.
Los pol¨ªticos vascos siempre nos hablan de lo maravilloso que es el tren en el que vamos, hasta el extremo de que parecen dirigirlo por control remoto. Nos hablan de su dise?o, de su velocidad de crucero, de la uniforme monoton¨ªa de las cabezas que se dejan ver a trav¨¦s de sus ventanas. Nada de lo que nos cuentan nos resulta perceptible, pero a veces s¨ª nos parece que contrasta con lo que observamos, con ese bullicio diverso que, sin embargo, no parece existir para ellos. En el vag¨®n Guip¨²zcoa, por ejemplo, se respira un desconcierto que no resulta muy acorde con esa visi¨®n del tren que nos transmiten. Y por aqu¨ª, por San Sebasti¨¢n, hace unos d¨ªas las hordas habituales celebraron el d¨ªa de la Hispanidad, o lo que fuese, como suelen. Tampoco parece que la irrupci¨®n de las hordas fuera previsible por el dise?o maravilloso del tren -nunca lo es-, pero la incomodidad que causan entre los pasajeros constituye una preocupaci¨®n permanente: es ese aire viciado que pasar¨¢ desapercibido para quien contemple pasar el tren desde una colina pr¨®xima.
S¨®lo las hordas habituales fueron culpables de que San Sebasti¨¢n se convirtiera el pasado d¨ªa 12 en una ciudad saqueada. El batall¨®n de falangistas que pretend¨ªa manifestarse en el Boulevar ten¨ªa, como reconoce la consejer¨ªa de Interior, pleno derecho a ello, pero es curioso que nadie se lo garantizara. S¨ª, es curioso que al final no pudieran hacerlo -lo que era previsible para todos, excepto para quienes s¨ª ven el tren- y que se permitiera que a la misma hora y en el mismo sitio se concentraran quienes ten¨ªan deseo de manifestar lo provocados que se sent¨ªan. Para ellos cualquier ocasi¨®n es buena para sentirse provocados, dado su insaciable instinto destructor, y eso es algo que conocemos muy bien, y que tememos, los pasajeros de este tren maravilloso. No parece que nuestros pol¨ªticos lo tengan tan presente. ?Ser¨¢ verdad que no se sientan entre los pasajeros?
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