Crimen a la siciliana
Aunque era julio, los mil metros de la Quisquina [que domina Palermo] hac¨ªan la velada tan fresca que era una delicia. El aire ligero y punzante que ol¨ªa a pino ensanchaba el pecho y limpiaba los pensamientos.
El obispo [de Agrigento, Giovanni Battista Peruzzo] y el padre Graceffa [encargado de la ermita que all¨ª hab¨ªa, dedicada a santa Rosalia] estaban sentados en las piedras y permanec¨ªan en silencio. El padre Graceffa deb¨ªa descansar de la breve caminata por el bosque.
No pas¨® ni un minuto cuando un fusilazo imprevisto, disparado a pocos metros de distancia, estall¨® con un gran estruendo, vuelto a¨²n m¨¢s fuerte por la quietud absoluta que hab¨ªa en torno. El obispo oy¨® el proyectil silbando a pocos cent¨ªmetros de su cabeza e instintivamente se levant¨® de un salto; extra?ado, mir¨® a su alrededor, no entendi¨® nada de lo que estaba sucediendo.
Justo delante de la puerta de la ermita, el obispo se cay¨® de cara al suelo y no consigui¨® levantarse
Por las dudas, se confes¨® una segunda vez, mientras segu¨ªa perdiendo sangre como una fuente
-?Al suelo! -le grit¨® el padre Graceffa.
Peruzzo hizo un amago, pero los emboscados no le dieron tiempo. Dispararon de nuevo y esa vez le alcanzaron: el obispo tuvo la impresi¨®n de haber sido golpeado cuatro veces. En realidad, los tiros que lo hirieron fueron s¨®lo dos: uno le perfor¨® el pulm¨®n y el otro le rompi¨® el antebrazo izquierdo. Eran proyectiles correspondientes al mosquete modelo 91, usado por nuestros soldados a partir de la Gran Guerra. Volvi¨® el silencio absoluto.
El obispo ten¨ªa sesenta y siete a?os y estaba herido de muerte. Pero, hijo de aldeanos, era un hombre f¨ªsicamente muy fuerte y robusto.
Consigui¨® levantarse del suelo y, apoy¨¢ndose "en el d¨¦bil brazo" del padre Graceffa, comenz¨® a caminar penosamente hacia la ermita. El padre Graceffa, por su parte, si no consegu¨ªa mantenerse erguido antes, imagin¨¦monos ahora, preso del miedo y la emoci¨®n.
A los pocos pasos, Peruzzo perdi¨® las fuerzas, pens¨® que le hab¨ªa llegado el momento de morir.
Despu¨¦s de comer se hab¨ªa confesado con un padre pasionista que hab¨ªa venido a visitarlo. Pero ahora quer¨ªa confesarse de nuevo. Los dos, para mantenerse en pie, se apoyaron en un ¨¢rbol y el padre Graceffa lo confes¨®.
Continuaron su v¨ªa crucis. Despu¨¦s de un momento, Peruzzo tuvo escr¨²pulos: ?lo hab¨ªa confesado todo, se hab¨ªa limpiado completamente el alma, o la situaci¨®n le hab¨ªa hecho olvidar algo? Por las dudas, se confes¨® por segunda vez, mientras segu¨ªa perdiendo sangre como una fuente.
Justo delante de la puerta de la ermita, se cay¨® de cara al suelo y no consigui¨® levantarse. El padre Graceffa, infeliz, se arrodill¨® a su lado. Le falt¨® la voz incluso para pedir ayuda a los que estaban dentro de la ermita y no hab¨ªan o¨ªdo nada.
-Vaya a buscarme el Sant¨ªsimo -dijo Peruzzo con el poco aliento que le quedaba.
Quiz¨¢ no hab¨ªa conseguido pronunciar esas palabras; le hab¨ªa parecido decirlas, pero s¨®lo las hab¨ªa pensado.
En efecto, el padre Graceffa entr¨® agotado en la ermita no para buscar el Sant¨ªsimo, sino para mandar al pueblo al cocinero criado en busca de ayuda.
El obispo, medio desvanecido, se puso a rezar por s¨ª mismo y por sus amados "hijos de Agrigento".
Pas¨® un cuarto de hora y Peruzzo sinti¨® que recuperaba algo de fuerza. Luego se sabr¨ªa que en el pulm¨®n se le hab¨ªa formado una especie de neumot¨®rax, de otro modo habr¨ªa muerto desangrado.
Haciendo palanca con el brazo derecho, porque el izquierdo le colgaba tronchado por el disparo, se levant¨® y, apoy¨¢ndose en las paredes, lleg¨® a su cuarto y se ech¨® en la cama.
El padre Graceffa lo busc¨®, lo encontr¨® y trat¨® de taponarle las heridas, pero no lo consigui¨®, entonces se arrodill¨® junto a la cama y se puso a rezar en voz baja. A las nueve y cuarto, es decir, una hora y media despu¨¦s de la celada, llegaron los carabineros y dos m¨¦dicos de Santo Stefano "con los primeros auxilios". A las tres de la madrugada se present¨® tambi¨¦n un m¨¦dico de Agrigento, el doctor Sciascia, con una ambulancia. Pero el coche no pudo recorrer los ¨²ltimos tres kil¨®metros porque el sendero de campa?a era impracticable; m¨¢s que nada era un atajo, un camino de herradura.
De com¨²n acuerdo, el m¨¦dico de Agrigento y los de Santo Stefano se persuadieron de que el herido no era trasladable si antes no era operado. Y adem¨¢s estaba demasiado d¨¦bil.
Afortunadamente, los carabineros se hab¨ªan puesto a buscar al profesor Raimondo Borsellino. Llamaron a sus diversos cuarteles, lo localizaron en un pueblecito de la provincia de Agrigento, le explicaron el asunto y el profesor respondi¨® que llegar¨ªa lo antes posible.
En efecto, subi¨® a la Quisquina a las cuatro de la madrugada.
Pero el profesor Ramunnu Borsellino merece un peque?o par¨¦ntesis.
El obispo, en la carta que escribi¨® a P¨ªo XII para contarle la historia, lo define como un "excelente cirujano". Quiz¨¢ fuera algo m¨¢s, era un cirujano absolutamente genial.
Peque?o de estatura, nervioso, descort¨¦s y taciturno, en realidad era un hombre t¨ªmido y de una generosidad ilimitada.
En los a?os de los terribles bombardeos angloamericanos, hab¨ªa tenido una buena idea. Considerando que demasiados heridos mor¨ªan porque no hab¨ªa tiempo ni medios para llevarlos al hospital inmediatamente despu¨¦s de un bombardeo, el profesor se presentaba y operaba a los heridos en la primera casa sana que encontraba. Como en un verdadero campo de batalla.
Para los desplazamientos se serv¨ªa de su coche; yo lo recuerdo enorme, conducido por un ch¨®fer, porque ¨¦l no sab¨ªa conducir.
Acabada la guerra, como escaseaban los hospitales o no hab¨ªa camas, se puso a hacer de cirujano volante, operando de casa en casa. El d¨ªa anterior a la operaci¨®n pasaba por la vivienda del enfermo, eleg¨ªa la habitaci¨®n, la hac¨ªa limpiar y desinfectar, y luego operaba, el d¨ªa establecido, acaso sobre la mesa de la cocina. As¨ª lo hizo tambi¨¦n con mi madre, que no consegu¨ªa encontrar cama en el hospital.
Dado que no pod¨ªa esterilizar los instrumentos empleados para cada operaci¨®n, llevaba consigo un conjunto de instrumentos ya esterilizados distribuidos en cinco o seis maletines. Cada malet¨ªn era un set, como se dir¨ªa hoy, de cirujano de campo.
Y tambi¨¦n llevaba consigo algunas batas blancas. Las sucias, las met¨ªa en un saco que ten¨ªa en el maletero. Como asistente, cog¨ªa al m¨¦dico del pueblo. Lo repito, hac¨ªa verdaderos milagros. Hombre religioso, no soportaba a los p¨¢rrocos en las inmediaciones del sitio donde deb¨ªa trabajar.
-O usted, o yo -dijo un d¨ªa a un p¨¢rroco al que vio en el cuarto de al lado del paciente que ya estaba tendido a la espera.
-?Pero es mi hermano! -dijo el p¨¢rroco.
-Entonces op¨¦relo usted -espet¨® el profesor, march¨¢ndose.
S¨®lo volvi¨® cuando tuvo la plena seguridad de que el p¨¢rroco se hab¨ªa ido.
Se convirti¨® en una leyenda viva. A menudo y de buen grado no cobraba. El pueblo invent¨® una cancioncilla sobre ¨¦l. Recuerdo dos versos:
Y pasa Bursallino con la cabeza torcida...
Porque, como pasaba las noches operando, dorm¨ªa en el coche, con la cabeza apoyada en una almohada blanca, aprovechando los desplazamientos de un pueblo a otro. De tanto dormir as¨ª, el cuello se le hab¨ªa quedado un poco torcido.
Se dej¨® convencer por los notables de la Democracia Cristiana sicilianos para presentarse como diputado nacional. Fue elegido con centenares de miles de votos de preferencia. Atrapado por la pol¨ªtica, dej¨® de operar, estaba siempre en Roma. Entonces los comunistas sacaron una especie de eslogan: "?Bravo! Hab¨¦is cambiado un cirujano sin igual por un diputado de mediana estatura". En las siguientes elecciones se present¨® de nuevo. Obtuvo una decena de votos de preferencia. Volvi¨® a operar como antes, y cuando pasaba por las calles con el coche, la gente aplaud¨ªa.
Raimondo Borsellino, como de costumbre, oper¨® magistralmente a Peruzzo sobre la mesa del refectorio. Pero esta vez ten¨ªa la asistencia de nada menos que tres m¨¦dicos. Un verdadero lujo, para ¨¦l.
"Hubo cortes dolorosos y una peligrosa transfusi¨®n de sangre", escribi¨® Peruzzo en una carta al Papa. La sangre se la dio un p¨¢rroco llamado Sortino.
A las nueve de la ma?ana, Borsellino estableci¨® que el obispo pod¨ªa hacer el viaje hacia el palacio episcopal de Agrigento. No estim¨® necesario enviarlo al hospital.
Los carabineros lo cargaron como mejor pudieron ("por tres kil¨®metros de senderos alpinos", escribi¨® el obispo) y lo llevaron a la ambulancia, que estaba detenida justo a tres kil¨®metros de distancia. De Santo Stefano a Agrigento hab¨ªa 85 kil¨®metros de camino, hechos a paso de hombre; en cada aldea hab¨ªa gente que lo esperaba, se arrodillaba y rezaba. S¨®lo entonces se comprendi¨® cu¨¢nto lo quer¨ªan. El obispo lleg¨® a su palacio a las dos de la tarde. Durante seis d¨ªas, su vida corri¨® peligro.
A¨²n no hab¨ªa llegado a mi regi¨®n el tiempo de las matanzas a lo grande de magistrados, carabineros, polic¨ªas y p¨¢rrocos. Hab¨ªa habido, y segu¨ªa habiendo, de sindicalistas y de alg¨²n pol¨ªtico de segunda fila, pero entraban en el marco de la guerra entre propietarios rurales y campesinos.
Por tanto, el intento de homicidio de un hombre de la Iglesia de rango tan elevado constituy¨® una novedad absoluta que conmovi¨® a todos.
Y a¨²n no hab¨ªa llegado el otro tiempo, el tiempo de echar la culpa de todo lo que pasaba a los comunistas; y es preciso decir que Peruzzo, contra el comunismo, siempre hab¨ªa tenido palabras incendiarias. Por eso se comprendi¨® de inmediato que los tiros no hab¨ªan sido disparados por la izquierda, ni siquiera el m¨¢s mal¨¦volo se aventur¨® a pensarlo.
?Entonces qui¨¦n hab¨ªa sido?
El Giornale di Sicilia, el ¨²nico que se publicaba en la isla, a pesar del alboroto que hab¨ªa provocado el hecho, de los telegramas de toda Italia y del Papa, de la gente de rodillas que rezaba delante del obispado, de las continuas funciones en las iglesias, los obispos, los altos prelados, los pol¨ªticos que llegaban en tropel a Agrigento, s¨®lo el d¨ªa 12 de julio se decidi¨® a dar la noticia en la primera p¨¢gina (antes la hab¨ªa dado en sucesos):
De las primeras indagaciones se desprende que el atentado fue ejecutado por una banda que hace correr¨ªas por el territorio y, desde hace tiempo, es activamente buscada por la polic¨ªa. El atentado se relaciona con la campa?a de conferencias que Su Excelencia ha organizado contra el bandolerismo.
Han llegado desde Palermo monse?or Di Leo y el abogado Bernardo Mattarella, adem¨¢s del inspector general de Seguridad P¨²blica, comendador Messana, con el comisario jefe, caballero Urso, y grupos de la Seguridad P¨²blica.
Sobre la indagaci¨®n en las causas del delito se mantiene la m¨¢s absoluta reserva. Entre el pueblo corren los rumores m¨¢s disparatados y contradictorios.
De la monumental (m¨¢s de quinientas p¨¢ginas) biograf¨ªa de G. B. Peruzzo escrita por el can¨®nigo Domenico de Gregorio, no resulta en absoluto que el obispo se empe?ara en primera persona en una campa?a contra el bandolerismo. Como sugiere el periodista, quiz¨¢ aconsejara a alg¨²n sacerdote que hablara de ello a los fieles. La campa?a de Peruzzo no concern¨ªa al bandolerismo, sino al latifundismo.
Y por otra parte, ?qu¨¦ dec¨ªan esos rumores disparatados y contradictorios?
La contradicci¨®n s¨®lo pod¨ªa ser una: entre quienes dec¨ªan que al obispo le hab¨ªan disparado por una venganza privada, y quienes, en cambio, se aventuraban a sostener que el atentado era la consecuencia l¨®gica de la firme posici¨®n de Peruzzo sobre la ocupaci¨®n de los feudos.
El periodista ya no volver¨ªa sobre el tema, lo cual habr¨ªa sido muy interesante.
Al d¨ªa siguiente, el Giornale di Sicilia, tras informar de que Peruzzo a¨²n no hab¨ªa sido declarado fuera de peligro y que se le hab¨ªan extra¨ªdo varias esquirlas del brazo, a?adi¨®:
Siguen las indagaciones y se han realizado varias detenciones. El prefecto y el comisario se han trasladado al lugar del delito. (...)
En resumen, de los tres que participaron en el atentado contra el obispo, s¨®lo uno, Onofrio di Salvo, fue condenado a algunos a?os de c¨¢rcel: confirm¨® palabra por palabra la reconstrucci¨®n de Messana. El tercero, fray Vincenzo, ya hab¨ªa sido eximido de cualquier acusaci¨®n y dejado en libertad. (...)
Pero lo que m¨¢s interesa para la continuaci¨®n de mi relato es se?alar que, despu¨¦s de seis d¨ªas de pron¨®stico reservado, el obispo Peruzzo fue declarado finalmente fuera de peligro. Porque en esos seis d¨ªas ocurri¨® algo largamente ignorado por todos. -
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