La bendici¨®n de Matusal¨¦n
Recuerdo que no hace mucho, un conocido promotor inmobiliario y hotelero barcelon¨¦s lleg¨® visiblemente irritado a una reuni¨®n que ten¨ªamos en el Ayuntamiento de Barcelona. Al parecer, acababa de escuchar en la radio de su coche c¨®mo un periodista se refer¨ªa al protagonista de una noticia como "un anciano de 63 a?os". Mi amigo supera esa edad y, en modo alguno, se ve como un anciano.
La an¨¦cdota ilustra una contradicci¨®n cada vez m¨¢s evidente: utilizamos un lenguaje obsoleto y caduco -como el de ancianos o viejos- para describir esa realidad social nueva que son las personas mayores de 60 o 65 a?os, que se encuentran plenamente capaces para seguir desempe?ando sus funciones profesionales y que no est¨¢n aquejados de ning¨²n tipo de limitaci¨®n o dependencia que exija cuidados de terceros.
El aumento de la esperanza de vida representa un reto para la organizaci¨®n del trabajo y de la vida familiar y social
Quiz¨¢ sea este viejo lenguaje una de las causas de los miedos, temores y malos presagios que provoca el aumento de la esperanza de vida de la poblaci¨®n, algo que en s¨ª mismo es uno de los grandes logros de la humanidad.
Hay que inventar un nuevo lenguaje para describir de forma adecuada esta nueva realidad. Los t¨¦rminos viejo o anciano tienen una carga valorativa que no se adecua a la sociedad actual. Responden a la sociedad agraria y manufacturera que hemos dejado atr¨¢s, cuando la esperanza de vida coincid¨ªa pr¨¢cticamente con la vida laboral.
Las cosas han cambiado de forma espectacular. Los datos dados a conocer la semana pasada por el Instituto Nacional de Estad¨ªstica (INE) son ilustrativos. La esperanza de vida media para una persona nacida en el 2005, en plena econom¨ªa de los servicios y del conocimiento, es de 80,23 a?os (83,48 a?os si es ni?a y 77 a?os si es ni?o). Ese mismo dato para el a?o 1961, cuando la base material de nuestra vida era la industria manufacturera, era de 69 a?os; y, si vamos al inicio del siglo pasado, al a?o 1901, cuando nuestra econom¨ªa era b¨¢sicamente agraria, la esperanza de vida media era de 34,76 a?os.
Los datos del INE permiten a los expertos en poblaci¨®n hacer predicciones sobre el futuro inmediato. Una de ellas es que los octogenarios y los centenarios se multiplicar¨¢n. Los matusalenes dejar¨¢n de ser una rara avis en nuestras sociedades.
Vamos hacia una sociedad de mayores. Seg¨²n los datos que acaba de publicar tambi¨¦n el profesor Julio Alcalde (Evoluci¨®n de la poblaci¨®n espa?ola en el siglo XX, por provincias y comunidades aut¨®nomas, Fundaci¨®n BBVA, 2007), a principios de siglo pasado, en el a?o 1900, las personas mayores de 65 a?os representaban el 5,21 de la poblaci¨®n espa?ola, y los ni?os de hasta 15 a?os, el 36,28%. En el a?o 2000 los mayores de 65 a?os representaban ya el 17,01%, mientras que los menores de 15 a?os hab¨ªan ca¨ªdo hasta 15,57%.
Ese a?o, y por primera vez en la historia conocida de la poblaci¨®n espa?ola, el n¨²mero de personas mayores de 65 ha sobrepasado el de menores de 15 a?os. Y previsiblemente nunca m¨¢s volver¨¢n a invertirse. Lo mismo se puede decir de la mayor parte de pa¨ªses desarrollados. Vamos hacia una sociedad sin edades, en la que convivir¨¢n en activo tres generaciones: los j¨®venes, los adultos y los mayores. O, si prefieren, los abuelos, los hijos y los nietos. Hasta aqu¨ª los datos.
Si pasamos a las consecuencias, lo primero que salta a la vista es el temor que provoca esta nueva realidad. S¨®lo hace falta leer los an¨¢lisis que la mayor parte de los peri¨®dicos publicaron la semana pasada al conocerse los datos del INE: "m¨¢s gastos", "m¨¢s plazas geri¨¢tricas", "amenazas" de quiebra para el sistema de pensiones y el gasto sanitario, etc¨¦tera. La conclusi¨®n es alarmista. Como una maldici¨®n de Matusal¨¦n.
?Son correctos estos an¨¢lisis? A mi juicio, no. Por varios motivos.
En primer lugar, el panorama del envejecimiento ha comenzado a cambiar como consecuencia de la llegada a la jubilaci¨®n de las llamadas generaciones del baby boom, generaciones numerosas nacidas en la posguerra, con un nivel educativo muy superior a las generaciones anteriores y en buenas condiciones de salud. La jubilaci¨®n de esas generaciones romper¨¢ los patrones y percepciones hoy existentes sobre la vejez.
En segundo lugar, hay que separar los problemas del aumento del gasto sanitario de la cuesti¨®n de la longevidad. El aumento del gasto sanitario se hubiese producido en cualquier caso, porque su motor est¨¢ en los avances de la medicina, no en la esperanza de vida de la poblaci¨®n.
En tercer lugar, los miedos a la falta de ahorro por aumento de la proporci¨®n de las personas mayores y a la consiguiente quiebra de la seguridad social son exagerados. Al contrario, si, como apuntan algunos estudios y evidencias recientes, la riqueza que dejan las personas al fallecer es superior a la que ten¨ªan al jubilarse, y la tasa de ahorro voluntario de los jubilados respecto de sus pensiones y rentas es mayor que la de los ocupados, podr¨ªamos entonces encontrarnos con algo parad¨®jico: una sociedad de mayores puede que tenga m¨¢s problemas de falta de consumo que de falta de ahorro.
Si a eso sumamos que, de forma natural -con alg¨²n incentivo p¨²blico-, la vida laboral se ir¨¢ alargando a medida que aumenta la esperanza de vida, y que la productividad de los ocupados aumentar¨¢ con el tiempo, no hay fundamentos serios para tanto alarmismo ante un hecho en s¨ª jubiloso.
Cada persona mayor no es una carga para la sociedad. Al contrario, como sucede con los reci¨¦n nacidos, cada persona que se jubila trae un pan debajo del brazo. La bendici¨®n de Matusal¨¦n. Pero es indudable que el aumento de la esperanza de vida y el aumento de los mayores en la poblaci¨®n total representa todo un reto para las formas de organizaci¨®n actuales del trabajo y de la vida familiar y social. ?sta es la nueva p¨¢gina de la historia que est¨¢ por escribir.
Ant¨®n Costas es catedr¨¢tico de Pol¨ªtica Econ¨®mica de la UB.
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