Todav¨ªa hay clases
Si bien hay radicales que disfrutan quemando fotos de monarcas boca abajo (?qu¨¦ chiquillos!), Anasagastis que han encontrado su nicho en los programas rosas hablando con evidente simpat¨ªa de la familia real y presidentes venezolanos que dedican discursos de cinco horas a explicar por qu¨¦ a ¨¦l no le manda nadie callar, pienso, y me duelo por ello, que tambi¨¦n hay gente que quiere m¨¢s a la familia real que a su propia familia.
Es una pasi¨®n que tiene semejanzas con la que despiertan las telenovelas en la gente humilde y con la que despiertan los personajes de novela en los lectores cultivados. Hay un tipo de persona que s¨®lo se conmueve ante la ficci¨®n y que est¨¢ pidiendo a gritos un neur¨®logo que la estudie. No es cosa s¨®lo de mentes primitivas, todos tenemos alg¨²n amigo pedante que posee una extraordinaria sensibilidad para los sentimientos que se expresan a trav¨¦s del arte y, en cambio, es un zote a la hora de entender al ser humano que tiene al lado, de la misma manera que hay escritores cuyos textos rebosan compasi¨®n y son incapaces de sentirla.
Por muy dif¨ªcil que resulte creerlo, hay personas que quieren m¨¢s a las infantas que a sus propias hijas
S¨®lo algunas personas, entre ellas la familia real, representan para un tipo de lectores la vida idealizada
Ejemplos hay miles. Y al fin y al cabo, el papel cuch¨¦ es parte de esa ficci¨®n que se hojea en las peluquer¨ªas, aunque la tele est¨¢ haciendo lo posible por romper el rancio encanto que ten¨ªa aquella imagen de muchas mam¨¢s, debajo de uno de aquellos extraordinarios secadores de los cincuenta, admirando las fotograf¨ªas de la casa de Sof¨ªa Loren, abstra¨ªdas y ajenas a su propio mundo mientras duraba ese calor sedante que fijaba el rulo, nunca envidiosas porque la envidia que genera hoy la vida f¨¢cil a¨²n no se hab¨ªa inventado, y para las mam¨¢s de peluquer¨ªa, las estrellas del cine eran tan irreales como el cine mismo.
Recuerdo que cada tanto ¨ªbamos a cortarnos el pelo un s¨¢bado y recuerdo la embriaguez que provocaban los olores de aquellos productos de belleza antigua. A m¨ª me fascinaban aquellas mujeres que en el lavabo le ped¨ªan a la peluquera que les rascara la cabeza m¨¢s fuerte, "m¨¢s, m¨¢s, as¨ª, rasca con las u?as, sin miedo, aaahh, ah¨ª, ahiiii¨ª", con una exteriorizaci¨®n del placer que ya quisiera haber logrado Meg Ryan en el c¨¦lebre orgasmo que finge en Katz, el Deli neoyorquino. El ¨¦xtasis estaba provocado, sin duda, no s¨®lo por el natural placer que produce el rascado en cualquier persona bien constituida, sino porque esas cabezas llevaban sin lavarse desde la ¨²ltima permanente y s¨®lo Dios sabe cu¨¢nta cantidad de grasa blanquecina hab¨ªan acumulado.
Pero a lo que iba, las revistas acababan manoseadas, manchadas de tinte y con alguna p¨¢gina arrancada furtivamente por aquellas, las m¨¢s audaces, que pensaban copiarse un vestido para una boda, con la ayuda inestimable del Burda. Ahora que la televisi¨®n ha hecho descender a los famosos a la altura del mont¨®n, s¨®lo algunas personalidades, entre ellas la familia real, representan para un tipo de lectores la vida idealizada.
Lo repito, por muy dif¨ªcil que resulte creerlo, hay personas que quieren m¨¢s a las infantas que a sus propias hijas. El otro d¨ªa, dichas personas se arracimaban en torno a esa escuela a la que la Infanta separada lleva a sus ni?os. Esas personas, tan neurol¨®gicamente ajenas para m¨ª, hab¨ªan abandonado sus obligaciones para estar ah¨ª, dando ¨¢nimos a una mujer en un trance que, a la vista de las ¨²ltimas estad¨ªsticas, vive la mayor¨ªa de las mujeres espa?olas.
En el paroxismo del amor, esos s¨²bditos gritaban: "?Guapa! ??nimo! ?T¨² puedes!". Ella, casi sin mirar, les dedicaba una sonrisa giocondesca, o sea, enigm¨¢tica. La escena, al principio, me irrit¨®, porque la masa me irrita, tanto cuando va a gritar "hijoputa, asesino" a las puertas de un juzgado como cuando se pone cursi y celebradora. Pero de la irritaci¨®n pas¨¦ al recuerdo: vi a aquella mujer separada (que era yo) llevando al ni?o a la escuela, corriendo porque iba a llegar tarde al trabajo, tirando de una criatura que siempre iba lenta, agach¨¢ndose a cada momento para coger alguna cosa del suelo e impacientando a esa madre que estaba m¨¢s sola que la una, con un trabajo incierto, con una vida que no desgravaba en nada, ni en el alquiler, ni en la canguro, ni en la guarder¨ªa, en nada.
Ay, cu¨¢nto habr¨ªa querido esta madre separada que un grupo de mi barrio, en representaci¨®n de la asociaci¨®n de vecinos, que en aquellos a?os era tan activa, se concentrara a las puertas del centro educativo y esperara a que yo llegara para gritarme: "?Guapa, estamos contigo! ?Ver¨¢s la luz al final del t¨²nel!". Yo, mucho menos infanta que la Infanta en toda la extensi¨®n de la palabra, en lugar de pasar de largo, me habr¨ªa arrojado a los brazos de la buena gente, gritando aquello de "?Ayudadme / a cambiar por rosas mis espinas!", que escribi¨® Don Camilo.
En eso pensaba mientras ve¨ªa la tele y la comida hac¨ªa su efecto adormecedor en mi est¨®mago. A punto estaba de rendirme a la siesta cuando el tema del programa cambi¨® y a mis o¨ªdos lleg¨® esta frase que pronunciaba una bella se?orita: "Es que los periodistas me han colgado el san Bernardo de que yo antes era puta". Y pens¨¦ que hay j¨®venes a¨²n m¨¢s desgraciadas de lo que yo fui, porque eso de que te tomen por puta y encima te cuelguen un san Bernardo debe de ser la pesadilla que se muerde la cola.
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