Querido Fernando
Fernando Fern¨¢n-G¨®mez era un hombre t¨ªmido y tierno de coraz¨®n al que le tocaron vivir unos tiempos muy oscuros en un pa¨ªs muy ¨¢spero. Era de esas personas que de alg¨²n modo preservan en la vejez la actitud ante el mundo que se les qued¨® fijada al final de la infancia. Uno lo ve¨ªa, con sus grandes barbas rojizas, con sus andares torpes, y pod¨ªa ver f¨¢cilmente al chico de las fotograf¨ªas tomadas en la ¨¦poca de la guerra, el muchacho flaco, larguirucho, ilusionado ante las cosas y tambi¨¦n amedrentado por la brutalidad de los seres humanos, con la delgadez del que crece muy r¨¢pido y adem¨¢s pasa necesidad, porque ha tenido la mala suerte de que su adolescencia coincide con la guerra. Si escribi¨® mejor que nadie sobre el Madrid de entonces -en Las bicicletas son para el verano, en sus incomparables memorias- fue porque lo hizo a trav¨¦s de la mirada y la memoria de ese chaval que era entonces, a quien el infortunio de los tiempos le interrumpi¨® el bachillerato y la vida, demasiado joven para actuar de militante, de comparsa o de carne de ca?¨®n, pero ya con el uso de raz¨®n suficiente para observar las cosas con una agudeza melanc¨®lica que mantuvo siempre, con una mirada de muchacho aficionado a la lectura y a las enso?aciones, con una intuici¨®n prematura de las limitadas posibilidades que se iban a ofrecer a alguien como ¨¦l en un pa¨ªs como Espa?a.
Ten¨ªa una intensa vocaci¨®n literaria, pero se hizo actor por casualidad
Era t¨ªmido y fue un gal¨¢n raro igual que hab¨ªa sido un ni?o raro
En casi todas partes ten¨ªa el desasosiego del advenedizo
Ten¨ªa una intensa vocaci¨®n literaria, pero se hizo actor por las causalidades de la vida m¨¢s que por seguir el ejemplo de su madre, que influy¨® tal vez en ¨¦l menos que su abuela. Le sobrevino de pronto una improbable celebridad de estrella de cine, que no se aven¨ªa nada con su car¨¢cter, pero que le permiti¨® disfrutar de una notable prosperidad con acentos de bohemia de artista en una ¨¦poca general de penuria, en el Madrid de los cabarets y los primeros edificios modernos de los a?os cincuenta. Fue un gal¨¢n raro igual que hab¨ªa sido un ni?o raro. Siendo tan t¨ªmido, la fama lo incomodaba, alimentaba su aprensi¨®n de no encontrarse nunca en el sitio que le correspond¨ªa. Hab¨ªa sido un ni?o alto y pelirrojo entre bajitos y morenos, un hijo de c¨®mica sin padre en una ¨¦poca en la que esas cosas importaban mucho. Se hizo adulto y triunf¨® en el teatro y en el cine y la inseguridad no cesaba. Entre los actores era un literato; entre los literatos, un c¨®mico. Hac¨ªa muy bien demasiadas cosas distintas para un pa¨ªs de mentalidades poco flexibles, de escasa generosidad y posibilidades estrechas. En cada oficio que toc¨® tuvo al menos un logro magistral: como director de cine, El extra?o viaje; como autor teatral, Las bicicletas son para el verano; como novelista, El viaje a ninguna parte; como autor de memorias, El tiempo amarillo. Y pocos escritores de peri¨®dico ha habido tan constantes y tan originales como ¨¦l.
Y sin embargo no se sent¨ªa seguro. En casi todas partes ten¨ªa el desasosiego del advenedizo, y tambi¨¦n el escepticismo de quien ha visto y vivido demasiados sobresaltos. Agradec¨ªa el cari?o y era hosco y descre¨ªdo hacia esos homenajes espa?oles que sobrevienen en forma de chaparr¨®n y no son incompatibles con el desd¨¦n murmurado y la malevolencia.
Era tan t¨ªmido que las primeras veces que iba a la Academia qued¨¢bamos un rato antes en alguna esquina pr¨®xima para entrar juntos. Con la asistencia ben¨¦vola y novelera de Emma Cohen, aquel encuentro previo requer¨ªa una preparaci¨®n como de cita de esp¨ªas: la hora exacta, unos minutos antes del comienzo de la sesi¨®n, el lugar preciso, no en la misma puerta pero tampoco lejos. Yo esperaba en la esquina y el coche negro que los tra¨ªa a ¨¦l y a Emma se paraba en la esquina. Sub¨ªamos del brazo la acera de la calle Felipe IV, y cuando por fin entr¨¢bamos ¨¦l apretaba el m¨ªo, en parte para apoyarse por la debilidad de sus piernas, en parte por aquella sensaci¨®n antigua de sospecharse fuera de lugar. No me costaba nada imaginarlo muchos a?os atr¨¢s, en un aula de la escuela o del instituto o en uno de los primeros teatros en los que tuvo trabajo, el nuevo que no quisiera llamar la atenci¨®n y en el que sin embargo todos se fijan, el que lo observa todo con la atenci¨®n entre deseosa y esc¨¦ptica de los que no ocupan un lugar seguro en el mundo. Pocas personas conozco capaces de despertar tanta ternura.
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