El velo pintado
Estamos en el circo. Suena la m¨²sica y vemos aparecer a un hombre delgado y flexible. Camina hasta el centro de la pista y, tras saludar al p¨²blico, se encarama a una cuerda y empieza a subir por ella. Llega hasta lo alto de la carpa y all¨ª alcanza el trapecio, su ¨²nico reino en esta tierra. Vuela de un lugar a otro, realiza ins¨®litas piruetas ajeno en apariencia a esas leyes de la gravedad que limitan los movimientos de las otras criaturas del mundo. Y sin embargo, no es cierto que sea as¨ª. Su coraz¨®n late apresuradamente, y teme caerse. Puede que no se sienta bien ese d¨ªa, y que permanecer en el trapecio sea una fuente de sufrimiento. O que simplemente le aburra, pues ha realizado tantas veces esos ejercicios que ya no suponen nada nuevo. Por fin, desciende y regresa a la pista. Todos le aplauden, y ¨¦l acepta ese homenaje con condescendencia, como lo har¨ªa una criatura de otro mundo que exhibiera orgullosa sus facultades ante los simples mortales. Pero es un impostor, y ¨¦l sabe que desde que ha subido all¨ª arriba no ha hecho sino mentir.
El arte, como el juego, vive en esa zona que hay entre el mundo real y el de los sue?os
El pol¨ªtico es un actor. Algunos lo olvidan y pierden la cabeza al tener que dejarlo
Ahora estamos en el teatro. Un grupo de bailarinas se mueve sobre la escena iluminada. Van vestidas con trajes leves y recuerdan flores esbeltas milagrosamente dotadas de movimiento. Van de un lado a otro, como si vivieran en un espacio m¨¢gico. Pero s¨®lo son unas pobres muchachas. Muchachas que desde ni?as han tenido que someterse a un r¨¦gimen implacable de ejercicios, cuyos pies han llegado a sangrar y que han tenido que soportar el malhumor de sus maestros. Que viven en un mundo de celos, delirios y desatinos, y cuyos cuerpos reales nada tienen que ver con esos idealizados que exhiben en el escenario. Por lo que bien podr¨ªamos decir que tambi¨¦n ellas, como el trapecista, se enga?an a s¨ª mismas, si es que de verdad creen en lo que hacen, y, sobre todo, tratan de enga?ar a los que las vamos a ver.
Eso es el arte, un mundo de autoenga?os y simulaciones, fingir algo que no se es, o que, al menos, no se es del todo ni en todos los momentos. ?Necesitamos enga?arnos porque de otra forma no podr¨ªamos soportar la vida? Puede ser, pero no es menos cierto que la carpa de un circo, la escena de un teatro, son lugares sustra¨ªdos al enga?o que es todo y que si vamos a ellos es buscando alguna forma de verdad.
Shelley escribi¨® un hermoso poema llamado El velo pintado. El poema habla de la vida como de un velo pintado, lleno de hermosas im¨¢genes, pero que no conviene levantar. Y habla de alguien que una vez lo hizo, buscando algo que amar, pero no encontr¨® nada. Eso hacemos todos, queremos ver m¨¢s all¨¢ de ese velo, pero a la vez lo necesitamos a nuestro alrededor. Tal vez porque sentimos que la vida no ser¨ªa soportable si no nos protegiera con sus enga?os.
Pondr¨¦ otro ejemplo. Una pareja joven tiene un ni?o y viven felices cuid¨¢ndole. Todos los d¨ªas lo llevan de paseo. Lo muestran como si fuera un peque?o
dios, alguien que han encontrado flotando sobre las aguas y que ha venido a cumplir un destino de luz y clarividencia. Y sin embargo, no es cierto que lo hayan encontrado en un r¨ªo sagrado, ni que tenga ning¨²n destino que cumplir. A¨²n m¨¢s, desde el primer momento est¨¢ marcado por el estigma de la muerte. Pero pensar en eso les llenar¨ªa de angustia. Por eso nuestra pareja tiende sobre su ni?o ese velo pintado que son los cuidados maternales. Se trata de una dulce y extra?a mentira, que sin embargo les gusta representar. Tal vez porque, como dice el poema de Shelley, m¨¢s all¨¢ s¨®lo anida el miedo.
Nunca abandonamos la escena del teatro y bien podr¨ªamos decir que todos somos impostores. Lo somos cuando llevamos a nuestros hijos a la escuela, cuando nos vestimos para una fiesta, cuando vamos a un tribunal o a una reuni¨®n de negocios. En todos esos casos estamos representando un papel. En ninguna otra esfera de la vida social es m¨¢s patente esto que en la pol¨ªtica. El pol¨ªtico es b¨¢sicamente un actor, alguien que act¨²a sin descanso ante los dem¨¢s, cuyo ser mismo es representaci¨®n. Algunos llegan a olvidarlo y, cuando se ven forzados a dejar esa vida p¨²blica que llevan, literalmente pierden la cabeza. Algo as¨ª es la locura, que bien podr¨ªa consistir en empe?arse en continuar con el papel que estuvimos representado fuera de la escena del teatro. De ah¨ª su obscenidad, ya que lo obsceno es aquello que, debiendo permanecer escondido, nos empe?amos en hacer aparecer ante los ojos de todos. La pornograf¨ªa es obscena, porque lo que muestra deber¨ªa quedar en el ¨¢mbito de la intimidad; y la locura tambi¨¦n lo es, porque hace p¨²blico lo que s¨®lo debi¨® existir en el ¨¢mbito de nuestras fantas¨ªas.
El arte es otra cosa. Consiste en representar un papel, pero manteniendo un resto de cordura. Como el juego de los ni?os, vive en esa zona intermedia que hay entre el mundo real y el mundo de los sue?os. Es un puente entre ambos. Al artista, como al ni?o, le importa su sue?o, pero tambi¨¦n regresar al mundo real. Como el trapecista, vuela a lo alto, pero sabe que tiene que descender, ocuparse del mundo que le espera aqu¨ª abajo, entre los simples mortales: de su familia, de su trabajo, de sus compromisos con los dem¨¢s. ?Cu¨¢l de esas vidas es la suya? O mejor dicho, ?d¨®nde esta su verdad? ?All¨ª arriba, en el trapecio, o aqu¨ª abajo, cuando lleva a su hija a la escuela? Yo dir¨ªa que sube al trapecio para poder llevar con dignidad a su hija a la escuela.
Scott Fitzgerald dec¨ªa que la tarea del artista es trabajar para los dem¨¢s, de modo que puedan aprovechar la luz y el brillo del mundo. Nuestro trapecista hace eso, sale a escena y convoca su luz. ?S¨®lo para lucirse ¨¦l? No, tambi¨¦n para crear con sus actos un espacio de visi¨®n y de conocimiento. Todos queremos que las cosas brillen a nuestro alrededor. Por eso fingimos y decimos mentiras sin parar. No todas son iguales. Unas pertenecen al mundo de respetabilidad, y tienen una funci¨®n pr¨¢ctica, la de obtener un beneficio o adquirir alguna forma de poder sobre los dem¨¢s; las otras, al de la decencia, y su mundo tiene que ver con el cuidado. Esa pareja de la que habl¨¦ antes no hace sino levantar con sus simulaciones un mundo fr¨¢gil frente a la oscura arquitectura de la muerte. Mienten para abrir un espacio en la nada donde su hijo pueda crecer y vivir.
Eso era el circo para los ni?os de mi ¨¦poca: el lugar donde todo era posible. All¨ª todos ment¨ªan y, sin embargo, era un maravilloso lugar de decencia: la Casa del Honor. Y quiero que se entienda esta palabra de la forma en que lo hace Rafael S¨¢nchez Ferlosio al explicar el conflicto de Lord Jim. "El sentimiento de honor perdido", escribe Ferlosio, "no es un conflicto psicol¨®gico. El honor es una relaci¨®n de lealtad con los dem¨¢s". De forma que el deshonor no es tanto "haberse fallado a uno mismo" sino "haberles fallado a los otros".
En la pel¨ªcula Titanic hay una escena inolvidable. El barco se est¨¢ hundiendo y a¨²n as¨ª el grupo de m¨²sicos contin¨²a tocando. Saben que van a morir, pero ellos siguen tocando para los pasajeros como si nada estuviera pasando o como si esa m¨²sica les pudiera salvar. ?Lo hace? Sabemos que no, pero as¨ª son las personas decentes. No suelen hacer nada pr¨¢ctico, pero gracias a sus locuras el mundo se transforma en un lugar a la altura de nuestros sue?os.
Gustavo Mart¨ªn Garzo es escritor.
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