Punto muerto
La existencia en las grandes ciudades como Madrid est¨¢ compuesta, en porcentajes caprichosos, por circunstancias inc¨®modas y ventajas inigualables. Nos une la armon¨ªa verde de sus innumerables ¨¢rboles y nos afrenta el indomable estr¨¦pito en las calles c¨¦ntricas, la constante marea del tr¨¢fico que apenas se toma respiro en la madrugada; y la descarada intimidad de los vecinos que regulan el tono de sus radios o televisores como les parece bien o mejor les vaya a la sordera epid¨¦mica de la ciudadan¨ªa.
Hace tiempo que ¨¦sta no es una ciudad para pasear tranquilamente en compa?¨ªa, porque se encuentra casi perdido el gusto por el di¨¢logo, las caminatas peripat¨¦ticas de anta?o. Aunque cueste creerlo, en los inc¨®modos a?os cuarenta y cincuenta era una usanza arraigada la prolongaci¨®n de la tertulia nocturna entre quienes manten¨ªan h¨¢bitos bohemios, que ten¨ªa que ver con la duraci¨®n de las horas, cuyos sesenta minutos de la ¨¦poca daban para bastante m¨¢s que los de ahora, algo parecido a lo que experimentamos al pasar de la peseta al euro.
Hace tiempo que ¨¦sta no es una ciudad para pasear tranquilamente en compa?¨ªa
Cuando se procura la soledad, el silencio, el lugar y el momento para la meditaci¨®n, quienes lo busquen como necesidad lo tienen crudo. En otras edades el sabio -y cualquiera, no estaba prohibido y era muy econ¨®mico- se retiraba al desierto, se enclaustraba en un monasterio o se parapetaba en el estudio de trabajo, vedado para extra?os y allegados y, con un poco de suerte, pod¨ªa concentrarse o parecer que lo hac¨ªa. Ahora quiz¨¢s el lugar m¨¢s aislado del que puede gozar el ciudadano sea el estricto habit¨¢culo de su autom¨®vil, quienes lo posean y escojan la aventurera senda de conducirlo en plena urbe.
Propicio el momento presente, en el filo indeciso que une o separa el oto?o del invierno, en esta confusi¨®n de estaciones que nos desconcierta a los mayores. Tuvo merecida fama de tibieza y estabilidad la ¨¦poca oto?al, los c¨¢lidos mediod¨ªas en lugares soleados, incluso el soplo fino e insidioso del aire que viene del Guadarrama. Los que viven por Arg¨¹elles, el Viaducto o los ¨²ltimos pisos de las casas altas, descubren la silueta de las monta?as que resguardan a Madrid por el Norte, adivinan la nieve como un albo pa?o de quita y pon, que pronto se desparrama por los valles.
Dentro del autom¨®vil, con las ventanillas subidas, nos sentimos en un recinto casualmente seguro, a salvo del soplo helador, intermitente contra el que lucha, con un ronroneo cada vez m¨¢s tenue, el motor detenido ante el sem¨¢foro. Los dedos del conductor solitario tamborilean sobre el volante, manejan los botones de la radio, de la calefacci¨®n, que humanizan el habit¨¢culo, tan pr¨®ximo y lejano de la turbamulta de seres que, en otros veh¨ªculos o detenidos en la acera, no volveremos a ver nunca.
La radio es el contacto externo a nuestro servicio, que podemos cortar, reanudar, suprimir o alterar. Con el cambio de luces queda conectado el piloto autom¨¢tico de nuestro instinto de conservaci¨®n: rojo, naranja, verde, marcha en primera, ojeada al retrovisor, a los espejos laterales y, desde hace un tiempo, ese copiloto sabihondo que cree conocer el ¨®ptimo camino, ignorando que los servicios de reparaci¨®n vial son inescrutables.
Hasta la pr¨®xima detenci¨®n, funciona, con portentosa sincronizaci¨®n, el freno de pie, el embrague, en la mayor¨ªa de los autos, para quedar de nuevo inm¨®viles durante unos segundos. Mientras, la m¨²sica, las noticias -rara vez optimistas-, las m¨²ltiples tertulias que suelen destilar rencores, provocaciones, como si rigiera un malvado mandamiento: "Odiaos los unos a los otros"; la interrupci¨®n altanera de la publicidad inagotable que alimenta a centenares de emisoras, docenas de peri¨®dicos, entre cuyos mensajes un nuevo sexto sentido nos hace reconocer -y no a todos- la falacia del pa?o que se vende en unas arcas siempre de rebajas.
Por la ciudad, cientos, miles de personas circulan enlatadas, procurando no rozar la d¨¦bil carrocer¨ªa, el gesto instintivo atento, las manos, los pies, el ojo que mira hacia delante, hacia atr¨¢s, hacia los lados. Mientras permanece en el cogollo de la Villa, el conductor solitario vive aislado, resguardando su vida y procurando no atentar contra la ajena. De cuando en cuando, la pausa, el par¨®n, el punto muerto como un corto armisticio que precede a la inane victoria de haber llegado a destino.
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