Felices compras y pr¨®speras rebajas
La Navidad suprime temporalmente las distancias de estatus, edad, g¨¦nero o clase, y convierte a los ni?os en mediadores que nos unen con el m¨¢s all¨¢. ?ste es su sentido y todas las culturas tienen fiestas semejantes.
Este es un t¨ªpico art¨ªculo navide?o. En un doble sentido: es un texto period¨ªstico que habla de la Navidad y es un producto propio de estas fiestas, como lo son el turr¨®n, las luces en las calles o las malas pel¨ªculas familiares. Como una obligaci¨®n ritual m¨¢s, se trata de afrontar de forma supuestamente experta cuestiones del tipo: "?ha perdido la Navidad su sentido original?", o "?se est¨¢ corrompiendo el verdadero esp¨ªritu navide?o?". A estos asuntos de orden general se le pueden a?adir matices locales o de actualidad. Entre los primeros, ?qu¨¦ justifica una celebraci¨®n oficial cat¨®lica en un pa¨ªs oficialmente no confesional?, paradoja parecida a otras del tipo: ?c¨®mo un Estado aconfesional puede encarnarse en un Jefe descaradamente confesional?, o ?c¨®mo una Constituci¨®n laica puede otorgar un trato preferente a la Iglesia Cat¨®lica? Entre los segundos, ?c¨®mo, con una cat¨¢strofe ecol¨®gica en ciernes, puede darse un derroche como el que practicamos estas fechas?, o, ?c¨®mo puede una festividad nominalmente cristiana albergar la creciente pluralidad religiosa de nuestras sociedades?
?Puede una festividad cristiana albergar nuestra creciente pluralidad religiosa?
Aun con una cat¨¢strofe ecol¨®gica en ciernes, en estas fechas practicamos un derroche ancestral
Hace d¨¦cadas que, en d¨ªas como hoy, alguien con presunta autoridad se hace preguntas parecidas en voz alta. Como paradigma, recu¨¦rdese aquel art¨ªculo publicado en 1952 por L¨¦vi-Strauss a prop¨®sito del auto de fe a que acababa de ser sometido Pap¨¢ Noel por las parroquias de Dijon, que concluy¨® con la quema del personaje en la explanada de la catedral ante centenares de ni?os (hay versi¨®n espa?ola: El suplicio de Pap¨¢ Noel, Taller de Mario Muchnik, 2002).
Por tanto, siguiendo la costumbre, volv¨¢monos a plantear la vieja cuesti¨®n: ?cu¨¢l es ese verdadero sentido de las fiestas navide?as, esa calidad pr¨ªstina que se considera extinguida o adulterada por culpa del consumismo desbocado, la democracia multicultural o la imposici¨®n de modelos culturales tenidos por impuros?
Para procurar una respuesta a tal asunto es indispensable liberarse de dos malentendidos. El primero es el que supone que un h¨¢bito cultural como ¨¦ste ha de ser tratado como un vestigio y que, por tanto, sus claves hay que buscarlas en sus or¨ªgenes hist¨®ricos, en nuestro caso en las saturnalias romanas, en los ciclos festivos hibernales de las sociedades agrarias o incluso en arcaicos cultos solsticiales. Pero no siempre conocer la g¨¦nesis de un fen¨®meno ayuda a percibir su naturaleza ¨²ltima, de igual modo que saberse la historia del autom¨®vil no implica comprender para qu¨¦ sirve y c¨®mo funciona un coche. El segundo t¨®pico a desarticular es el que da por descontado que lo que explica un determinado rito es el acontecimiento excepcional que dramatiza, en el caso de nuestra Navidad el nacimiento de una divinidad tr¨¢gica hace cientos de a?os. Es al contrario. Es la pr¨¢ctica la que explica la creencia en que aparentemente se sostiene. Primero surge y se satisface la exigencia de sacralizar ciertas conductas, haci¨¦ndolas obligatorias y, luego, se inventa un mito que justifica y racionaliza tal imperativo. Los antrop¨®logos llevan toda la vida explicando creencias, pero raras veces han defendido que las creencias expliquen alguna cosa.
A partir de ah¨ª, si se quiere llegar a desvelar el verdadero esp¨ªritu de la Navidad lo que tenemos que contemplar es qu¨¦ cosas hace hacer y luego ver para qu¨¦ sirven esas cosas, puesto que la obligaci¨®n que nos imponen no puede responder s¨®lo a la fidelidad mec¨¢nica a costumbres absurdas. Entonces, all¨ª donde parec¨ªan reiterarse meras tradiciones vac¨ªas de contenido, s¨®lo vivificadas artificialmente por la ambici¨®n de las grandes empresas comerciales, nos descubrimos involucrados en una red de compromisos sociales, sentimentales, econ¨®micos, familiares y de todo tipo -para algunos fastidiosos; entra?ables para otros- que vienen a reproducir entre nosotros esquemas de comportamiento que, m¨¢s all¨¢ de contingencias hist¨®ricas y culturales, constituyen verdaderos universales de toda vida colectiva.
Lo que tenemos es una masa de conductas prescritas en que se articulan de manera ordenada ingredientes tomados de aqu¨ª y de all¨¢, de ahora y de entonces. Con tal amalgama como atrezzo y decorado vemos desarrollarse actividades que garantizan distintas labores. Unas son de orden social y consisten en unir o separar segmentos sociales diferenciados. Por un lado, se juega a abolir las distancias de estatus, edad, g¨¦nero o clase, restituyendo una especie de ec¨²mene universal que imita los or¨ªgenes indiferenciados supuestos a toda sociedad. Pensemos en tantas fiestas tradicionales que invitan y hasta fuerzan a salir de casa para beber, bailar y cantar con desconocidos, fiestas de las que la Nochevieja no ser¨ªa sino una versi¨®n ya planetaria. Pero tambi¨¦n las navidades son una excusa para que diferentes formas de comunidad restringida -la familia, los vecinos, los amigos, la em-presa- proclamen y refuercen su unidad a trav¨¦s del intercambio de regalos o la reuni¨®n en banquetes. Cada una de esas unidades se encierra en s¨ª misma e impone su derecho de admisi¨®n a quien no pertenezca al nosotros autocelebrado.
En ese marco festivo encontramos otro tipo de mecanismos, ahora de orden intelectual. Se trata de dispositivos cuyo trabajo es abrir canales a trav¨¦s de los cuales otros mundos se manifiestan en el nuestro. Los operadores de tales contactos son los ni?os. Seres ambiguos por definici¨®n, a medio camino entre la nada de la que proceden y nuestra plenitud vital de adultos, los peque?os devienen mediadores que nos unen con el m¨¢s all¨¢, al tiempo que de alg¨²n modo nos protegen de ¨¦l. Ellos son la puerta viviente que permite que lo que est¨¢ y debe estar separado se junte: la noche y el d¨ªa, el pasado y el presente, lo fant¨¢stico y lo cotidiano, lo lejano y lo pr¨®ximo, la muerte y la vida. Es por y para ellos que se cuelan en nuestros hogares -por la ventana, por la chimenea- seres procedentes de universos paralelos: los Reyes Magos, la Befana, el Ti¨®, Santa Claus, Father Christmas, Pap¨¢ Noel, el Olentzero, San Nicol¨¢s... Son ni?os quienes, el d¨ªa del sorteo de Navidad, distribuyen la Gracia y convierten a algunos de nosotros, en efecto, en agraciados. Son ellos tambi¨¦n con quienes hablan los muertos, porque ellos mismos est¨¢n o estuvieron muertos. ?se es el sentido del D¨ªa de los Santos Inocentes o del papel que juegan en la cercana Noche de Halloween, por no hablar del lugar que merecen en nuestro imaginario colectivo, desde los cuentos tradicionales a pel¨ªculas de ¨¦xito reciente.
Ninguna de esas funciones es exclusiva de nuestra Navidad. Las hallamos en la Hanuk¨¢ jud¨ªa, el Kwanzaa afroamericano, el Yule neopagano o el Eat Ramad¨¢n musulm¨¢n. Hasta en culturas remotas encontrar¨ªamos analog¨ªas y paralelos: el potlacht de los kwakiutl de la costa del Pac¨ªfico de Canad¨¢ -ejemplo de dilapidaci¨®n ritual y ostentatoria de bienes- a las kachinas, mu?ecas que usaban los ni?os pueblo, en el actual Nuevo M¨¦jico, para comunicarse con los esp¨ªritus de los ancestros. En cuanto a la dimensi¨®n comercial de la Navidad, el mercado no hace otra cosa que proveer de objetos el intercambio de dones que los humanos realizan entre s¨ª o con entidades sobrenaturales. El capitalismo excita y parasita exigencias sociales que no ha inventado y que un d¨ªa, sin duda, le sobrevivir¨¢n.
He ah¨ª el verdadero Esp¨ªritu de las Navidades, el de las pasadas, el de las presentes y seguro que el de las futuras, aunque haya sido o vaya a ser bajo otros nombres o con otras formas. Porque las sociedades humanas viven de inercias y repeticiones que le sirven para continuar siendo justamente eso, sociedades, formas que los humanos conciben y organizan con el fin de vivir juntos, puesto que se necesitan. Para ello, el ser humano inventa una y otra vez costumbres nuevas, que son siempre las mismas. Todas tienen, en cualquier caso, id¨¦ntica misi¨®n: hacer que no se olvide que nadie -le guste o no- acaba nunca en s¨ª mismo, sino que contin¨²a en quienes, visibles o invisibles, le rodean.
Manuel Delgado es profesor de antropolog¨ªa religiosa en la Universitat de Barcelona.
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