Dorothy Parker: el humo de lejanas fiestas
En el bar clandestino Jack and Charlie donde corr¨ªan r¨ªos de alcohol durante la Ley Seca, Dorothy Parker se sent¨® en el taburete de la barra y encendi¨® un chesterfield. "?Qu¨¦ desea tomar?", le pregunt¨® el camarero. La escritora contest¨®: "No m¨¢s cat¨¢strofes". En mitad de su vida tormentosa Dorothy Parker hab¨ªa descubierto que el paganismo ten¨ªa un error fundamental. "Bebe y baila, r¨ªe y miente, ama, toda la tumultuosa noche, porque ma?ana habremos de morir", hab¨ªa escrito en uno de sus poemas, pero ella no lograba morirse, pese a haberlo intentado dos veces hasta ese momento, una cort¨¢ndose las venas con la cuchilla de afeitar y otra con una sobredosis de Veronal. Quien no conociera su frustrado galope interior podr¨ªa pensar que no ten¨ªa razones para largarse de este mundo, ya que entonces a¨²n era la reina de un grupo de exquisitos y privilegiados intelectuales, periodistas, cr¨ªticos literarios y actores neoyorquinos, que en los a?os de entreguerras ten¨ªa asiento en la Mesa Redonda del hotel Algonquin, en un almuerzo diario seguido de una tertulia hasta media tarde, donde ella hizo famosa su lengua mordaz.
Eran los tiempos en que los crupieres en los garitos de Nueva York llevaban sombrero de copa con una gardenia en el ojal y los caballeros estrenaban pantalones con pliegues en la cintura y luc¨ªan los primeros borsalinos de ala blanda. La revista Vanity Fair dictaba la moda y Dorothy Parker publicaba all¨ª relatos y poemas, y adem¨¢s llevaba la cr¨ªtica teatral de forma desconcertante y divertida, con la acidez precisa para ser temida y halagada por sus propias v¨ªctimas.
Hab¨ªa tomado el apellido de su primer marido, Eddie Parker, un corredor de Bolsa tempranamente alcoholizado, v¨¢stago de prestes presbiterianos, muerto por sobredosis de otras pastillas. Ella se apellidaba Rothschild. Nada que ver con los famosos banqueros. Su padre era un sastre jud¨ªo, rico de medio pelo con ¨ªnfulas, casado con una gentil de buena familia, que se permit¨ªa el lujo de veranear en Long Island junto a las mansiones de algunos magnates. Durante las vacaciones de 1893 all¨ª naci¨® Dorothy. Era, pues, medio jud¨ªa y medio neoyorquina. Todos los veranos sus padres volv¨ªan a esa playa y all¨ª comenz¨® ella a escribir los primeros poemas, all¨ª inici¨® sus gracias malvadas y all¨ª creci¨®. Si su cuerpo no sobrepas¨® el metro y medio de altura, en cambio no hubo nadie con la lengua m¨¢s larga.
Muy joven todav¨ªa, Dorothy Parker emprendi¨® una galopante agon¨ªa hacia la seducci¨®n: beber, abrirse paso hacia la gloria picando como una avispa, superarse a s¨ª misma con salidas inteligentes y malignas, repartir su amor a partes iguales entre sus perros, maridos y amantes, despreciar a los ricos pero desear su dinero, matarse por estar donde hab¨ªa que estar en el momento oportuno, acostumbrarse a escribir con resaca y esperar que el whisky prohibido fuera escoc¨¦s no adulterado, ¨¦se fue su fuego por dentro y as¨ª todos los d¨ªas, incapaz de no verse siempre rodeada de amigos, hasta abrasarse al pie de su propio altar al final de la madrugada. Los ejemplares divinos de Nueva York pasaban por la tertulia del hotel Algonquin, en el 59 de la calle 44, Oeste, de modo que Dorothy termin¨® por vivir all¨ª en una suite donde sus amantes entraban y sal¨ªan como si se tratara de una oficina de Correos.
Hubo unos a?os de esplendor en que esta mujer estaba en la boca de todos. El p¨²blico repet¨ªa sus ocurrencias. Su vida siempre estuvo por encima de su obra, pero ella fue un punto de uni¨®n entre los personajes y escritores del momento. En sus viajes y regresos, con amantes o sin ellos, en esta escritora conflu¨ªan Hemingway, Scott Fitzgerald, Faulkner, Dashiell Hammett, Hollywood al final del cine mudo, la ¨¦poca dorada de Montparnasse o las vacaciones en la Riviera, siempre invitada por amigos ricos que necesitaban de su ingenio en la sobremesa o en las copas en los sillones de mimbre de los jardines para sentirse maravillosos, malvados y evanescentes. Un d¨ªa se cruz¨® en el boulevard Saint Germain con James Joyce y al verlo andar tan cabizbajo coment¨®: "Me figuro que tiene que tener miedo a que se le caiga una perla". De las fiestas en la mansi¨®n del magnate Swope en Long Island sac¨® Scott Fitzgerald los personajes de la novela El Gran Gatsby. All¨ª estaba Dorothy Parker y algunos de esos personajes hab¨ªan pasado por su cama.
De la misma forma que dilapidaba la vida comport¨¢ndose como un chico travieso, as¨ª derramaba tambi¨¦n su literatura. Sembr¨® de relatos y poemas todas las revistas que merec¨ªan su talento, Vanity Fair, Vogue, Life, Harper's, The Saturday Evening Post, Esquire, pero fue en The New Yorker, del que era accionista, donde se vaci¨® entera desde el primer n¨²mero. Un d¨ªa se puso de rodillas y rez¨®: "Dios querido, te ruego que hagas que deje de escribir como una mujer". Sus letras dieron glamour a canciones de Irving Berlin y Cole Porter. La primera grabaci¨®n de la orquesta de Glenn Miller, en 1932, era uno de sus poemas titulado: "C¨®mo iba yo a saber que esta felicidad era el amor". Y en Hollywood escribi¨® guiones a tanto la p¨¢gina en los boxes de la MGM desafiando a alcohol duro a los grandes borrachos cuando Scott Fitzgerald, convertido en una ruina, s¨®lo beb¨ªa cocacola para purgarse.
Aunque parec¨ªa una fr¨ªvola, siempre con un lul¨² en brazos, dispuesta a continuar siendo aquella ni?ita jud¨ªa tan lista, que so?aba con beber champa?a en un lupanar, nunca dej¨® de ser una radical, lo mismo en el placer que en la justicia. A ra¨ªz de la ejecuci¨®n de los anarquistas Sacco y Vanzetti, en 1927, se la vio por las calles de Boston junto a John Dos Passos en un acto de protesta cantando la Internacional con falda bordada y bufanda de seda. A?os antes hab¨ªa realizado desde Par¨ªs una descubierta por Espa?a en compa?¨ªa de la tropa de Hemingway, pero su est¨®mago no estaba preparado para platos tan fuertes. Vomit¨® en una corrida de toros, se compadeci¨® de la miseria que ve¨ªa y se volvi¨® a Montparnasse, pero poco despu¨¦s ya era una activista de izquierdas y en plena Guerra Civil volvi¨® a Madrid con su nuevo y ¨²ltimo marido, Alan Campbell, escritor de segunda, a visitar hospitales de sangre, a compartir cigarrillos y obuses con los milicianos en Valencia.
No tanto sufrir como dejar de disfrutar, se dec¨ªa viendo el final reflejado en el espejo del alcohol. Aquellos seres divinos de la Mesa Redonda del hotel Algonquin hab¨ªan muerto y ella se qued¨® sola. Un mi¨¦rcoles,7 de junio de 1967, dej¨® de existir de un ataque al coraz¨®n, en la soledad de un hotel, en Nueva York, junto a su perro Troy. Los 20.000 d¨®lares que le quedaban los dej¨® en herencia a Mart¨ªn Luther King. Sus cenizas fueron esparcidas en el jard¨ªn de una villa de Long Island, donde s¨®lo quedaba el humo de lejanas fiestas.
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