Vanidad radiante y calavera
A prop¨®sito de la calavera de diamantes de Damien Hirst se oye algo as¨ª como un silencio clamoroso: desde que la vimos, hace unos meses, en la portada de Art Forum, nos impresion¨® a todos, y luego ha sido reproducida en los peri¨®dicos serios de Espa?a para dar noticia de su precio y de que efectivamente ha encontrado comprador, pero nadie quiere aceptar que le gusta la calavera de diamantes. De hecho apenas se alude desde?osamente a la "operaci¨®n comercial" que Hirst ha organizado en torno a su brillante ocurrencia, como si toda obra de arte que se expone no fuese venal, o como si consider¨¢semos tal condici¨®n indecente, pero admisible, ya que el artista tambi¨¦n tiene que comer y hasta tiene derecho a vivir razonablemente bien, siempre que en el fondo fracase: es decir, siempre que su ganancia no sea demasiado llamativa o se oculte el monto. Con esta actitud incurrimos en el filiste¨ªsmo que busca en las artes pl¨¢sticas mensajes edificantes y democr¨¢ticos, p¨ªldoras contra el dolor de vivir y otras cosas "bonicas".
Al forrarla de diamantes, nos la muestra como nunca la hab¨ªamos visto y como nadie se hab¨ªa atrevido a mostrarla
?Cinco minutos, ni un segundo m¨¢s! Es caracter¨ªstico de las obras de Hirst que apenas resulta posible mirarlas
Hirst puso desde el principio las cartas boca arriba. Sabemos, porque lo hizo p¨²blico, de d¨®nde sale la calavera (de una tienda del norte de Londres), de cu¨¢ntos pedruscos consta (8.601), cu¨¢nto dinero le costaron (20 millones de euros), por cu¨¢nto la ha vendido (por 75 millones) y por qu¨¦ la obra se titula ?Por el amor de Dios! (porque es lo que exclam¨® su madre cuando el artista le explic¨® lo que estaba haciendo).
Morceau de bravoure de su exposici¨®n del pasado mes de junio, la calavera fue objeto de una cuidadosa escenograf¨ªa para destacarla y realzarla en un recinto especial de la galer¨ªa White Cube. Para acceder a esta c¨¢mara del ambiguo tesoro el p¨²blico ten¨ªa que reservar plaza, y el tiempo de observaci¨®n estaba regulado: cinco minutos. Al entrar, el visitante se encontraba en un cuartito con las paredes, suelo y techo pintados de negro, como en esos escenarios en que el ilusionista har¨¢ aparecer y desaparecer ante nuestros propios ojos a una se?orita en biquini de lentejuelas o una sultana oriental. Cuatro focos de luz converg¨ªan en el centro, sobre una caja de cristal, donde la calavera emit¨ªa su muda carcajada y los pur¨ªsimos reflejos diamantinos.
?Cinco minutos, ni un segundo m¨¢s! En realidad, de esos cinco minutos sobraban cuatro y medio; pues es caracter¨ªstico de las efectistas obras de Hirst, esos tanques de vidrio llenos de formol, propios del laboratorio de un doctor diab¨®lico o sabio loco de follet¨ªn, en los que flota un tibur¨®n, o una ovejita, o una ternera partida por la mitad, que apenas resulta posible mirarlas. Supuran una necrofilia repugnante. Esas obras son de naturaleza material solamente como testimonio notarial de una idea. De ah¨ª que podamos decir sin iron¨ªa que lo mejor que le ha pasado a la obra de Hirst ha sido el incendio de la galer¨ªa Saatchi en el que ardi¨® buena parte de su producci¨®n de los a?os noventa. Pues lo que las obras en s¨ª ten¨ªan que decir ya lo hab¨ªan dicho, y con elocuencia suficiente para hacerlo inolvidable.
De la misma forma, esta calavera formidable una vez vista no se olvida f¨¢cilmente. As¨ª que resulta doblemente agradable especular sobre qu¨¦ clase de tonto, o fetichista o petrolero blas¨¦ pueda ser el acaudalado coleccionista que la ha comprado, y qu¨¦ motivos tendr¨ªa para quedarse con una pieza que basta con verla fotografiada.
Una calavera es uno de los fetiches m¨¢s conspicuos y trillados en el imaginario cultural, presente en todas las historias de bucaneros, en la escena de Hamlet, en todas las pesadillas y fantas¨ªas morbosas del Romanticismo, en todas las vanitas de la pintura, desde El triunfo de la muerte de Brueghel en el Museo del Prado y las Postrimer¨ªas de Vald¨¦s Leal en la iglesia del hospital de la Caridad en Sevilla hasta el bast¨®n del bluesman Screaming Jack Hawkins, est¨¢ en todos los escritorios de San Jer¨®nimo, inspir¨¢ndole e invit¨¢ndonos a la reflexi¨®n y la ascesis, y en los anillos de los heavymetaleros. Al forrarla de diamantes, redoblando su brutal, desafiante apariencia con la arrogancia y "distinci¨®n" caracter¨ªsticas de las joyas car¨ªsimas (no hubiera sido lo mismo recubrirla de cristales Swarovski, por ejemplo), Hirst nos la muestra como nunca la hab¨ªamos visto y como nadie se hab¨ªa atrevido a mostrarla. Y a ultrajarla, dicho sea de paso. Simult¨¢neamente, ha contagiado la idea del diamante con la maldici¨®n de la calavera. A m¨ª me parece que no es poco, y que la fortuna que ha ganado con esta car¨ªsima vanitas no hace sino remachar su excelencia como una segunda firma de artista.
En fin, cada uno ve con sus propios ojos. A m¨ª particularmente, a causa de mis devaneos con ciertos episodios de la Historia, me ha llamado la atenci¨®n que la calavera de Hirst, con ese relieve en la frente que sugiere un blas¨®n her¨¢ldico, haya visto la luz al mismo tiempo que en los Urales se hallaban los dos ¨²ltimos cad¨¢veres de la familia del zar, asesinada por los bolcheviques: esa calavera es la de la verdadera princesita Anastasia; no las impostoras, actrices y fotocopias, sino la Anastasia real.
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