Luanda, teatro del horror
En la capital angole?a, destrozada por la guerra, la vida y la cultura se abr¨ªan camino a trav¨¦s de exposiciones y representaciones teatrales que burlaban la guerra.
En aquella Luanda todav¨ªa en guerra era dif¨ªcil distinguir entre los estragos del abandono y los efectos de los combates en los d¨ªas de la independencia, cuando tres grupos nacionalistas se enfrentaron calle por calle para ocupar el vac¨ªo de poder dejado por los portugueses. Hacia 1989, la centenaria ciudad colonial recordaba un organismo vivo, siempre a merced de cambios imprevistos que se incorporaban de inmediato a la rutina de los habitantes. Avenidas atestadas de tr¨¢fico hasta la v¨ªspera quedaban cortadas por un repentino e imponente socav¨®n y, de inmediato, los conductores adoptaban un nuevo y tortuoso trayecto por las callejuelas colindantes, que se convert¨ªa en el trayecto habitual hasta que un nuevo socav¨®n obligaba a modificarlo. Solares de tierra rojiza se poblaban de la noche a la ma?ana con decenas de fugitivos y, en un abrir y cerrar de ojos, los chavales reci¨¦n llegados se incorporaban a los juegos de sus vecinos y los adultos se comportaban como si siempre hubieran vivido en aquella parte de la ciudad. Una mulemba gigantesca se desplomaba sobre una fachada tras una violenta tormenta tropical y, en apenas algunas jornadas, nuevos brotes asomaban entre los escombros, a los que, por otra parte, tambi¨¦n se les hab¨ªa encontrado ya alguna utilidad sobrevenida.
El pintor Ant¨®nio Ole quer¨ªa que fuera all¨ª, en Luanda, donde se admirase su obra excepcional
Luanda se pobl¨® de mercados, en los que los supervivientes trataban de poner remedio a sus carencias cotidianas
La estabilizaci¨®n de los cambiantes frentes de guerra fuera de las ¨¢reas habitadas, seg¨²n la estrategia adoptada por el ej¨¦rcito gubernamental para combatir a la poderosa guerrilla de Jon¨¢s Savimbi, hab¨ªa hecho de las ciudades de Angola y, en particular, de su capital, Luanda, un reducto para la supervivencia. Era incesante la llegada de columnas de camiones con la trasera atestada de refugiados, familias enteras que viajaban con un colch¨®n y alguna cabra desde los territorios del sur y del este del pa¨ªs, donde los combates eran m¨¢s mort¨ªferos. Una ciudad que hab¨ªa alcanzado el medio mill¨®n de habitantes en los momentos de esplendor bajo la colonia albergaba ahora una poblaci¨®n que superaba los dos millones y que se hacinaba en los mosseques, los laber¨ªnticos asentamientos de chabolas de los alrededores. Faltaba el agua, escaseaban los alimentos, los apagones eran continuos: a los sabotajes de la guerrilla se un¨ªa la creciente descomposici¨®n del comunismo angole?o, acentuada por un acontecimiento tan remoto como la ca¨ªda del muro de Berl¨ªn. Luanda se pobl¨® de mercados al aire libre, en los que los habitantes, los supervivientes, trataban de poner remedio a sus carencias cotidianas. Nadie logr¨® saber de d¨®nde parti¨® la iniciativa, pero aquellos mercados ilegales aunque tolerados fueron siendo jocosamente bautizados con los t¨ªtulos de las series brasile?as que retransmit¨ªa entonces la televisi¨®n estatal: Calha boca, Fera radical, Roque Santeiro.
Era sin duda el signo de que la precaria supervivencia que ofrec¨ªa Luanda iba m¨¢s all¨¢ del simple hecho de poner a resguardo la vida de las personas; tambi¨¦n pon¨ªa a resguardo de aquella interminable tragedia los atributos irrenunciables de la vida: un resto de humor amargo, el impetuoso desbordamiento de la fantas¨ªa, incluso la literatura, el arte. La primera impresi¨®n de Luanda no coincid¨ªa, as¨ª, con su realidad completa. Era preciso no dejarse abatir por la estremecedora visi¨®n de los refugiados, de los incontables mutilados por las minas, de los soldados que perd¨ªan la raz¨®n a causa de la brutalidad de los combates y deambulaban, solos o en grupo, por las calles atestadas y sucias, para encontrar el humilde consuelo que proporcionaban quienes, sin saberlo, hab¨ªan hecho del consuelo su vocaci¨®n. La guerra civil que prolongaba la guerra colonial, sumando dos d¨¦cadas de violencia ininterrumpida, no hab¨ªa impedido que algunos habitantes de Luanda encontrasen la disposici¨®n de ¨¢nimo para consagrarse a la pintura y, adem¨¢s, el coraje para organizar exposiciones. Pese a que algunos de sus cuadros se exhib¨ªan en colecciones permanentes de Nueva York, el pintor Ant¨®nio Ole quer¨ªa que fuera all¨ª, en Luanda, donde se admirase su obra, por muchas razones excepcional. Era en aquel microcosmos a la deriva donde ten¨ªan que contemplarse sus personajes desgarrados, sus naturalezas muertas, compuestas con arena te?ida de las playas de Mussulu.
Pero entrar en contacto con la pintura de Ant¨®nio Ole terminaba por llevar a otra de tantas manifestaciones subterr¨¢neas de la ciudad en guerra, ocultas por la devastaci¨®n: el teatro de Jos¨¦ Mena Abrantes, de quien era habitual escenarista. La compa?¨ªa de Mena Abrantes, Elinga, ensayaba y estrenaba en un edificio ruinoso cerca de la Marginal, el antiguo paseo mar¨ªtimo que construyeron los portugueses a lo largo de la bah¨ªa que abrazaba la ciudad. Tan importante como asistir a los estrenos era no faltar a los ensayos, en los que un pu?ado de actores y actrices vocacionales compaginaban su pasi¨®n por el teatro, que demostraban en cada representaci¨®n p¨²blica, con una penetrante iron¨ªa acerca de las carencias cotidianas, los enredos amorosos, los partes militares, que s¨®lo se manifestaba en los d¨ªas de trabajo previo. Mena Abrantes estaba dando entonces los ¨²ltimos retoques a la representaci¨®n de una obra suya de t¨ªtulo ins¨®lito, El ¨²ltimo viaje del Pr¨ªncipe Perfecto, una sucesi¨®n de escenas a bordo del buque de ese nombre que hab¨ªa hecho durante a?os la traves¨ªa entre Luanda y Lisboa, ambientadas en su singladura final, justo antes del desguace. La ciudad se mostraba al desnudo ante los ojos emocionados del espectador, el asedio que padec¨ªa representado por ese Pr¨ªncipe Perfecto encamin¨¢ndose a su cementerio marino, y la vida que albergaba en su interior encarnada por las historias entrecruzadas de unos personajes que confesaban sin pudor sus ambiciones y secretos.
Despu¨¦s de los largos minutos de aplausos que rubricaron el ¨¦xito de la obra el d¨ªa de su estreno, salir a la ciudad que ya se preparaba para el toque de queda fue enfrentarse con una Luanda distinta de la que hab¨ªa permanecido afuera. Los veh¨ªculos militares se apostaban ya en cruces y avenidas, a lo lejos comenzaban los remotos disparos que punteaban las madrugadas y, de pronto, son¨® la sirena de un buque, quiz¨¢ dando a entender que Luanda era ahora el escenario real donde se prolongaba el viaje p¨®stumo del Pr¨ªncipe Perfecto.
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