Viva la revoluci¨®n y las mujeres
Toda mi alegr¨ªa es sentir brotar la vida de tu fuente - flor que la m¨ªa guarda para llenar todos los caminos de mis nervios que son los tuyos". Y a?ade de inmediato: "Hojas. navajas. armarios. gorri¨®n. Vendo todo en nada. no creo en la ilusi¨®n. Fumas un horror humo. Marx. la vida. el gran vacil¨®n. nada tiene nombre. yo no miro formas. el papel amor. Guerras, gre?as, jarras. garras. ara?as sumidas. vidas en alcohol. ni?os son los d¨ªas y hasta aqu¨ª acab¨®".
Como suele ocurrir con Frida, su retrato de Rivera es sobre todo un autorretrato, un resumen de su dolor y de la devoci¨®n casi incondicional que profesaba a su marido. Si nos olvidamos de interpretaciones psicoanal¨ªticas, el fragmento ofrece una imagen compleja, pero no menos amorosa de ambos. La may¨²scula en "Tus ojos", que apunta a un Diego divino, y la sucesi¨®n de guerras, gre?as y garras, as¨ª como la inclusi¨®n en este flujo de conciencia dom¨¦stico de la palabra "Marx", completan la barroca definici¨®n de la pareja.
El lugar com¨²n establece que Frida, la "palomita" a la que se refiri¨® su madre cuando le anunci¨® su compromiso con el obeso pintor comunista, fue la eterna v¨ªctima del "elefante" Diego, un ser tan ego¨ªsta, atrabiliario e infiel -sobre todo infiel- que jam¨¢s mereci¨® su apasionada compa?¨ªa. Seg¨²n la leyenda, los dos se conocieron cuando Frida, casi adolescente, interrumpi¨® el trabajo del c¨¦lebre pintor en la Secretar¨ªa de Educaci¨®n P¨²blica. Frida lo encontr¨® en un andamio, y el omnipotente Rivera descendi¨® a la tierra para juzgar sus primeros trazos. Aunque es casi seguro que la an¨¦cdota sea falsa -es m¨¢s probable que se conocieran en casa de Tina Modotti-, revela el car¨¢cter m¨ªtico que los ha rodeado desde entonces.
A partir de ese d¨ªa, y hasta la muerte de Frida, m¨¢s de veinticinco a?os despu¨¦s, Rivera y Kahlo formaron una de las parejas m¨¢s singulares y discutidas -as¨ª los calificaba la prensa- de su tiempo. Pero entonces nadie habr¨ªa dudado: m¨¢s all¨¢ de sus veleidades, Diego era el gran artista, mientras que Frida era su esposa, militante y pintora ocasional. Parad¨®jicamente, el cuento usado por Rivera para conquistar a decenas de mujeres -la Bella y la Bestia- termin¨® por volverse contra ¨¦l. A la justa reivindicaci¨®n feminista se ha sumado la idea de un Rivera tir¨¢nico, m¨¢ximo adalid del machismo mexicano, suerte de Rodin tropical cuya enormidad ocult¨® el genio de su cejijunta Camille. Pero, al menos para quienes defienden esta visi¨®n maniquea, la historia del elefante y la paloma tiene un final feliz: a 50 a?os de la muerte de Rivera, la celebridad de Frida opaca por completo a la de su esposo. Para miles de personas, Diego no es m¨¢s que un actor secundario -el Alfred Molina de la pel¨ªcula de Julie Taymor-, y no parece lejano el d¨ªa en que las enciclopedias lo definan como "el esposo de Frida".
En 2007 se cumplieron 100 a?os del nacimiento de ella y 50 de la muerte de ¨¦l: apenas hay que decir que los fastos por el primer acontecimiento superaron con creces a los del segundo, por m¨¢s que M¨¦xico haya dedicado a Rivera una importante exposici¨®n y que Taschen publique ahora un espl¨¦ndido libro con sus murales. Pero, aunque no podamos saber c¨®mo habr¨ªa reaccionado Diego ante la exorbitante fama de su esposa, cabe se?alar que, de entre el alud de defectos que le caracterizaban, la envidia no era el mayor. Rivera siempre fue consciente de su genio, y, pese al estimable valor de la obra de Frida -y la relevancia de su tormento-, la fama y la profundidad art¨ªstica no suelen coincidir.
No se trata de incitar aqu¨ª una nueva pelea entre los esposos -ya tuvieron suficientes-, sino de subrayar la desgarradora energ¨ªa que posee el arte de Rivera. Su vida fue m¨¢s parecida a la de un villano que a la de una v¨ªctima; no fue un alma torturada, sino el due?o de una voluntad incandescente -y odiosa-, y su propio volumen corporal se opon¨ªa a la languidez rom¨¢ntica, pero su obra posee un lugar primordial en un siglo hecho a su medida: violento, cruel, irracional y, eso s¨ª, lleno de buenas intenciones.
El comunista devoto
Como el propio Rivera insinu¨® en el t¨ªtulo de su autobiograf¨ªa, My art, my life, el orden de sus prioridades era clar¨ªsimo, y su pasi¨®n art¨ªstica siempre fue mayor que sus otras preocupaciones centrales: las mujeres y la pol¨ªtica.
Rivera hab¨ªa nacido en Guanajuato el 8 de diciembre de 1886. La leyenda heroica tambi¨¦n funciona aqu¨ª: hijo de un humilde maestro de escuela, su talento apabullante le llev¨® a estudiar en la Academia de San Carlos desde los 10 a?os. Luego, hijo pr¨®digo ejemplar, en 1907 parti¨® hacia Espa?a y Francia, donde se code¨® con los c¨ªrculos de la vanguardia. A lo largo de casi tres lustros, Rivera explor¨® fuera de M¨¦xico todas las posibilidades de ser artista y todas las maneras de conquistar mujeres -en especial a dos rusas: Angelina Beloff, su primera esposa, y Marie Vorobiev-Stebelska, con quien tuvo una hija-, muy lejos de las convulsiones de su patria. Porque, mientras Rivera se adentraba en territorios posimpresionistas o se convert¨ªa en uno de los primeros maestros del cubismo, M¨¦xico padec¨ªa los brutales conflictos posteriores a la ca¨ªda de Porfirio D¨ªaz.
Por m¨¢s que ahora identifiquemos a Rivera con el estereotipo del artista comprometido, no debemos olvidar -como no lo hizo nunca ¨¦l mismo- que durante sus a?os de formaci¨®n, que coinciden con la revoluci¨®n armada, ¨¦l prefiri¨® permanecer en Europa, con sus pinturas de caballete y sus amantes, perfeccionando su t¨¦cnica, en vez de incorporarse a la lucha como Orozco, Siqueiros o el propio Jos¨¦ Vasconcelos.
El m¨¢ximo pintor de la revoluci¨®n no vivi¨® la revoluci¨®n. Pero lo que podr¨ªa sonar como un contrasentido revela uno de los motores esenciales de la creatividad de Rivera: la mayor parte de su obra intentar¨¢ paliar esa ausencia hasta convertirse en uno de los creadores de la identidad revolucionaria. Al momento de su regreso a M¨¦xico, Madero, Zapata y Carranza ya hab¨ªan sido asesinados, y Villa lo ser¨ªa poco despu¨¦s, de modo que el inicio de su labor como artista oficial coincidi¨® m¨¢s bien con la apropiaci¨®n de las batallas previas orquestada por ?lvaro Obreg¨®n y Plutarco El¨ªas Calles. Quiz¨¢ Rivera se situara en las ant¨ªpodas ideol¨®gicas de estos caudillos, pero les uni¨® el mismo proyecto: apropiarse del pasado inmediato para construir una nueva epopeya nacional (y, en su caso, personal). Para los sonorenses, esta labor de conciliaci¨®n -unificar a enemigos declarados como Madero y Zapata o Carranza y Villa- les permiti¨® afianzar su poder, el cual a la larga dio paso al largo r¨¦gimen de la revoluci¨®n institucionalizada, mientras que para Rivera se convirti¨® en el sustento de su actividad pol¨ªtica.
Desde su regreso a M¨¦xico, Rivera encontr¨® en el comunismo una ideolog¨ªa a la cual consagrar su arte; su militancia en el partido permaneci¨® siempre subordinada, no obstante, a sus decisiones est¨¦ticas e incluso a sus caprichos. Pese a ocupar cargos de responsabilidad en el aparato, se reconoc¨ªa demasiado libre para seguir sus directrices. Como otros artistas de su ¨¦poca -en especial Jos¨¦ Revueltas-, el partido fue para ¨¦l una especie de madre cuyo perd¨®n busc¨® luego de cada una de sus correr¨ªas. Rivera descuid¨® su labor partidista debido a sus compromisos, y luego no dud¨® en aceptar encargos del Gobierno mexicano y, para colmo, de los capitalistas estadounidenses. Tanto es as¨ª que, cuando los jerarcas del partido decidieron amonestarle en 1929, ¨¦l mismo dictamin¨® su expulsi¨®n: "Yo, Diego Rivera, secretario general del Partido Comunista Mexicano, acuso al pintor Diego Rivera de colaborar con el gobierno peque?o burgu¨¦s de M¨¦xico y de haber aceptado una comisi¨®n para pintar la escalera de Palacio Nacional. Esto contradice la pol¨ªtica del Comintern y, por lo tanto, el pintor Diego Rivera debe ser expulsado del Partido Comunista por el secretario general del mismo, Diego Rivera".
En 1920, poco antes de volver a M¨¦xico, el pintor hab¨ªa realizado un largo viaje por Italia para estudiar los frescos renacentistas. El primer producto de ello fue el espl¨¦ndido mural del anfiteatro Sim¨®n Bol¨ªvar. La sutileza de la composici¨®n, las auras doradas y la languidez de las figuras -apenas mexicanas- no ocultan la influencia de los italianos, pero, acaso sin saberlo, Rivera tom¨® del Renacimiento una ense?anza a¨²n mayor: igual que Giotto, Piero della Francesca o Miguel ?ngel, el mexicano necesitaba una ideolog¨ªa a la cual servir y ante la cual rebelarse.
El comunismo ocup¨® para ¨¦l un lugar id¨¦ntico al de la Iglesia cat¨®lica para sus predecesores, y su pante¨®n de h¨¦roes revolucionarios rivaliza con la vasta iconograf¨ªa religiosa. Pero, como sus maestros, Rivera trascendi¨® la rigidez de sus principios para desarrollar un arte original que, pese a su marca ideol¨®gica, no ha perdido vigencia. Poco nos importan ya las vidas de los santos que aparecen en los frescos, del mismo modo que los retratos de Marx y Lenin de Rivera han dejado de emocionarnos o violentarnos: queda, en cambio, su voluntad de representarlo todo, la necesidad de pintar una completa visi¨®n del mundo y, como un dios, iluminar toda la creaci¨®n (o toda la revoluci¨®n).
Poco antes de morir, Rivera accedi¨® a quitar la frase "Dios no existe" de su mural Paseo de una tarde dominical en la Alameda Central y se declar¨® cat¨®lico: no fue sino la forma extrema de cerrar el c¨ªrculo.
El inventor de M¨¦xico
Nombrado secretario de Educaci¨®n P¨²blica por ?lvaro Obreg¨®n, Jos¨¦ Vasconcelos puso en marcha el esfuerzo de reconstruir el pasado inmediato: es ¨¦l quien, m¨¢s all¨¢ de sus desacuerdos con los generales, impulsa esta tarea divulgativa que es tambi¨¦n, inevitablemente, mistificadora. Y Rivera es el responsable de abrir el fuego en esta aventura ¨²nica del arte del siglo XX: el muralismo como reinvenci¨®n absoluta de la historia de un pa¨ªs.
Mientras despliega sus pinceles en el anfiteatro Sim¨®n Bol¨ªvar y luego en la Secretar¨ªa de Educaci¨®n P¨²blica o Palacio Nacional, Rivera tambi¨¦n se reinventaba a s¨ª mismo: su arte, a partir de entonces, busc¨® tener efectos reales en la sociedad. Pero si algo diferencia sus grandes murales de miles de ejemplos de arte comprometido es que su devoci¨®n pol¨ªtica no implic¨® una subordinaci¨®n total ante las consignas ideol¨®gicas. M¨¢s all¨¢ de su visi¨®n marxista de la historia, Rivera acometi¨® una tarea cicl¨®pea: una lucha contra el tiempo, su deseo de dome?ar el tiempo mexicano. Si bien la explicaci¨®n oficial del muralismo apunta a un arte popular, cuya misi¨®n radica en educar al pueblo, proporcion¨¢ndole un espacio donde identificar su origen, su identidad e incluso su futuro, la amplitud de los espacios y la composici¨®n monumental de cada una de estas obras permiti¨® a Rivera un ejercicio casi metaf¨ªsico: recluir el tiempo en una misma obra, articular una idea total de la historia de M¨¦xico -y, en ocasiones, del mundo- en un solo golpe de vista.
Cada gran mural de Rivera, a diferencia de los de Orozco o Siqueiros, aspira a convertirse en un Aleph: un espacio finito en el que cabe el infinito, un ¨¢mbito en el que se almacena la memoria de un pueblo y, en casos extremos, de la humanidad. La ambici¨®n del proyecto escapa de los estrechos l¨ªmites del realismo socialista: no se trata de hacer una mera denuncia de la explotaci¨®n o de mostrar el camino hacia el socialismo, sino de agrupar la historia en su conjunto, con sus h¨¦roes y villanos, sus personajes p¨²blicos y sus masas an¨®nimas, en un mismo lugar.
La irrefrenable ambici¨®n de Rivera no pod¨ªa resolverse m¨¢s que en un apote¨®sico fracaso -la imposibilidad de que el arte sustituya a la vida, o a la historia, que experimenta todo gran artista-, pero sin duda se acerc¨® m¨¢s que la mayor¨ªa a su objetivo: la idea de que la revoluci¨®n mexicana fue un movimiento social ¨²nico, de que sus caudillos contribuyeron de un modo u otro al proceso y de que el gran h¨¦roe de esta epopeya fue el pueblo se debe en buena medida a sus murales. En los albores del siglo XXI, la identidad de M¨¦xico se halla ¨ªntimamente ligada a sus trazos.
Taschen acaba de publicar 'Diego Rivera', edici¨®n de Luis-Mart¨ªn Lozano y Juan Rafael Coronel Rivera.
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