Una muerte digna
Se sent¨® a su lado, le tom¨® la mano, le dijo unas palabras de despedida, la bes¨® de nuevo. Luego inyect¨® en el suero las dosis del combinado que har¨ªan de su muerte un tr¨¢nsito indoloro y dulce. Y se qued¨® a esperar.
Josefina Reverte era una mujer guapa, madre de seis hijos, cari?osa y de derechas, que ten¨ªa 75 a?os cuando, en la cl¨ªnica de la Concepci¨®n de Madrid, le diagnosticaron un c¨¢ncer de mama tan avanzado que ya no ten¨ªa remedio. Se hab¨ªan perdido seis preciosos meses para que aquello pudiera ser tratado con alguna posibilidad de ¨¦xito. Un m¨¦dico de una mutua privada le hab¨ªa dicho que ten¨ªa una erisipela, y se afan¨® en curarle de esa afecci¨®n que hab¨ªa identificado sin realizar una mamograf¨ªa.
A Josefina no le dijeron que su pron¨®stico era fatal. Tan s¨®lo le hablaron de la grave enfermedad y de que ten¨ªa que ser tratada con quimioterapia y radiolog¨ªa. Su hija Isabel, que la acompa?aba, fue quien recibi¨® la noticia en toda su crudeza. De aquel hospital, los hijos, que ten¨ªan amigos m¨¦dicos que se lo recomendaron, la llevaron a la unidad del dolor de otro hospital madrile?o, el Gregorio Mara?¨®n. El director del servicio fue m¨¢s preciso, cuando estudi¨® la historia cl¨ªnica, para hacer su pron¨®stico: le quedaban tres meses de vida. Los hijos hicieron hincapi¨¦ en que a Josefina la trataran de forma que sufriera lo menos posible. Y el m¨¦dico se lo asegur¨®. La paciente recibir¨ªa un tratamiento ambulatorio que dar¨ªa, en las posibilidades de la ciencia m¨¦dica, una protecci¨®n frente al dolor y una m¨ªnima calidad de vida.
Le quedaban tres meses de vida. Los hijos hicieron hincapi¨¦ en que Josefina sufriera lo menos posible
Josefina le oprimi¨® el brazo con la mano. Y le mir¨® de una manera que no dejaba lugar a la duda
Las semanas pasaron y la enfermedad fue avanzando de la manera exacta a como hab¨ªa sido previsto por el m¨¦dico. No es preciso describir sus manifestaciones en forma de ¨²lceras y otros espantos. Ni los estragos, perceptibles d¨ªa a d¨ªa, que el c¨¢ncer provoca en quien lo sufre. El tiempo galop¨® para todos.
Josefina sigui¨® con disciplina el tratamiento paliativo que todos sus hijos supon¨ªan que ella pensaba que pod¨ªa ser curativo. Llevaba la situaci¨®n con un humor que parec¨ªa insensato, y su chiste favorito de aquella ¨¦poca era uno en el que una mujer acude al m¨¦dico y le dice:
-Entonces, doctor, dice usted que G¨¦minis.
-No se?ora, c¨¢ncer, c¨¢ncer.
Lo que provocaba una nerviosa hilaridad general entre sus v¨¢stagos, que segu¨ªan pensando que ella era ajena al poco tiempo que le quedaba. La ¨²ltima vez que cont¨® el chiste coincidi¨® con una situaci¨®n ins¨®lita: todos sus hijos, los seis, acompa?ados por alguna nuera, hab¨ªan coincidido en torno a su lecho, que era, esta vez sin ninguna literatura, de dolor. Aquella reuni¨®n multitudinaria la hac¨ªa tan feliz que quiso demostrar su buen humor con una extravagante petici¨®n:
-Quiero un gin-tonic.
Y la moribunda se calz¨®, con aire festivo y la ceremonia obligada que debe escoltar a un buen trago largo, su dosis, acompa?ada de todos sus directos descendientes, en un ambiente de risas francas y mimos desbordados. No le falt¨® alg¨²n comentario sobre la forma mejor de construir el c¨®ctel y varios recuerdos sobre antiguas visitas a ese lugar de perdici¨®n que era el Chicote de la posguerra, adonde iba de cuando en cuando acompa?ada, eso s¨ª, por su marido y otras parejas de amigos tan j¨®venes y mundanos como ellos.
Al acabar la reuni¨®n, uno de los hijos, sin que nadie m¨¢s que ella supiera el porqu¨¦ de la elecci¨®n, se tuvo que quedar para recibir una confidencia de Josefina que revent¨® en sus o¨ªdos como un bombazo: ella era consciente de que iba a morir pronto y no se sent¨ªa con fuerzas para acudir m¨¢s veces al hospital a recibir sus peri¨®dicas dosis de morfina y enga?o piadoso.
Pero a la revelaci¨®n salvaje le segu¨ªa una cola de mucha mayor potencia. El hijo quedaba emplazado a cumplir una doble misi¨®n. La primera parte consist¨ªa en mantener el suministro de la medicaci¨®n que garantizaba, hasta donde era posible, que el dolor fuera soportable. La segunda, mucho m¨¢s dura, era la de responsabilizarse de que su madre tuviera una muerte digna y exenta de sufrimientos. Los dem¨¢s hermanos no deber¨ªan ser consultados ni informados de la petici¨®n. Es sensato suponer que en el ¨¢nimo de Josefina estaba evitar debates sobre una decisi¨®n de la que era soberana. Y la dulzura con que estaba hecho el encargo no enga?aba sobre su calidad de indiscutible. Llegada a un punto la evoluci¨®n de la enfermedad, el hijo ten¨ªa que tomar la decisi¨®n de hacer que la muerte fuera m¨¢s f¨¢cil y de que el desenlace se produjera en el momento preciso. Y no hab¨ªa m¨¢s que hablar.
Parte de la misi¨®n era sencilla. Una ¨ªntima amiga del hijo, una curtida profesional de la anestesiolog¨ªa que trabajaba en otro hospital p¨²blico de Madrid, se har¨ªa cargo del suministro y aplicaci¨®n a domicilio de las drogas que paliaban el dolor. La otra parte cay¨® como un metro c¨²bico de plomo sobre el alma del recadero.
Ya no hubo m¨¢s reuniones con gin-tonic. Josefina hab¨ªa sabido medir sus fuerzas a la perfecci¨®n, hab¨ªa sido capaz de discernir cu¨¢ndo pod¨ªa tomarse la ¨²ltima copa con la que se saltaba a la torera las recomendaciones convencionales de los m¨¦dicos, que, obligados por la solemnidad de su papel, son a veces capaces de prohibir a un desahuciado los excesos que podr¨ªan acortarle la vida a medio plazo. Ella hab¨ªa sido tan fuerte como para todo eso, y le ordenaba al hijo que lo fuera ¨¦l para escoger el momento de su muerte. Las palabras clave que se grabaron en la cabeza del hijo, las que estaban recalcadas en el discurso de su madre, eran dignidad y sufrimiento. Mantener la primera y evitar el segundo.
A partir de aquel d¨ªa del gin-tonic, la rutina en el domicilio familiar se fue haciendo m¨¢s oscura y los chistes sobre el c¨¢ncer y los signos del zodiaco se fueron espaciando hasta desaparecer, porque G¨¦minis hab¨ªa dejado de importar. Los gestos de cari?o ya no se impostaban, para que una caricia jam¨¢s pareciera casual. Y cada una de esas caricias era como la ¨²ltima. La jovialidad se manten¨ªa; la naturalidad al lavar a la enferma, al ayudarle a incorporarse, al leerle un art¨ªculo del peri¨®dico en voz alta, surg¨ªa sola, como surgen en muy poco tiempo las rutinas en los comportamientos de todos los seres humanos. Los nietos que acud¨ªan a visitarla, ignorantes por supuesto de la gravedad de la enfermedad, se abrazaban a ella intuyendo que aquellos abrazos no formaban parte de una cantidad infinita de abrazos. Ella sonre¨ªa entonces forzada para darles lo que le hab¨ªa sobrado siempre, alegr¨ªa.
Pero la habitaci¨®n estaba en penumbra muchas horas al d¨ªa, porque la mujer necesitaba cada vez mayores dosis de medicaci¨®n para poder soportar el dolor, la inmovilidad, la falta de fuerzas en las piernas, la escasez de aliento. Pasaba cada d¨ªa unos minutos m¨¢s que el anterior dormitando, dej¨¢ndose llevar por la creciente potencia de la morfina y los dem¨¢s venenos que la ayudaban a no sentir las terribles punzadas.
En realidad, estaba ya a la espera de que se cumpliera la atroz certeza que se hab¨ªa instalado en su ¨¢nimo. Y ped¨ªa, con insistencia, en sus momentos de lucidez, que le abrieran la ventana, que el c¨¢ncer ol¨ªa. No pod¨ªa soportar que ese olor se instalara en su entorno, que lo percibieran los que se acercaban a su almohada para darle un beso en la frente. Sus hijos pensaban que su madre ol¨ªa igual de bien que siempre, y se cre¨ªan que le daban el mismo beso de siempre, aunque, en casos as¨ª, un beso cambia su naturaleza y se torna temeroso, leve.
Un d¨ªa, y de forma desprovista de importancia, a?adi¨® otra orden, esta vez s¨ª a todos los hijos que andaban por all¨ª haciendo como que lo que pasaba en aquel cuarto que estaba siempre ventil¨¢ndose estaba dentro de la normalidad, que all¨ª no hab¨ªa nadie muri¨¦ndose. Josefina dijo que quer¨ªa que incinerasen su cuerpo, y d¨®nde deber¨ªan ser esparcidas sus cenizas. Pero el aviso no conten¨ªa ninguna referencia temporal, podr¨ªa haber sido un reclamo para veinte a?os m¨¢s tarde. Todo iba quedando atado.
Las jornadas pasaban una tras otra con una insolente falta de solemnidad. Y su vida se iba apagando en una monoton¨ªa asistencial de enfermera contratada, porque le humillaba que sus hijos tuvieran que atender el deterioro de su cuerpo que se iba rompiendo, y de turnos de guardia para darle lo que necesitara a lo largo de las interminables noches de padecimientos en torno a un gotero que se nutr¨ªa de sueros y f¨¢rmacos cada vez m¨¢s potentes.
Un viernes de invierno, en 1992, el hijo que estaba encargado de cumplir los terribles encargos de Josefina se despidi¨® de ella porque iba a pasar el fin de semana fuera de Madrid. Y antes de irse, cuando la iba a besar para decirle que el domingo por la tarde volver¨ªa, Josefina le oprimi¨® el brazo con la mano que apenas era capaz de sostener un vaso de agua. Y le mir¨® de una manera que no dejaba lugar a la duda. Luego cay¨® otra vez presa del sue?o morboso de la qu¨ªmica.
Dos d¨ªas despu¨¦s, la amiga anestesista acudi¨® a la cita cargada de cari?o y de algunos frascos. Explor¨® a Josefina, que respiraba con alguna urgencia, pero sin abrir los ojos, y coincidi¨® con el lego en que el momento hab¨ªa llegado. Ya no contestaba a las preguntas, ya no besaba cuando era besada, ya s¨®lo respiraba con una cierta agitaci¨®n. Las instrucciones eran muy sencillas: si no hab¨ªa recuperaci¨®n de la conciencia, era que el momento hab¨ªa llegado.
De madrugada, el hijo aprovech¨® un momento de soledad, se sent¨® a su lado y le tom¨® la mano. Le dijo unas palabras de despedida y la bes¨® de nuevo. Luego inyect¨® en el suero las dosis del combinado que har¨ªan de su muerte un tr¨¢nsito indoloro y dulce. Y se qued¨® a esperar. La respiraci¨®n de Josefina se hizo paulatinamente m¨¢s pausada, y su vida se extingui¨® sin que pudiera escucharse un estertor, porque no hab¨ªa agon¨ªa, s¨®lo una expresi¨®n de serenidad. Cuando el pecho se qued¨® en calma, la muerte se convirti¨® en una de tantas muertes.
Los hijos de Josefina cumplieron sus deseos de ser aventada en un precioso rinc¨®n de la sierra de Madrid, y no volvieron a hablar del proceso de su muerte, plagado de sobreentendidos, porque no hab¨ªa nada que aclarar. Pero todos sab¨ªan que hab¨ªa pasado como ella quer¨ªa que pasase.
A?os despu¨¦s, muchos a?os despu¨¦s, las noticias de la prensa sobre la acci¨®n de las autoridades sanitarias madrile?as y la Iglesia espa?ola contra los m¨¦dicos que hab¨ªan aplicado m¨¦todos paliativos para aliviar el dolor y la p¨¦rdida de dignidad a muchos enfermos terminales y sus familias, hicieron coincidir a todos los hijos de Josefina en el recuerdo del final de su madre y en el car¨¢cter atroz e injusto de la persecuci¨®n emprendida contra los m¨¦dicos y, sobre todo, contra los enfermos del hospital Severo Ochoa de Legan¨¦s.
Uno estaba ilocalizable en Kenia. Los dem¨¢s coincidieron en que ser¨ªa duro, pero que ser¨ªa bueno recordar su historia, la de Josefina, para que muchos ciudadanos meditaran sobre lo que significa una acci¨®n as¨ª. Decidieron romper el t¨¢cito pacto de silencio que una vez hicieron, y violar el car¨¢cter ¨ªntimo de su peque?a historia, para enviar a quien pudiera llegar una reclamaci¨®n de piedad y de decencia.
Los hijos de Josefina se llaman Javier, Jos¨¦, Jorge, Cristina, Isabel y Mar¨ªa Jos¨¦. La anestesi¨®loga que les ayud¨® no puede tener nombre.
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