La noche americana
Ocho a?os antes -el 9 de enero de 1951- de que Eisenhower perdonara sus pecaditos a Franco, la VI flota estadounidense llegaba por primera vez al puerto de Barcelona. Su desembarco sali¨® en el No-Do, mientras el r¨¦gimen entornaba los ojos con satisfacci¨®n. Y en la calle, las cosas no fueron muy distintas. A partir de ese d¨ªa, los due?os de locales nocturnos comenzaron a so?ar en d¨®lares, las prostitutas volvieron a maquillarse como antes de la guerra y los ni?os siguieron a los marineros a todas partes. Como el padre de un amigo m¨ªo, que -junto a otros cr¨ªos- se ech¨® al mar y nad¨® hasta el costado de un buque, desde el que les lanzaban chocolatinas y paquetes de tabaco. Distra¨ªdo con las golosinas, sinti¨® un fuerte golpe en la pierna. Y al mirar qu¨¦ hab¨ªa pasado, todo el pelo de la nuca se le eriz¨® al ver aparecer, a pocos metros, la aleta de un escualo.
Tiburones y sustos aparte, la llegada de la flota de EE UU pon¨ªa la ciudad patas arriba. Por unos d¨ªas, La Rambla se llenaba de hombres solteros mascando chicle, que acababan bebiendo en exceso y buscando pelea. En previsi¨®n de conflictos, la polic¨ªa militar de la US Navy ten¨ªa unas dependencias permanentes en la calle de Hospital, para recoger a los marinos ebrios y devolverlos al barco. Aunque en los peri¨®dicos se les presentaba como unos buenazos, que invitaban a las ancianitas a bordo, y que -en 1970- se llevaban a un grupo de civiles de excursi¨®n hasta Palma de Mallorca.
As¨ª, en un primer ensayo para la industria tur¨ªstica local, bien pronto se gener¨® una ruta articulada en torno a la calle de Escudillers y pensada para solaz del t¨ªo Sam. All¨ª reinaba el New York, situado donde antes estuvo el famoso Charco de la Pava, en el que los Pesca¨ªlla inventaron la rumba catalana. Un poco m¨¢s abajo, pod¨ªan bailar en el Tab¨² o en la peque?a pista del Col¨®n Jazz; y escuchar m¨²sica en el Jamboree de la plaza Real. Despu¨¦s de cenar, dispon¨ªan de bares con nombres tan sugestivos como el California, el Texas o el Kentucky. Este ¨²ltimo -el ¨²nico que sigue en pie de los tres- a¨²n conserva algo del ambiente portuario que atra¨ªa fatalmente a los marineros. Para acabar de madrugada en el Panam's de La Rambla, que les ofrec¨ªa -en extra?a combinaci¨®n- se?oritas ligeras de ropa y unos bocadillos largu¨ªsimos de a metro. O en la calle de las Tapias, en turbios establecimientos como La Java, donde casi todas las pilinguis sab¨ªan chapurrear el ingl¨¦s. En esa misma calle sol¨ªa trabajar una de las artistas m¨¢s ins¨®litas que ha tenido la ciudad. Su nombre de guerra era La Zaragoza, por ser capaz de interpretar el estribillo de Los sitios de Zaragoza agitando un sinf¨ªn de pulseras que llevaba en el brazo derecho, al tiempo que le efectuaba una gayola al cliente de turno. Y es que tanta visita era un no parar.
Pero el fin de la dictadura, y una nueva opini¨®n sobre Estados Unidos, hizo que en 1987 -tras un atentado en el que muri¨® un marino- la flota decidiese no regresar. La ciudad dejaba de ser un puerto macarra para convertirse en una sede ol¨ªmpica. Y hoy, s¨®lo los octogenarios se acuerdan de aquellas chicas que -cuando los barcos se hac¨ªan a la mar- acud¨ªan a los amanuenses de la plaza de la Gardu?a para que les escribiesen cartas que enviar a sus novios yanquis. La mayor¨ªa de ellas acabaron esperando en vano durante a?os, como la Merche, eterna clienta del desaparecido bar Pigalle, situado en lo que hoy es la plaza de Pieyre de Mandiargues. Una se?ora que a los adolescentes nos invitaba a caf¨¦ con leche y nos contaba su triste historia, mientras nos abrochaba el ¨²ltimo bot¨®n del abrigo, talmente como si fuese nuestra t¨ªa.
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