El yacimiento americano
La frontera, el Oeste y las b¨²squedas definen tres de las pel¨ªculas que ma?ana compiten en la 80? edici¨®n de los Oscar: No es pa¨ªs para viejos, Pozos de ambici¨®n y Hacia rutas salvajes
Hay petr¨®leo. Mientras Barack Obama viaja por todos los Estados en busca de la Am¨¦rica del cambio (blancos que votan negro; latinos que votan mujer; negros que votan republicano) y los productores de historias de Hollywood detienen un momento la m¨¢quina de inventar historias, aunque con recompensa, ?ser¨¢ por dinero!, unos cuantos forajidos se han decidido de un tiempo a esta parte a buscar tesoros enterrados dentro del propio subsuelo americano. Basta ya de Afganist¨¢n, Kosovo y Ruanda. Otra vez la frontera, otra vez la escapada hacia rutas salvajes, de nuevo el oro negro, sangre de la ambici¨®n, ra¨ªz de todo mal, p¨®cima perniciosa de la mitolog¨ªa contempor¨¢nea. Otra vez, s¨ª, el viejo y legendario Oeste, l¨ªnea difusa siempre entre la conquista y la resistencia, frontera imaginaria que incita la necesidad de mirarse de nuevo la cicatriz, escarbar en el propio yacimiento, contar la historia infinita de la casa de los valientes y de los hombres forjados a s¨ª mismos.
Hace falta tener fe (tanta como Bush para dejar el alcohol) y valor (el mismo de Javier Bardem para interpretar a Chigurh), pero lo cierto es que tres grandes frescos americanos coinciden en la pantalla de los cines, tres hondonadas (oigo mientras escribo otra declaraci¨®n tel¨²rica: Raising Sand con Alison Krauss y Robert Plant, producci¨®n de T Bone Burnett) que invitan a remozar esa vieja teor¨ªa de que en tiempos de crisis se agudiza el ingenio y uno oye roncar las tripas.
El epicentro del se¨ªsmo es una mezcla del fantasma de Tom Joad y los zombis de la Gran Depresi¨®n retratados por Dorothea Lange que se cruzan en el imaginario 2008 con narcotraficantes de Sinaloa y hippies que buscan los bosques intactos de Thoreau; siempre la misma mezcla de redenci¨®n y desaf¨ªo, de ingenuidad y ambici¨®n. Material primigenio para una nueva revoluci¨®n americana: el arc¨¦n de la carretera de Kerouac, la diligencia de Ford, los pozos petroleros del viejo Sur, Gigante pasado por la c¨¢mara hipn¨®tica de Paul Thomas Anderson. No es necesario auscultar a la gran naci¨®n para saber que se busca a s¨ª misma y tirita como un imperio en decadencia y s¨®lo encuentra el resuello en ese gran surco de la ficci¨®n.
Los hermanos Coen (dos pares de gafas mejor que uno) por fin han hecho justicia a un vaquero de armas tomar dentro de la literatura mundial: Cormac McCarthy. Billy Bob Thornton, un tipo tambi¨¦n muy country-western, se equivoc¨® de plano al llevar a la pantalla Todos los hermosos caballos, uno de sus libros m¨¢s rom¨¢nticos pero menores dentro de su demoledora propuesta narrativa. En Todos los caballos bellos, fue la primera vez que Pen¨¦lope Cruz se subi¨® a la silla, pero la an¨¦cdota queda ah¨ª (Sara Montiel montaba mucho m¨¢s brava). El caso es que su actual acompa?ante, Javier Bardem, cogi¨® las riendas m¨¢s brutas para domar a uno de los asesinos en serie m¨¢s terror¨ªficos de la charcuter¨ªa moderna. Ah¨ª es nada, meti¨¦ndose en el acento y las botas tejanas, dej¨¢ndose la piel y los g¨¹evos en un animal hecho de aire comprimido y polvo del desierto. El pu?etazo seco de Sam Peckinpah llevado al cine con una vieja e infalible f¨®rmula: el libro abierto. No es pa¨ªs para viejos, confiesan incluso sus hacedores, est¨¢ narrada plano a plano con la precisi¨®n obsesiva que define a ese hura?o zorro del desierto que es McCarthy. Se escucha el aire, se huele la sangre, la noche al raso hace helar los huesos. Grande, McCarthy (lean Meridiano de sangre, lean Suttree), y can¨®nica la pel¨ªcula de los Coen.
Hacia rutas salvajes ser¨¢ tambi¨¦n para los heterodoxos un western en su forma de trazar la huida, un western en la medida de que Alaska fue para muchos y sigue siendo la ¨²ltima frontera americana, pero cuando se juntan el libro de Jon Krakauer (alpinista, pescador, free lance, buena gente) y Sean Penn (enorme actor, peor director, activista social) hay que esperar que sea tambi¨¦n el retrato moral de una decadente civilizaci¨®n burguesa. He aqu¨ª una pel¨ªcula que vuelve a visitar con suma delicadeza el maltratado "frente hippy" pero lo hace con el poder y la autoridad que dan dos viejos estrategas de la escapada: Jack London y Thoreau. Las vicisitudes de Alexander Supertramp son de nuevo las del forajido americano, la misma idea que prevalece en todas las fugas: el hombre es bueno por naturaleza, la sociedad es quien lo corrompe. ?No dec¨ªa eso mismo Rousseau? Pues a un muchacho talentoso de Virginia le comi¨® tanto la cabeza el tema que dej¨® sus ahorros a Interm¨®n (cada hippy con su ONG), se li¨® la manta a la cabeza, quem¨® sus se?as de identidad y desapareci¨® sin dejar rastro de una familia tan cl¨¢sica que daba grima.
Basada en hechos reales, la estremecedora vivencia de Christopher MacCandless se sirve con el cl¨¢sico aderezo americano: toneladas de bondad y al final un empacho de bayas silvestres que es como una moraleja del buen salvaje: si te internas en el bosque hazte, por favor, con un manual de plantas comestibles. La garganta de Eddie Vedder (otro que tal baila) sirve para puntuar aquellos aspectos de la historia en los que Tolst¨®i no es suficiente para aclarar las dudas de Supertramp. Y es que por momentos es inevitable ponerse ir¨®nicos con esta escapada, aunque nos duela.
Sobre la tierra firme anda, por el contrario, un resucitado espectro de la literatura del siglo XX, el magnate del petr¨®leo Arnold Ross. Sus pisadas se oyen incluso en el centro de la tierra. Es la estampa desafiante del self-made-man que retrata al modo realista a un escritor de la ¨¦poca de nuestros abuelos que goz¨® de fama y Pulitzer, pero cuyos desvar¨ªos socialistas (se arruin¨® fundando una colonia obrera en Nueva Jersey, se postul¨® a la presidencia americana en 1926 y 1930) le proporcionaron carta de rarillo y agitador social. Se?ores, se trata de Upton Sinclair (1878-1968) y, gracias a Paul Thomas Anderson y Daniel Day Lewis, vuelve a la carretera y en momento de elecciones. Petr¨®leo (Edhasa, 2008, traducci¨®n de Felipe Alaiz) es un novel¨®n con todas las de la ley que trastorn¨® e incit¨® a Anderson a echarse de cabeza al pozo con su viejo defecto de filmar sus tres horas reglamentarias, titulada en Espa?a Pozos de ambici¨®n. La novela es de 1927, pero sorprende por su afilado retrato de una ambici¨®n, y ahora que ya no llamamos crisis del petr¨®leo a la crisis, har¨¢ las delicias de aquellos que dispongan de arrestos para dejar tanta patochada catedralicia y sumergirse en el macilento mundo de Ross y esas seiscientas p¨¢ginas que preludian la gran narrativa americana de Saroyan, Steinbeck o Dos Passos.
Tiene miga que el int¨¦rprete de Petr¨®leo sea Daniel Day-Lewis, un actor que domina como ning¨²n otro el arte de bucear en insondables yacimientos. Su careto permanecer¨¢ durante mucho tiempo en la mente del espectador (un poco m¨¢s todav¨ªa que en Gangs of New York) y muchos de ustedes se despertar¨¢n en plena noche deseando darse una ducha bien caliente. Una pista: Day-Lewis (hijo del poeta Cecil Day Lewis, casado con una hija de Arthur Miller, ¨ªntimo de Martin Amis) desconf¨ªa enormemente de la civilizaci¨®n americana, tanto que permanece muy poco tiempo expuesto a la vulgaridad de los magnates californianos y prefiere regresar a Londres despu¨¦s de sus c¨¦lebres "inmersiones". Es su inmarchitable encanto de "intelectual europeo".
Frontera. Escapada. Yacimiento. Por primera vez en muchos a?os el paciente americano se toma la fiebre y parece prometer una larga y provechosa enfermedad imaginaria. Hacia el Oeste se divisan grandes tormentas.
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