Virginia Woolf: una forma de cazar mariposas
Se adelant¨® a Joyce al especular con el mon¨®logo interior, una forma de regurgitar el pensamiento como los rumiantes. Fue la primera en o¨ªr voces superpuestas, las mismas que vulneraban su mente hasta llevarla a la claridad del sol entre la niebla
Los antepasados de Virginia Woolf fueron comerciantes y contrabandistas, gente de hierro, de lejana estirpe irlandesa, con pecas rojizas en los rudos antebrazos. Uno de ellos, un tal William Stephen, al final del siglo XVIII, hizo una gran fortuna en las Antillas. Compraba a la baja esclavos enfermizos, los curaba y los revend¨ªa al alza a buen precio. Gracias a este detalle piadoso uno de sus descendientes, Leslie Stephen, cien a?os despu¨¦s, ya pudo ser un hombre honorable, cr¨ªtico e historiador de gran reputaci¨®n, padre de cuatro hijos de renombre: Vanessa, pintora posimpresionista; Adrian, m¨¦dico; Virginia, escritora, y Thoby, que pese a haber muerto muy joven de tifus, aun tuvo tiempo de fundar, con algunos amigos de la universidad, una sociedad esot¨¦rica, llamada Los Ap¨®stoles de Cambridge, conocida despu¨¦s como el Grupo de Bloomsbury. ?A qui¨¦n no le gustar¨ªa tener un negrero en el ¨¢rbol geneal¨®gico y haber heredado su dinero purificado por varias generaciones para poder ser un rico y divertido esnob, est¨¦ticamente malvado e ingresar en la aristocracia de la inteligencia despu¨¦s de pasar por el Trinity College?
Largarse de este mundo tan sucio parec¨ªa ser su objetivo principal, que ensay¨® con un vaiv¨¦n m¨¢s o menos m¨ªstico, una vez arroj¨¢ndose por una ventana y otra tomando cinco gramos de veronal en un espl¨¦ndido desayuno sobre la hierba
Julia Duckworth, con quien contrajo segundas nupcias el se?or Leslie Stephen, hab¨ªa aportado a la familia tres hijos de su matrimonio anterior, George, Stella y Gerald. Instalados en el 22 de Hyde Park Gate, en Kensington, barrio elegante de Londres, hermanos y hermanastros, junto con los amigos tronados de Cambridge, formaron una camada exc¨¦ntrica, neur¨®tica y promiscua, de la que Freud pudo haber sacado traumas a la intemperie con una pala. Se trataba de demostrar qui¨¦n entre ellos estaba m¨¢s pasado de rosca. Gan¨® Virginia, a quien todos llamaban la Cabra, un mote que luci¨® con gran coherencia hasta ahogarlo definitivamente en las aguas del r¨ªo Ouse. Sus padres murieron pronto y estos golpes del destino hab¨ªan liberado en la adolescente Virginia una niebla en su cerebro, cercana a la locura. Largarse de este mundo tan sucio parec¨ªa ser su objetivo principal, que ensay¨® con un vaiv¨¦n m¨¢s o menos m¨ªstico, una vez arroj¨¢ndose por una ventana y otra tomando cinco gramos de veronal en un espl¨¦ndido desayuno sobre la hierba.
La familia dej¨® atr¨¢s la vieja mansi¨®n de Kensington para quemar el pasado, pero los fantasmas acompa?aron a los hijos a la nueva casa, el 46 de Gordon Square, en el barrio de Bloomsbury, que enseguida se hizo famosa porque en ella celebraban tertulias los jueves por la noche aquellos seres que Thoby hab¨ªa recolectado en Cambridge, cada cual m¨¢s moderno, fr¨ªvolo e inane. Cazaban lepid¨®pteros en los jardines de sus casas de campo vistiendo de forma vaporosa y con sombreros blandos; viajaban a Grecia y a Constantinopla con muchos ba¨²les forrados de loneta y all¨ª compaginaban la visi¨®n de Fidias o de la Mezquita Azul con la contemplaci¨®n de ni?os andrajosos, lo que les permit¨ªa ser a la vez estetas y elegantemente compasivos; luego, bajo un humo de pipa con sabor a chocolate, en Gordon Square, discut¨ªan de psicoan¨¢lisis, de teor¨ªa cu¨¢ntica, de los fabianos, de la nueva econom¨ªa y de C¨¦zanne, Gauguin, Van Gogh y Picasso. Aquellos seres parec¨ªan felices a mitad de camino entre la inteligencia y la neurosis en una trama alambicada de relaciones cruzadas m¨¢s all¨¢ del bien y del mal, pero sus telas color manteca cubr¨ªan las mismas pasiones grasientas del com¨²n de los mortales. Al final toda su filosof¨ªa se reduc¨ªa a celebrar fiestas caseras disfrazados de sultanes.
Mientras cazaban mariposas y se hac¨ªan los l¨¢nguidos en las blancas hamacas de las praderas de Asham, de Monk's Hause o en la playa, George lleg¨® a violar a su hermanastra Virginia cuando todav¨ªa era una adolescente y desde ese momento ella ya no pudo reconciliarse con el sexo. Las jaquecas y las crisis nerviosas de su mente bipolar se unieron muy pronto a la histeria de enamoramientos precoces y siempre frustrados que la aprendiz de escritora vert¨ªa en un diario ¨ªntimo junto con las sensaciones de viajes, de paisajes y de personas que la rodeaban. En la casa de 46 Gordon Square, entraban y sal¨ªan los fil¨®sofos Bertrand Russell y Ludwig Wittgenstein, el cr¨ªtico de arte Clive Bell, que se casar¨ªa con su hermana Vanessa, el economista John Maynard Keynes, el escritor Gerald Brenan, el novelista E. M. Forster, la escritora Katherine Mansfield y los pintores Dora Carrington y Duncan Grant. Algunos, los m¨¢s talentosos, se desperdigaron pronto. Al final el grupo de Bloomsbury qued¨® s¨®lo en un ret¨¦n de mediocres que debi¨® la posteridad al genio de Virginia cuando sus novelas, La se?ora Dalloway, Al faro, Orlando, Las olas, fueron aceptadas por el p¨²blico y finalmente los cr¨ªticos admitieron que esta escritora hab¨ªa revolucionado el arte de narrar.
No tuvo ninguna oportunidad que se les regalaba a los v¨¢stagos varones. Como a todas las mujeres de entonces le fue prohibida la universidad; Virginia estudi¨® griego y lat¨ªn por su cuenta en casa; se bebi¨® toda la biblioteca familiar; se cas¨® con Leonard Woolf, uno del grupo, tambi¨¦n escritor; en su luna de miel por Espa?a tom¨® leche de cabra y atraves¨® la miseria del sur en trenes lentos y sucios o anduvo a lomos de una mula por un paisaje abrupto de la serran¨ªa de M¨¢laga en busca de su viejo amigo Gerald Brenan. En el equipaje tra¨ªa tambi¨¦n sus depresiones. El marido aceptaba con toda normalidad que ella le dijera que Eduardo VII la espiaba entre las azaleas o que los p¨¢jaros cantaban en griego. Nunca se ha dado el caso de un hombre tan paciente y enamorado de una neur¨®tica cuyo talento literario iba por delante de su locura. Leonard la llevaba al campo o al manicomio siguiendo las mareas de su cerebro; lleg¨® a fundar una imprenta elitista, la Hogarth Press, para imprimir y encuadernar a mano sus propios libros junto con los de T. S. Eliot, Freud y Katherine Mansfield. Y en las fotograf¨ªas aparece a su lado resignado, sonriente y admirado.
En aquel tiempo de moral victoriana ponerse pantalones de hombre, ser sufragista, fumar en p¨²blico cigarrillos egipcios, dar charlas en un c¨ªrculo obrero siendo una se?orita de alta sociedad y enamorarse de su amiga la poeta Vita Sackville West, esposa de un lord, y vivir con ella una relaci¨®n l¨¦sbica no fue para Virginia Woolf un juego est¨¦tico como el que ejerc¨ªan sus amigos sino una forma de romper el dogal de hierro que la ahogaba, una actitud radical que la convertir¨ªa en una bandera del feminismo.
Rodeada de enfermeras y doncellas, de maletas para viajes y regresos, de fiestas e invitados, Virginia Woolf comenz¨® a labrar una literatura desestructurada en la que el tiempo se convert¨ªa en un fluido de la conciencia. En este sentido se adelant¨® a James Joyce a la hora de especular con el mon¨®logo interior, una forma de regurgitar el pensamiento como los rumiantes. Virginia Woolf fue la primera en o¨ªr voces superpuestas, las mismas que vulneraban su mente hasta llevarla a la claridad del sol entre la niebla. Al final fue consecuente y se permiti¨® el lujo de suicidarse. Esta vez no pod¨ªa fallar. Sucedi¨® el 29 de marzo de 1941, en Susex. Llen¨® de piedras los bolsillos del abrigo y se adentr¨® en el r¨ªo Ouse hasta quedar sumergida. Unos ni?os encontraron su cad¨¢ver 15 d¨ªas despu¨¦s. -
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