A la intemperie
Ser¨¢ porque las pantallas de cine vac¨ªas producen m¨¢s tristeza que inquietud; o porque ese nublado que precede a la pel¨ªcula en las viejas cintas de v¨ªdeo, nieve filmada en 16 mil¨ªmetros, genera en quienes miran el p¨¢nico a que el contenido se haya borrado para siempre y para siempre quede as¨ª suspendida la imagen. Ser¨¢ porque el granulado chirriante recuerda a las noches m¨¢s tr¨¢gicas al lado del televisor, cuando la vida nos despertaba por sorpresa, sobresaltados entre el silencio -qu¨¦ paradoja-, frente a una programaci¨®n extinguida y unos temores caducos. Ser¨¢ porque el cine es uno de los pocos sitios reservados a las emociones en esta sociedad absurda y desritualizada. O ser¨¢ porque hay momentos en los cuales el cansancio apaga los ojos y deja v¨ªa libre al resto de los sentidos, mucho m¨¢s urgentes, pero aquella ma?ana notamos algo punzante movi¨¦ndose desordenado por el cuerpo, sin fijeza; ganas de emocionarnos, aunque incluso la palabra sea m¨®vil y escurridiza, igual que los sabores de los que habla Proust.
El poder infinito de los sonidos y las palabras es capaz de trasladarnos a otro tiempo
En la improvisada sala de proyecciones una pantalla capturaba la pel¨ªcula sin imagen alguna, mientras el audio desvelaba una voz femenina que cantaba cierta canci¨®n popular repetida en bucle, entrecortada y fr¨¢gil. "Es el tema central de Dublineses, de John Huston".
La mujer en la sala no ha visto la pel¨ªcula y escucha distra¨ªda las explicaciones de su acompa?ante. "Se basaba en un relato de James Joyce, Los muertos. Es la canci¨®n que escucha la protagonista en Navidad, mientras pasea por la calle con el marido, y que le trae a la memoria a un amigo muerto".
La mujer observa la imagen indescifrable y se asombra de cu¨¢nto se parecen todas las Navidades y las p¨¦rdidas y las nostalgias. No es necesario reconocer las canciones para percibir lo que la autora, la artista brit¨¢nica Susan Philipsz, quiere trasmitir a los visitantes. El o¨ªdo, uno de los sentidos m¨¢s eficaces en las rememoraciones, ha vuelto a jugarnos una buena pasada. El sal¨®n de actos del Centro Galego de Arte Contempor¨¢neo, el espacio familiar tantas veces habitado, tiene hoy sabor a espectro. Desvela sobre todo una mueca fortuita. Andamos por la vida tan seguros, creyendo entender el mundo porque lo vemos, y basta un susurro al o¨ªdo para enamorarnos, tambalearnos, desmoronarnos.
?se era el juego que planteaban Janet Cardiff y Georges Bures Miller en una de sus m¨¢s extraordinarias producciones, The Paradise Institute, a la cual los visitantes iban accediendo en grupos reducidos y cuya pantalla cinematogr¨¢fica al fondo, encogida, contrastaba con la voz demasiado pr¨®xima que desde los auriculares hablaba seductora y terrible, como un remordimiento.
Es un poder infinito el de los sonidos y las palabras, capaz de trasladarnos a otro tiempo y de trazar inesperados proyectos espaciales: los cuartos vac¨ªos se llenan y los que eran familiares se transforman en reci¨¦n estrenados. La canci¨®n murmurada de Philipsz impone al visitante vol¨²menes escult¨®ricos, tajantes e invisibles, que la artista va trazando en otros rincones del edificio. En ¨¦stos no hay siquiera pantallas neutras donde desplazar los miedos: el espectador se encuentra enfrentado a un vac¨ªo sobrecogedor. A partir de aqu¨ª, libres de las convenciones visuales que son en la cultura occidental una f¨®rmula eficaz para suprimir las diferencias, se empezar¨¢n a o¨ªr sensaciones nuevas. Al principio dar¨¢ un poco de v¨¦rtigo, quiz¨¢s, porque dejar de ver es mirar de otro modo, una suerte de paseo por esos descampados en el filo de la extinci¨®n que propone Lara Almarcegui unos metros m¨¢s all¨¢ -magn¨ªfica coincidencia en el Centro Galego para este peque?o rito inici¨¢tico... Quedarse a la intemperie. Buen plan para el fin de semana -e incluso para la semana entera-. -
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