La visita de Edith Keeler
1.- Confieso que mientras ?lvaro Pombo y otros hombres de acci¨®n y de buena voluntad se desga?itaban en los m¨ªtines y compart¨ªan la tortilla y la bota de vino con sus correligionarios, yo he dedicado mi tiempo a las musara?as. Puede que mi actitud sea tan mal vista como antes lo estaba no ir a misa, pero lo cierto es que no creo que sea para tanto, tampoco soy un monstruo: despu¨¦s de todo, pienso cumplir con mis obligaciones este domingo y votar¨¦; lo har¨¦ para evitar, en la medida ¨ªnfima de mis posibilidades, un avance de los m¨¢s desnortados. Pero que no me exijan mucho m¨¢s. ?Tan imperdonable es tratar de resistir en casa, a trav¨¦s de lo que escribo? Hoy en d¨ªa, es tal la infinita estupidez de las masas que hasta me vuelvo indulgente con las individualidades, por muy odiosas que ¨¦stas lleguen a resultar. Siempre sintonizar¨¦ m¨¢s con un hombre perdido en el ¨²ltimo muelle del ¨²ltimo puerto del mundo que con un coro de hombres de acci¨®n tratando de cambiar la patria. ?Los hombres de acci¨®n! ?Los activos! Me acuerdo de lo que pensaba Flaubert de esa buena gente: "Hay que ver c¨®mo se cansan los hombres de acci¨®n y nos cansan a los dem¨¢s por no hacer nada. ?Y qu¨¦ vanidad m¨¢s boba la que nace de una turbulencia bald¨ªa! ?Qu¨¦ ha quedado de todos los Activos, de Alejandro, de Luis XIV, etc¨¦tera? El pensamiento es eterno, como el alma, y la acci¨®n es mortal, como el cuerpo".
2.- En medio del bombardeo medi¨¢tico de los Activos, el lunes recib¨ª una visita inesperada cuando Edith Keeler se present¨® en casa. Hab¨ªan pasado m¨¢s de 30 a?os desde la primera y ¨²ltima vez que la hab¨ªa visto. Me hab¨ªa dejado tan extasiado entonces que en los a?os sucesivos ya no hab¨ªa podido nunca relegarla a las escalas inferiores de mi memoria. Y de pronto, en la tarde del lunes, se dej¨® caer por Barcelona. Para m¨ª fue como si de golpe alguien hubiera colgado un cuadro de Edward Hopper en mi sal¨®n. Pero tambi¨¦n como si lo hubiera colocado all¨ª de una forma mec¨¢nica, con la rutina de cada sobremesa, ajeno a la l¨®gica conmoci¨®n que aquello podr¨ªa causarme. Ocurri¨® a primera hora de la tarde. Me hallaba ante el televisor, hundido en el sof¨¢ del sopor medi¨¢tico de la repetitiva melod¨ªa de la campa?a electoral cuando de repente, como si se hubiera abierto una brecha en la Puerta del Tiempo, como si lo previsible del d¨ªa cotidiano se hubiera roto en mil pedazos, vi con glacial asombro la figura humana, demasiado humana, de Edith Keeler.
No, no pod¨ªa ni creerlo. BTV, con el piloto autom¨¢tico puesto y seguramente ajena a la genial singularidad que introduc¨ªa en aquel momento en las casas barcelonesas, emit¨ªa The city on the edge of forever, el m¨¢s legendario, original y valioso de los episodios de Star Trek. En mi caso, m¨¢s de 30 a?os sin volver a ver el episodio -pen¨²ltimo de la serie y estrenado mundialmente el 6 de abril de 1967- hab¨ªan dado para mucho. De entrada, para convertir a Edith Keeler en un amor imposible y un mito personal. Hab¨ªa reconstruido La ciudad en el l¨ªmite del tiempo de mil formas diferentes, de tal modo que mi memoria hab¨ªa transformado aquel episodio de culto, pero hab¨ªan permanecido id¨¦nticas las v¨ªas de misterio y poes¨ªa que abr¨ªa a su paso la figura indestructible de la bella Edith Keeler, interpretada por Joan Collins. Volver a verla signific¨® descubrir que segu¨ªa como siempre, id¨¦ntica a s¨ª misma. Era una pacifista que viv¨ªa en el Nueva York de los a?os treinta y que, en el polo opuesto del mon¨®tono decorado de nave planetaria de Star Trek, deambulaba por unos interiores urbanos que recordaban escenograf¨ªas de Edward Hopper.
Fascinaci¨®n inigualable del momento. En plena rutina del lunes por la tarde, qued¨¦ de pronto desconectado de los desproporcionados preparativos del debate medi¨¢tico de aquella noche y literalmente pasmado ante Edith Keeler que, atravesando la Puerta del Tiempo, volv¨ªa -me dijo- sin haberse ido nunca.
3.- La ciudad en el l¨ªmite del tiempo, con su historia -gui¨®n del gran Harlan Ellison- sobre un amor imposible porque los amantes viven en dos dimensiones y dos siglos muy distanciados, me trajo tanto el recuerdo del ciclo de Bronwyn de Juan-Eduardo Cirlot -otra historia de amor con desequilibrio en el tiempo- como las palabras de este poeta acerca de la muerte, vista s¨®lo como la zona oscura de la vida y en la que hay algo -dice Cirlot- que empuja hacia el resurgir, un algo que es como un hilo enterrado en la sombra.
De un tejido ajado por los a?os pareci¨® surgir el lunes la figura inconmovible de esa bella mujer, de la que se enamora el capit¨¢n Kirk cuando atraviesa la Puerta del Tiempo a trav¨¦s de la cual se puede acceder a cualquiera de los periodos de la historia de la humanidad. El capit¨¢n, junto a Spock y el doctor McCoy, termina en el Nueva York de los a?os treinta. Y all¨ª se enamora de Edith Keeler, una joven que lleva un lugar de acogida para indigentes. Es un amor de siglos desenlazados, que tiene los d¨ªas contados, porque Edith s¨®lo puede seguir existiendo unas horas, ya que -tal como Spock ha visto en su m¨¢quina del tiempo- de seguir en vida llevar¨ªa unos a?os despu¨¦s su infinita buena voluntad y deseos de acci¨®n hasta la Casa Blanca y, convenciendo al presidente de la naci¨®n, retrasar¨ªa la entrada de su pa¨ªs en la II Guerra Mundial, de modo que los nazis se apoderar¨ªan del mundo. Por eso, Edith Keeler, por el bien de la humanidad, tiene que morir pronto, dejar de ser y pasar a no estar. Nada demasiado grave, pens¨¦ el lunes al verla surgir del hilo de mi memoria menos enterrado en la sombra. Nada grave si pensamos que la nada podr¨ªa ser s¨®lo una apariencia, tal vez -como Cirlot insinuara- nuestra apariencia fundamental.
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