Rafael
El domingo pens¨¦ en Rafael Azcona. Qu¨¦ iba a saber yo que casi en ese mismo momento se estaba muriendo. Pensaba escribirle un peque?o mensaje para recordarle, una vez m¨¢s, que los enfermos rondan la cabeza de los amigos sanos, que su recuerdo irrumpe de pronto en una conversaci¨®n y tras ¨¦l, claro, el silencio que provoca el pellizco del remordimiento, las llamadas que no se han hecho, las cartas que no se han escrito. Azcona llevaba enfermo un tiempo pero era un hombre tan pudoroso que hasta sus amigos dudaban en c¨®mo entrar en esa nueva realidad doliente del hombre al que le gustaron tanto las sobremesas. Sospecho que nos ocupamos tanto de los muertos porque inevitablemente la enfermedad genera un abismo entre los sanos y los d¨¦biles. De todas formas, Azcona, una de las personas m¨¢s sinceramente queridas del cine espa?ol, es citado a diario en el oficio. Con raz¨®n. Fue un hombre generos¨ªsimo con sus disc¨ªpulos. Ense?aba, por ejemplo, que hay que asumir que el guionista pasa de ser la pieza fundamental de una pel¨ªcula a ser un don nadie al que todo el mundo se cree en el derecho de corregir. Quienes tanto hablan de la vanidad del escritor debieran acordarse de esos otros escritores que viven ejercit¨¢ndose en la dif¨ªcil disciplina de la humildad. Azcona, dialoguista con un o¨ªdo genial para captar el habla de su tiempo, trabaj¨® tanto el m¨²sculo de la humildad que muchas veces parec¨ªa que no le importara el destino sus guiones. Se serv¨ªa de la iron¨ªa para restar importancia a sus ¨¦xitos pero tambi¨¦n para encajar los recuerdos de aquella dictadura a la que siempre achac¨® la responsabilidad de generar una sociedad mediocre. ?l, sin embargo, brill¨®. Mejor¨® el cine. Nos hizo brillar por ah¨ª fuera. Su recuerdo deber¨ªa provocarnos el af¨¢n de retratar el sonido de la calle, ese que a menudo aparece hoy tan falseado en el cine.
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