El monstruo
Los miramos de reojo, contemplamos sus rostros en la prensa tratando de identificar alg¨²n rasgo, de aislar alguna muesca o un detalle subrepticio que explique las monstruosidades que se suceden debajo. Son semblantes que a la luz del d¨ªa se antojan comunes y corrientes pero que tal vez, a la hora de mirarse al espejo, cubre un velo de sombra o una coloraci¨®n sangrienta que delata su naturaleza, lobos que han abusado de la confianza de las ovejas. El hombre de a pie contempla al monstruo, se asusta, se asquea y a la vez se siente atra¨ªdo por su enigma: en las cafeter¨ªas, en las paradas de autob¨²s y los supermercados se preguntan qu¨¦ falla en el mecanismo de esa criatura aterradora que es el estrangulador de Boston, Jack el Destripador, Antonio Angl¨¦s y un individuo polvoriento de Huelva que abusaba sistem¨¢ticamente de su hija de cinco a?os y que mat¨® a otra ni?a antes de consumar sobre ella todos los desmanes que le dictaba su alma a oscuras. Los noticiarios hacen circular su retrato del mediod¨ªa a la noche, los peri¨®dicos analizan su curr¨ªculo en un intento de aportar datos que expliquen la cat¨¢strofe, y m¨¢s pronto que tarde el reci¨¦n llegado pasa a formar parte de un olimpo tenebroso al que s¨®lo ascienden los verdaderos enemigos de la humanidad, aquellos que han inscrito su nombre con sangre en la memoria de los vivos. Para sosegarse, para poder seguir confiando en el vecino de rellano y sacar todav¨ªa a pasear a los ni?os por el parque, el hombre de a pie decide que el monstruo es una anomal¨ªa, una aberraci¨®n, un cap¨ªtulo aislado, y que en su calidad de enfermo merece una dr¨¢stica cirug¨ªa que le convierta en lo mismo que todos los dem¨¢s. Al hombre de a pie le tranquiliza creer que una barrera infranqueable le separa del monstruo: ¨¦l est¨¢ sano, el otro no. El mal debe resolverse en las cl¨ªnicas.
Junto al muy leg¨ªtimo debate sobre la eficacia de la justicia, la muerte de Mari Luz ha desatado otro que en ocasiones orilla peligrosamente el mismo abismo que pretende evitar. No han faltado tertulianos de radio ni columnistas en los diarios que, junto a una sanci¨®n al juez que cometi¨® dejaci¨®n de sus funciones, exig¨ªan una soluci¨®n tajante, cient¨ªfica y contrastada a la amenaza de los delincuentes sexuales. No son delincuentes como los otros, nos dicen; no cometen sus atentados porque lo deseen, ni siquiera porque extraigan de ellos un repugnante placer, sino porque un desarreglo en su sangre les obliga a ello. El resto est¨¢ servido: la castraci¨®n qu¨ªmica de Sarkozy, el electroshock, la lobotom¨ªa o las leyes de eugenesia que ya se hicieron populares en el siniestro Berl¨ªn de los a?os treinta. Supongo que quienes as¨ª opinan suelen olvidar que el nuestro es un estado de derecho, que plantea de entrada que el individuo es libre, capaz de enmendarse, de aspirar a dominar los fantasmas con los que convive; que la misi¨®n primordial del sistema penitenciario no consiste en amputar, sino en ayudar a rehabilitarse. Lo contrario nos convierte a todos, a ti y a m¨ª y a ese hombre de a pie que pasea a sus ni?os, en otros lobos escondidos, en criminales en potencia determinados por una disfunci¨®n qu¨ªmica quiz¨¢ imposible de detectar al caos y la barbarie. Lo contrario, me temo, desemboca en el gran sue?o de todo tirano: en lograr desentra?ar, a partir del examen de una gota de sangre, qui¨¦n ser¨¢ h¨¦roe y qui¨¦n villano, qui¨¦n compondr¨¢ una sinfon¨ªa y qui¨¦n manejar¨¢ el cuchillo, en qui¨¦n se puede confiar y en qui¨¦n no, sin concederle la oportunidad de r¨¦plica. Que Santiago del Valle cumpla la pena estipulada por la ley, que alguien le haga comprender que su conducta, mientras persevere en sus errores, le imposibilita para compartir las aceras con el resto de la ciudad. Las inyecciones pertenecen a los manuales de enfermer¨ªa, no a los de ¨¦tica y derecho.
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