Balcones de ausencia
Caminando por Londres al sol p¨¢lido de una tarde de abril me imagino a Juan Mu?oz perdido por estas mismas calles hace m¨¢s de treinta a?os, muy joven todav¨ªa, fugitivo de Espa?a, sediento de asomarse al mundo, con la mezcla de apocamiento y de temeridad que sobresaltaba entonces a quienes se iban, resuelto apasionadamente a ser algo y no sabiendo qu¨¦, o sabiendo tan s¨®lo lo que no quer¨ªa, empujado por una intensa vocaci¨®n de mirar, a la manera de los grandes vagabundos urbanos de la literatura, los h¨¦roes haraganes de la caminata y la mirada. A veces ir por ah¨ª sin hacer nada es el ejercicio espiritual m¨¢s completo, aparte de un excelente ejercicio f¨ªsico. Juan Mu?oz contaba que se pas¨® un a?o entero en Nueva York y que en todo ese tiempo apenas hizo poco m¨¢s que un dibujo. Pero cu¨¢ntas cosas mirar¨ªa, levantando los ojos justo hacia esa altura en la que ahora nosotros vemos algunas de sus obras, suspendidas en el aire o adheridas a una pared: un balc¨®n tapiado al que nadie podr¨ªa asomarse, una escalera de caracol que empieza y acaba en el vac¨ªo, el letrero vertical de un hotel. Caminando por Londres una tarde de principios de abril miro a la gente diversa que se cruza conmigo y me fijo en tantas cosas que reclaman la curiosidad del aficionado a las ciudades, pero entre mi conciencia y el mundo exterior permanece el recuerdo poderoso de los mundos de Juan Mu?oz que he visto desplegarse ante m¨ª y en torno m¨ªo en las salas de la Tate Modern, donde ¨¦l tuvo su ¨²ltima exposici¨®n hace ya siete a?os, muy poco antes de morir.
Juan Mu?oz: a retrospective
La exposici¨®n Juan Mu?oz: a retrospective est¨¢ abierta en la Tate Modern de Londres hasta el pr¨®ximo d¨ªa 27.
Juan Mu?oz contaba que cuando era joven iba muchas veces por la calle apretando una navaja en el bolsillo; despu¨¦s la cambi¨® por un mazo de cartas
En este artista inmune a las identidades y a las fronteras, uno sospecha un fondo de pesadumbres espa?olas. De golpe toda su modernidad cobra la fuerza de una pintura negra de Goya
No es posible eludir la melancol¨ªa de su muerte temprana al examinar los episodios de una evoluci¨®n que parece acelerada por la intuici¨®n de un plazo que se acaba: los pasos de un itinerario cuyas primeras tentativas contienen en germen los hallazgos ¨²ltimos, seg¨²n el verso de Eliot que Juan Mu?oz tendr¨ªa muy presente, en mi principio est¨¢ mi final. En la primera exposici¨®n de Juan Mu?oz en Madrid, en el lento despertar espa?ol de los a?os ochenta, est¨¢n ya los balcones que impulsan la mirada hacia arriba y transforman con su presencia elocuente y sumaria la lisura de una pared. Desde el mismo principio sus esculturas, en vez de ocupar un lugar inm¨®vil en el espacio ajeno a ellas por donde se mueve el espectador, suscitan un espacio enteramente suyo, tan ilusorio como el que habitan las figuras de un cuadro. Uno entra en una habitaci¨®n de Juan Mu?oz con la misma sensaci¨®n de espejismo que si pudiera pisar las baldosas blancas y negras o caminar entre los arcos de una pintura renacentista. Eres un invitado y tambi¨¦n un intruso. Las figuras geom¨¦tricas del suelo aturden a la mirada con toda clase de enga?os, como los trampantojos de la pintura barroca. Al fondo de la habitaci¨®n, sentado al filo de una cornisa, sonr¨ªe un enano o un mu?eco de ventr¨ªlocuo. Si uno se fija mucho advierte no sin aprensi¨®n que la sonrisa es tambi¨¦n un gesto de p¨¢nico y que los labios del mu?eco se mueven.
En otra habitaci¨®n no hay casi nada m¨¢s que la baranda de una escalera, sujeta a la pared blanca. La baranda es un objeto real y tambi¨¦n un jerogl¨ªfico, el ideograma de una escalera que no existe, y por extensi¨®n de la casa invisible a cuyas habitaciones fantasmales permite subir la escalera. Pero la baranda esconde un secreto: est¨¢ modelada para el tacto de la mano, para que los dedos se deslicen sobre ella con la suavidad de una caricia, pero en su parte interior hay escondida una navaja abierta.
Juan Mu?oz contaba que cuando era joven iba muchas veces por la calle apretando una navaja en el bolsillo; despu¨¦s la cambi¨® por un mazo de cartas, porque se hizo muy aficionado a los juegos de manos, a los trucos de magia, al prodigio modesto de los mu?ecos habladores que manipula un ventr¨ªlocuo vestido de frac: las cabezas grandes, los ojos saltones, las mand¨ªbulas articuladas, la sonrisa demente, los carrillos rosados, las piernas vac¨ªas y colgantes. No me cuesta nada imaginarme a Juan Mu?oz caminando muy joven por estas mismas calles de Londres por las que yo paseo siete a?os despu¨¦s de su muerte, acariciando en el bolsillo el mango de una navaja o los duros cantos de un mazo de cartas, deteni¨¦ndose delante del escaparate de un anticuario o de un chamarilero en el que ha atrapado su atenci¨®n la mirada de un mu?eco de ventr¨ªlocuo. La po¨¦tica de un artista se va haciendo en un proceso muy lento de filtraci¨®n de la experiencia. Y¨¦ndose de la Espa?a ¨¢spera y cerrada de su primera juventud Juan Mu?oz pudo educarse en sus caminatas por las capitales del mundo, por Londres y Nueva York, pero tambi¨¦n por Roma, donde lo arrebat¨® la desmesura de los espacios barrocos, la escenograf¨ªa fant¨¢stica de los palacios, las iglesias y las ruinas, la sugesti¨®n de vuelo ingr¨¢vido de los ¨¢ngeles de m¨¢rmol sobre las tumbas de los papas y de las figuras pintadas en la distancia vertiginosa de las c¨²pulas. Y sin embargo, en este artista inmune a las identidades y a las fronteras, uno sospecha un fondo de pesadumbres espa?olas: esos enanos at¨®nitos son los que los ni?os nacidos en los a?os cincuenta ve¨ªamos con un estremecimiento de pena y de miedo en los circos de pobres y en las corridas burlescas del Bombero Torero; esos balcones que parecen tan abstractos son balcones de ciudad de provincias espa?ola, de esa capital de provincia que se esconde todav¨ªa en el centro de Madrid. Son balcones de barrio popular, de clase media sin muchas perspectivas, balcones no de hotel cosmopolita y canalla con un letrero vertical de ne¨®n sino de pensi¨®n de medio pelo, una de esas pensiones hacia las que se sub¨ªa por pelda?os de madera gastada, por huecos de escalera en penumbra donde ol¨ªa a humedad y a comida y donde hab¨ªa que orientarse deslizando la mano por la balaustrada. Con intuici¨®n po¨¦tica fulminante Juan Mu?oz incrusta una astilla tiznada en uno de sus peque?os balcones de los primeros tiempos y la convierte en una maja sombr¨ªa, y de golpe toda su modernidad cobra la fuerza de una pintura negra de Goya.
Se pasar¨ªa uno el d¨ªa entero yendo de una sala a otra de la Tate Modern, atrapado entre estas figuras herm¨¦ticas que tienen los p¨¢rpados cosidos o los ojos en blanco o que se inclinan hacia un espejo con un trozo de cart¨®n cubri¨¦ndoles la cara como una m¨¢scara, torpe y gigante entre ese concili¨¢bulo de chinos innumerables y parcialmente id¨¦nticos que se parecen en su multiplicaci¨®n aterradora a los soldados de terracota de la tumba de aquel emperador megal¨®mano. Hay que marcharse, pero en la luz h¨²meda de la tarde de Londres el hechizo contin¨²a. Uno se pregunta c¨®mo ser¨¢n las esculturas de Juan Mu?oz cuando la Tate Modern se quede vac¨ªa y se apaguen las luces, cuando no quede ni un solo intruso humano en esas estancias. -
La exposici¨®n Juan Mu?oz: a retrospective est¨¢ abierta en la Tate Modern de Londres hasta el pr¨®ximo d¨ªa 27. www.tate.org.uk.
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