Un h¨¦roe de barrio
Los fan¨¢ticos son m¨¢s felices que los moderados, sea cual sea la ideolog¨ªa en la que est¨¢ instalado su fanatismo. Esta afirmaci¨®n forma parte de un estudio sobre la felicidad publicado en The Economist. Lo comparto absolutamente. Moderado es la palabra basura del diccionario pol¨ªtico. El militante de izquierdas ten¨ªa (y tiene) por costumbre despreciar a los moderados; el de derechas pensaba (o piensa) que los moderados de izquierdas quer¨ªan robarle su espacio natural. El moderado fue, y sigue siendo, el payaso que se lleva las bofetadas. Ya no digamos en el mundo de la cultura, donde cualquiera se define a s¨ª mismo como un radical. Transgresor es la palabra clave. La pregunta eterna es: ?c¨®mo puede uno definirse a s¨ª mismo como transgresor y que no se le caiga la cara de verg¨¹enza? La respuesta est¨¢ cada ma?ana al abrir el peri¨®dico, donde el lector se topa, sobre todo en las secciones de cultura, con varios autodefinidos transgresores. Al autodefinido transgresor nadie le pregunta c¨®mo se compagina semejante transgresi¨®n con el estar enrocado, como un mejill¨®n, a la cultura oficial y a la rebeld¨ªa subvencionada. Nadie le dice: "?A usted no le parece sospechoso que su transgresi¨®n entusiasme a todo el mundo?". Ah, pero es que ese "todo el mundo" que asiste embobado a los espect¨¢culos del transgresor tambi¨¦n quiere sentirse parte de la parroquia transgresora. Todo esto, en fin, es muy antiguo. Hay m¨¢s cosas en ese estudio que dan que pensar. Por ejemplo, la teor¨ªa de que los padres son m¨¢s felices cuando cuentan las haza?as de sus hijos que cuando hablan con sus hijos. Es decir, que cuando disfrutamos verdaderamente de la vida es en ese momento en que, dejando en casa a unos ni?os gordos y felices, nos vemos libres de ellos al menos durante unas horas. La verdad duele: si los padres hablan sin parar de sus hijos durante una cena con amigos, no est¨¢n probando su nostalgia, sino su felicidad. O tal vez sea que la infancia de los hijos se disfruta menos en el presente que en el recuerdo. A costa de engordar el mito de la cercan¨ªa y la comunicaci¨®n entre padres e hijos, los padres de mi generaci¨®n hemos vivido agobiados, llenos de culpabilidades, y hemos creado un peque?o ej¨¦rcito de reprochadores, que a la m¨ªnima sacan a relucir aquel d¨ªa en que no fuiste a verle hacer de ¨¢rbol en el bel¨¦n viviente. La generaci¨®n de mis padres fue infinitamente m¨¢s feliz en ese sentido. Los ni?os a¨²n nos pas¨¢bamos el d¨ªa en la (puta) calle y las madres viv¨ªan en constante felicidad hablando sobre sus hijos con otras madres. Confieso que yo tambi¨¦n me intent¨¦ apuntar a la generaci¨®n del reproche hasta que comprob¨¦ que a mi padre el reproche no le hace mella: ¨¦l lo hizo, no bien, superlativamente bien. Yo soy el resultado. Juzguen. A lo que iba, dado que los pensamientos establecen lazos caprichosos, el estudio sobre la felicidad de los padres me condujo a mis propios recuerdos, que son fundamentalmente callejeros. Los pasos del recuerdo me llevaron a esos viernes en los que mi mam¨¢ y las mam¨¢s de mi barrio disfrutaban de la vida gracias a que un cine de proporciones granv¨ªescas, llamado, sin tonter¨ªas, cine Moratalaz, albergaba a cientos de ni?os que nos trag¨¢bamos la sesi¨®n doble, con un entusiasmo que muchas veces no estaba relacionado con la pel¨ªcula en s¨ª, sino con el nivel de escandalera que una chorrada que apareciera en la pantalla despertara en ese p¨²blico grit¨®n y gregario. De todas formas, a veces se hac¨ªa el silencio. El silencio de los ni?os es el m¨¢s tremendo de todos los silencios porque, amando como aman el ruido, s¨®lo renuncian al bullicio cuando algo les trastorna, les emociona o les atemoriza. A veces, digo, se hac¨ªa el silencio. Uno de esos silencios memorables lo provoc¨® El planeta de los simios, que vi varios viernes, porque ¨¦sa era otra, las pel¨ªculas se repet¨ªan. ?Y qu¨¦? La pesadilla del coronel George Taylor en aquel mundo dominado por unos simios rencorosos nos encog¨ªa el coraz¨®n y volv¨ªamos a casa dominados a¨²n por la poes¨ªa de ese final en el que Charlton Heston encuentra la estatua de la Libertad semihundida en la arena de la playa. Es ese tipo de argumentos que vuelven a los ni?os fil¨®sofos, y habr¨ªa que estar ah¨ª para testificar lo que sale de esas cabezas conmovidas. ?se es mi gran recuerdo, compartido con tantos, del actor de mand¨ªbula poderosa y envergadura de h¨¦roe de otro tiempo. Era el hombre que provocaba desaz¨®n a los ni?os, pero tambi¨¦n una ¨ªntima esperanza de que en sus manos la humanidad se salvar¨ªa de su desastre. Si ese hombre hubiera muerto en los primeros setenta, se le habr¨ªa recordado por eso y por ser un activista de los derechos civiles de los negros; si hubiera muerto en los noventa, por eso y por liderar la defensa de las armas de fuego (que aqu¨ª tienen una connotaci¨®n cultural sobre la que habr¨ªa que escribir alguna vez en serio), pero ha muerto despu¨¦s de que el megal¨®mano de Michael Moore le faltara al respeto en su triste vejez desmemoriada. Todo para alegr¨ªa de miles de pacifistas del mundo que, en su versi¨®n m¨¢s fan¨¢tica, entend¨ªan que la falta de piedad est¨¢ justificada si se trata de defender la causa. Definitivamente, la felicidad es cosa de fan¨¢ticos y puede ser el sentimiento m¨¢s cruel.
Pregunta al que se define como transgresor: ?no es raro que su transgresi¨®n entusiasme a todo el mundo?
Uno de los silencios memorables en el cine de ni?os, ruidosos por definici¨®n, se hac¨ªa con 'El planeta de los simios'
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