Poussin junto al parque
Por segunda vez en las dos ¨²ltimas semanas he cruzado el parque para ver en el Metropolitan los mismos cuadros de Poussin. La otra vez casi la ¨²nica mancha de color entre las arboledas todav¨ªa grises era el amarillo de la retama, id¨¦ntico al que yo hab¨ªa dejado atr¨¢s en Madrid unos d¨ªas antes. Hoy ya hay brotes de un verde muy claro en las puntas de las ramas de los arces, como llamas de savia ardiendo en los extremos de los brazos de grandes candelabros, y a lo largo del sendero junto al lago por el que pasan los corredores ha estallado ya la tempestad inm¨®vil como de nieve rosada de los cerezos en flor: de pronto el blanco ciega, relumbrando al sol, copas enteras de flores blancas y p¨¦talos cubriendo densamente la tierra.
Esa quietud de sus paisajes tiene el contrapunto de la amenaza latente o expl¨ªcita de la irrupci¨®n de la desgracia
Ese azul puro de Poussin se parece al que hab¨ªa en la ciudad la ma?ana del 11 de septiembre de hace casi siete a?os
A media ma?ana, en la escalinata del Metropolitan, la gente toma el sol con una indolencia de domingo populoso de verano en la playa. Pero no es verano, por fortuna: es la fr¨¢gil, la breve primavera de Nueva York, con el aire despejado por las brisas de los dos r¨ªos y del oc¨¦ano cercano, con esa "luz fluvial" que amaba tanto John Cheever, especialmente delicada a la hora fresca de la ma?ana y un poco antes de la ca¨ªda de la tarde. La primavera llega de pronto y se va enseguida, desbaratada por regresos del fr¨ªo o por temporales de lluvia, por d¨ªas grises de viento; puede volver uno o dos d¨ªas, casi nunca una semana entera, y de cualquier modo lo que llegar¨¢ sin remedio ser¨¢ el verano pegajoso, en el que la ciudad se convierte, seg¨²n Herman Melville, en un "Babilonian kiln", un horno de alfarer¨ªa babilonio, o en un puerto monz¨®nico.
La conciencia de la fragilidad de la dulzura de estos d¨ªas los vuelve m¨¢s valiosos. Tal vez tambi¨¦n me permite disfrutar con atenci¨®n m¨¢s alerta los paisajes que pint¨® Poussin en su madurez: los cielos azules reflejados en lagos serenos, el sol ligeramente dorado de la media tarde alumbrando el costado de un templo cl¨¢sico o de una fortaleza, filtr¨¢ndose entre las hojas de los ¨¢rboles gigantes que vuelven m¨¢s peque?as por comparaci¨®n las figuras humanas. Hasta ahora yo ten¨ªa una idea m¨¢s bien vaga de Poussin: paisajes m¨¢s o menos abstractos y templos en ruinas, breves escenas mitol¨®gicas o pastorales punteando casi como an¨¦cdotas los esplendores de una naturaleza idealizada. Lo m¨¢s com¨²n es mirar distra¨ªdamente, escuchar teniendo el pensamiento en otra cosa. La atenci¨®n verdadera, incondicional, asombrada y al mismo tiempo reflexiva, reposada, paciente, la que requiere cualquier arte, en realidad la ejercemos muy de tarde en tarde. Saturados de im¨¢genes, no miramos ninguna; asaltados de la ma?ana a la noche por m¨²sicas banales, raramente nos paramos a escuchar con los o¨ªdos abiertos; la fatua convicci¨®n de que nos sabemos las grandes obras de la literatura o del cine no nos deja entregarnos generosamente a ellas.
En el Metropolitan, una ma?ana de este abril, yo empiezo a mirar de verdad a Poussin. Empiezo a descubrir que esa quietud de sus paisajes, que me aburr¨ªa por anticipado, tiene siempre el contrapunto de la fugacidad del tiempo, la amenaza latente o expl¨ªcita no ya de la lenta ruina de las cosas sino de la irrupci¨®n de la desgracia. En uno de los cuadros Orfeo toca su c¨ªtara en presencia de unas cuantas figuras que le prestan atenci¨®n o que miran a otro lado, y un poco m¨¢s all¨¢ la vida com¨²n prosigue indiferente a su m¨²sica, que se disipar¨¢ d¨¦bilmente en el aire. Un personaje femenino se vuelve hacia algo que le provoca un gesto de p¨¢nico: tenemos que mirar con mucho cuidado para comprender que esa mujer es Eur¨ªdice, y que lo que s¨®lo ella ha visto -pues nosotros permanec¨ªamos tan distra¨ªdos como los otros personajes, o como el mismo Orfeo, sumergido en el ego¨ªsmo de su arte- es la serpiente que ya repta hacia ella y que dentro de un instante la matar¨¢ con su picadura. En medio de la normalidad sobrevienen el dolor y la muerte, invisibles para aquellos que est¨¢n muy cerca y no los sufren. A un paso del drama m¨¢s atroz hace un tiempo sereno y la gente se atarea en sus cosas; y ni siquiera el que m¨¢s va a sufrir intuye lo que ya ha empezado a sucederle.
Ese azul puro de Poussin se parece al que hab¨ªa en la ciudad la ma?ana del 11 de septiembre de hace casi siete a?os, al mismo tiempo que una noche sofocante de ceniza y ruina dominaba el vecindario de las Torres Gemelas. Los mismos azules reflejados en lagos quietos como espejos, las mismas amplitudes que parecen serenas y son en el fondo s¨®lo indiferentes, se ven en otro cuadro a¨²n m¨¢s misterioso, cuyo mismo t¨ªtulo ya da un poco escalofr¨ªo, Paisaje con un hombre muerto por una serpiente, que viene de la National Gallery de Londres: un hombre huye, pero no sabemos de qu¨¦, una mujer extiende los brazos en un gesto de p¨¢nico: en un ¨¢ngulo sombr¨ªo, en la parte menos llamativa del lienzo, hay algo que parece una confusi¨®n de ramas o ra¨ªces enredadas, y es la gran serpiente pit¨®n que acaba de asfixiar a su v¨ªctima. S¨®lo un poco m¨¢s all¨¢ unos pescadores reman en una barca; m¨¢s lejos todav¨ªa hay una fortaleza, y m¨¢s all¨¢ una ciudad, y mucho m¨¢s lejos unas cimas nevadas. Ni el sonido de la m¨²sica ni los gritos de terror se escuchan a una cierta distancia. Cuando vuelva a casa buscar¨¦ ese poema de Auden, Mus¨¦e des Beaux Arts: "Acerca del sufrimiento no se equivocaban nunca / los Antiguos Maestros: qu¨¦ bien comprend¨ªan / su humana posici¨®n; c¨®mo sucede / mientras alguien est¨¢ comiendo o abriendo una ventana / o s¨®lo caminando aburridamente"...
Mirar ense?a a mirar. Hoy me fijo en detalles que la otra vez no supe distinguir; puedo apreciar mejor juegos de correspondencias entre parejas de cuadros que fueron pintados para verse juntos, y que ahora vuelven a colgarse en la misma sala despu¨¦s de siglos de separaci¨®n. Al lado del Paisaje de Calma del Museo Getty de Los ?ngeles est¨¢ el Paisaje con una tormenta del Museo de Bellas Artes de Rouen: en la vida son igualmente posibles el para¨ªso y el infierno, la tarde que parece detenida en una serenidad suprema y el d¨ªa que se convierte bruscamente en noche, en tempestad, en una naturaleza pavorosa que no tiene el menor miramiento hacia las diminutas existencias humanas. Pero la tarde de felicidad avanza hacia la noche; cuando termine la tormenta que parec¨ªa anunciar el fin del mundo el aire estar¨¢ m¨¢s limpio y las cosas se distinguir¨¢n en la distancia con una nitidez diamantina. Y todo, en cualquier caso, deber¨¢ ser apreciado, no habr¨¢ disculpa para la distracci¨®n ni para el tedio cuando la vida es tan breve y la felicidad tan precaria: el trabajo minucioso del pintor es una lecci¨®n moral. Cualquier matiz, cualquier presencia m¨ªnima, son necesarios en la armon¨ªa fr¨¢gil de las cosas. A la salida del museo, Central Park es un paisaje de Poussin con fant¨¢sticas arquitecturas azuladas que se reflejan en el agua inm¨®vil de un lago. -
La exposici¨®n Poussin and Nature: Arcadian Visions est¨¢ abierta en el Metropolitan de Nueva York hasta el 11 de mayo. www.metmuseum.org/
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