El ser andaluz
Los andaluces hemos cargado durante siglos con una definici¨®n social peligrosa. El elogio de nuestras costumbres desembocaba con facilidad en caricaturas peyorativas. De la serenidad y el estoicismo se pasaba pronto a la vagancia. El car¨¢cter tranquilo, la necesidad de mantener un di¨¢logo humano, es decir, sensual e inteligente con la vida, propici¨® acusaciones de incapacidad productiva y de responsabilidades antropol¨®gicas sobre la propia miseria. Por mucho que Ortega y Gasset quisiera dotar de espesura filos¨®fica su teor¨ªa sobre los andaluces, remont¨¢ndose a los di¨¢logos medievales entre la quietud, la esencia y la existencia, o asumiendo las enso?aciones rom¨¢nticas del para¨ªso, tardaron poco los malintencionados que poblaron estas tierras de presuntos holgazanes y hambrientos ociosos. Por mucho que el cante jondo asuma una dimensi¨®n tr¨¢gica de profundidades secas, las leyendas folkl¨®ricas impusieron una alegr¨ªa de pandereta y risotadas. Ante visiones tan mezquinas, que despuntan todav¨ªa en las declaraciones de algunos pol¨ªticos norte?os de prepotente identidad auton¨®mica, conviene defenderse, poner las cosas en su sitio, pero sin pasarse demasiado, sin avergonzarnos de que nos guste salir, hablar en los bares, negociar la vida con una sonrisa y meternos un poco en los asuntos de nuestros vecinos, ya sea para cotillear o para cuidarlos. Cuidemos la Andaluc¨ªa que se sale por las ventanas, se junta en la tienda del barrio, pregunta por los novios de la ni?a, se empe?a en pagar otra ronda y no te deja volver a tu casa con una sola cerveza en el cuerpo. La modernidad y el respeto no son incompatibles con la memoria y los sentimientos habitados.
Quiero vivir en una tierra donde sea imposible la existencia de un ciudadano como Josef Fritzl, el monstruo de Amstetten. No s¨¦ que es m¨¢s terror¨ªfico, si un padre que secuestra a su hija, la viola, la encierra durante 24 a?os y le hace siete hijos, o una existencia marcada por el aislamiento absoluto. Da miedo que ni su propia mujer se diera cuenta de lo sucedido, que no hubiese un vecind¨®n o una vecindona que sospechara algo, que la vida privada pueda convertirse en un s¨®tano negro, en un campo de concentraci¨®n al margen de los dem¨¢s, sin una mirada inoportuna, sin un o¨ªdo capaz de escuchar una queja, sin un amigo obligado a recibir una confesi¨®n, en un momento de debilidad, despu¨¦s de apurar la pen¨²ltima copa sobre el precipicio biogr¨¢fico de un mostrador de bar. Quiero vivir con la ilusi¨®n de que en Andaluc¨ªa hubiera sido imposible esta historia estremecedora, ocurrida a pocos kil¨®metros de Viena, en un pa¨ªs habitado por gente laboriosa, productiva y due?a de sus interioridades. Un andaluz, aunque ocultara un monstruo en sus entra?as, hubiese sido incapaz de guardar el secreto durante 24 a?os de copas de manzanilla, de charlas con amigos, de bares, gritos y llantos. Si el sue?o de la raz¨®n crea monstruos, el fr¨ªo de la incomunicaci¨®n provoca abismos en la conciencia y telara?as en los ojos. Da miedo que existan lugares en los que nadie, ni una vecina entrometida, ni un vecino molesto y confraternizador, ni tu propia mujer, nadie, pero nadie, sea capaz de intuir lo que llevas detr¨¢s de tus palabras, lo que existe al otro lado de tu silencio, de tu mirada, de tus modales de pulcro ciudadano.
Desmintamos, pues, la leyenda negra de nuestro gusto excesivo por los bares y las fiestas, pero sin pasarnos, que los mostradores son unos aliados imprescindibles de la gente de bien. Adem¨¢s, ahora que est¨¢ aumentando el turismo interior, nuestra experiencia de bares se va a convertir en un motor eficac¨ªsimo de las ofertas de calidad. Las subidas disparatadas de precios y los malos servicios son dif¨ªciles de asumir por gentes que han aprendido a querer y respetar a sus hijas mientras las invitaban a una raci¨®n de calamares en el bar de la esquina.
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