La destructora de todas las dulzuras
Todas las sociedades pueden ser definidas por la manera en que se relacionan con la muerte. Cosa muy natural, pues a fin de cuentas la muerte es, sin duda, el acontecimiento m¨¢s importante de la vida. Esa muerte que es la destructora de las dulzuras, la aniquiladora de los palacios y la constructora de tumbas, como se la llama repetidas veces en Las 1001 Noches. Por ejemplo, el hecho mismo de que en ese libro se la denomine "destructora de dulzuras" revela bastante respecto al mundo en el que fue escrito: en el Bagdad de hace diez siglos la vida deb¨ªa de ser lo suficientemente hermosa y placentera como para llorar su p¨¦rdida. Por otra parte, la muerte, en Las 1001 Noches, es terrible pero se?orial, es como un general siempre victorioso, un enemigo a quien no se puede vencer. Mientras que en el empobrecido y atormentado Barroco espa?ol, pongamos por caso, la muerte siempre omnipresente es la Pelona, la Desdentada, la Amarilla; es una gusanera repugnante, algo grotesco y corrompido. Ya digo que la forma en que contemplamos nuestro fin expresa muchas cosas sobre nosotros.
"A poco que zapees por los canales, caes inevitablemente sobre alguna mesa de disecci¨®n"
Los seres humanos han desarrollado ritos mortuorios desde los m¨¢s remotos tiempos cavern¨ªcolas. Ciertamente los cad¨¢veres suponen un conflicto para los vivos: ?qu¨¦ hacer con ese inc¨®modo residuo material que es el cuerpo de un ser querido? Es una pregunta esencial que hemos ido respondiendo a lo largo de la Historia de las maneras m¨¢s raras. Se ha quemado a los cad¨¢veres por medio de complicad¨ªsimas ceremonias, como los antiguos vikingos a sus jefes guerreros (en un barco, junto a sus caballos, sus perros, sus esclavas) o los hind¨²es junto al Ganges (hasta hace poco, tambi¨¦n con la viuda en la pira); se les ha dejado ritualmente expuestos para ser devorados por los animales, como siguen haciendo los farsis de la India, que colocan a sus muertos en las sobrecogedoras Torres del Silencio, en donde son comidos por los buitres; se han construido una infinita variedad de mausoleos, mastabas y sepulcros megal¨ªticos. Y ciertamente levantar las enormes pir¨¢mides de Egipto, con su tecnolog¨ªa punta de arquitectura y momificaci¨®n, y con su inmenso ajuar de joyas, muebles y esclavas sepultadas vivas (qu¨¦ man¨ªa con el sacrificio de doncellas), revelan una sociedad obsesionada por el fin. Por ¨²ltimo, supongo que el recurso m¨¢s com¨²n es el enterramiento, pero tambi¨¦n en eso hay mil modos distintos: con los pies orientados hacia tal o cual punto cardinal, con l¨¢pida o sin l¨¢pida, con caja o con sudario, con dos monedas sobre los ojos para pagar a Caronte. La muerte es un repertorio inacabable.
Acabo de pasar un par de meses en Estados Unidos, que, siendo como es el imperio, suele mostrar en primer lugar y de modo m¨¢s agudo aquellas tendencias sociales que impregnan todo Occidente, y me he quedado admirada del inmenso lugar que ocupa la muerte en televisi¨®n. No hablo ya de la violencia, de los asesinatos, de las pel¨ªculas de s¨¢dicos: abundan, pero eso es otra cosa. Hablo estrictamente de la muerte, y en concreto de la muerte forense. Casi todas las cadenas de cable pasan y repasan incesantes maratones de las series de CSI, tambi¨¦n famosas en Espa?a. Pero en Estados Unidos su presencia es constante, apabullante. Adem¨¢s se emiten otras series centradas en las autopsias: por lo menos hay cuatro m¨¢s, cuatro que yo haya visto. Y un programa de telerrealidad con una forense aut¨¦ntica destripando aut¨¦nticos cad¨¢veres. A poco que zapees por los canales, caes inevitablemente sobre alguna mesa de disecci¨®n en plena faena.
El tema est¨¢ de moda, desde luego, y se trata de una moda sorprendente. Por un lado, nuestra sociedad oculta a los muertos; ya no se fallece en casa, ni se vela a los finados a domicilio; los entierros y las cremaciones carecen a menudo de liturgia, y cada vez se visitan menos los cementerios. Pero los cad¨¢veres parecen haberse revelado ante ese ninguneo y han regresado a ocupar un lugar protagonista en la imaginer¨ªa cotidiana.
Probablemente nuestro inconsciente los echaba de menos, porque uno no consigue olvidarse de la muerte y del miedo por el mero hecho de no hablar de eso. De manera que los muertos han vuelto, y lo han hecho convertidos en cuerpos troceados y fileteados, en un sanguinolento revoltijo de v¨ªsceras pulcramente dispuesto sobre una mesa de acero, el sucio caos de la muerte dominado por el limpio orden tecnol¨®gico, el in¨²til y eterno silencio del cad¨¢ver vencido por una ciencia capaz de leer los despojos. Los forenses de la tele son nuestros nuevos ritos funerarios, nuestras pir¨¢mides.
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